El sello de la libélula

El Principio y el final
(Primer capĂtulo de la novela El sello de la libĂ©lula)
Por Kyra Galvån ©
Junio 2022
Tengo el ombligo atado a una memoria. A una promesa hecha en otro tiempo. Un guiri, que es una obligaciĂłn que no se deshace ni con la muerte. Hay que cumplirla, aunque sea en otra vida, en otro siglo y con otro cuerpo. A pesar de que durante mucho tiempo permanezcas ignorante al compromiso, llega el momento de honrar las promesas hechas con el corazĂłn. A costa de lo que sea. Respetar el honor es el don mĂĄs alto al que se pueda aspirar, lo mĂĄs apreciado por los dioses que nos observan desde su morada.
Debo decir que este concepto sobre el honor como inestimable virtud lo aprendà de una manera extraña cuando vivà en Japón. Su significado me fue enseñado por un maestro inesperado y por sombras atormentadas provenientes del pasado, que clamaban exigentes el cumplimiento de juramentos proferidos en otro tiempo.
EmpezarĂ© a narrar esta historia por el principio; o no, lo mejor serĂĄ comenzar por el final, es decir, por el Ășltimo dĂa que pasĂ© en el paĂs del imperio del sol naciente, y que, de una manera u otra, cerrĂł el ciclo de muerte y renacimiento de aquella aventura.
Me arriesgo impulsivamente a contarles acerca del dĂa que tomĂ© un taxi rumbo al aeropuerto de Narita. Era un 28 de diciembre de 1989, DĂa de los Inocentes, cĂłmo olvidarlo. Era un tĂpico dĂa de invierno en el hemisferio boreal, Ă©poca en que la luz es radiante, pero frĂa a la vez, y viene asociada con ese tinte ocre tan especial que va otorgĂĄndoles definiciĂłn precisa a los objetos y cierta luminosidad cĂĄlida a las personas.
Durante la hora y media que se prolongĂł el plĂĄcido trayecto en el coche de alquiler que nos llevĂł desde el hotel Imperial en el centro de Tokio al aeropuerto internacional, llorĂ© sin parar. LlorĂ© como si mis lĂĄgrimas ambicionaran abrir un nuevo cauce en el rĂo Sumida. Como si ellas hubieran personificado cada uno de mis incansables esfuerzos por vivir, hasta ese preciso momento, en el mundo inalcanzable del Lejano Oriente, tan apartado de nuestra realidad. SollocĂ© perlas iridiscentes reciĂ©n salidas del mar y las fui dejando como migajas de pan para que algĂșn dĂa constataran mi paso por aquellas tierras, pero regadas tambiĂ©n con el objetivo expreso de poderlas recoger años despuĂ©s, como un hilo conductor que servirĂa para descifrar el laberinto de mi vida.
Ese dĂa mi alma le revelĂł a mi cuerpo una verdad absoluta, una certeza de exactitud extraordinaria que se traducĂa en una premoniciĂłn contundente: nunca mĂĄs habrĂa de regresar a esa bullente ciudad.
Ese presentimiento, preciso y acuciante, se me clavaba en el pecho como un estilete envenenado y, contra todos los pronĂłsticos, me provocaba una tristeza infinita, un dolor inexplicable, que se extendĂa por mis brazos y piernas y me anudaba el estĂłmago con el pañuelo lĂĄnguido de la impotencia y, a la vez, con lo implacable de lo que es definitivo. Era el dolor que las plantas sienten cuando se les arranca de tajo y de raĂz. CuĂĄntas debieron de haber sido las ramificaciones que yo habĂa echado en esas tierras, llamadas desde la antigĂŒedad Akitsu Shima o Isla de la libĂ©lula. Fibras que se extendieron en la profundidad y en el misterio de ese reino que turbĂł mi alma y del que evidentemente me conmovĂa tanto separarme.
Pero tal parecĂa que la vida sĂłlo me hubiera permitido una rebanada, jugosa pero breve, de esa cultura milenaria. Un pedazo y ni una partĂcula mĂĄs. Un lujo y un privilegio ofrecido sĂłlo a unos cuĂĄntos, lo sabĂa. No podĂa quejarme, lo agradecĂa profundamente. Una deuda pagada, un capĂtulo terminado, pero no borrado. AlgĂșn dĂa, lo sabĂa bien, sin tener la certeza de cuĂĄndo, habrĂa de escribir una crĂłnica de esos acontecimientos que se estrechaban en el tiempo, mĂĄs de lo que cualquiera se pudiera imaginar.
Sobra decir que, en aquel momento de despedida, mi marido se sentĂa perdido ante mis emociones explosivas e incontroladas, y mi pequeña hija se encontraba acurrucada a mi lado y tan callada como un ratoncito de biblioteca. Supongo que el chofer del taxi, estaba mĂĄs sorprendido que molesto por mi llanto, y quizĂĄ, en algĂșn nivel de su alma, hasta conmovido. No se atreviĂł a articular palabra alguna en todo el trayecto. Condujo con suavidad, como solĂan hacerlo los experimentados conductores nipones de coches de alquiler, mientras acariciaba seductoramente el volante de su auto Nissan con sus blanquĂsimos e inmaculados guantes de algodĂłn. Mis sollozos inquebrantables, con toda seguridad, eran una cosa mĂĄs de las muchas que debieron haberle sucedido llevando o trayendo a extranjeros como nosotros, o gaiyines*, como ellos nos llaman y que significa, «persona de afuera». Persona ajena.
DifĂcilmente creo que alguien mĂĄs hubiera berreado como lo hice yo aquella mañana. Supongo que lloraba mi propia muerte para JapĂłn, mis recuerdos, mis esfuerzos heroicos que me ayudaron a sobrevivir en un mundo extraño y dificilĂsimo para fuereños, tambiĂ©n, por supuesto, el dejar atrĂĄs, y quizĂĄ para siempre, la existencia de incomprensibles ataduras en ese lugar de maravillas. Un karma saldado al que duele tambiĂ©n dejar.
Ăramos âno cabĂa la menor dudaâ criaturas incomprensibles nosotros los occidentales, para ellos, los orientales. Es difĂcil saber quĂ© siente un oriental en el fondo, de a de veras, porque con frecuencia no son del todo sinceros, y la mayorĂa de las veces estĂĄn educados para esconder y suprimir sus verdaderos sentimientos. Y a nosotros, occidentales, nos cuesta arduo trabajo leer sus rostros inmutables, sus reacciones inesperadas, su mentalidad cuadrada, que no por eso, a veces, prodigiosa.
Explicar, sin embargo, la desazĂłn que retorcĂa a mi alma era difĂcil hasta para mĂ misma. La estancia en ese paĂs lejanĂsimo a MĂ©xico habĂa hecho honor, en cierto modo, al tĂtulo del libro del poeta francĂ©s, Arturo Rimbaud, Temporada en el infierno. HabĂa sido hasta entonces la experiencia mĂĄs dura a la que me habĂa enfrentado en mi vida. Porque fĂĄcil no es oponerse a JapĂłn, ya que unĂrsele era casi imposible. PodĂa ser interesante, chistoso, extraño, pero nunca sencillo. Sin embargo, justo porque habĂa significado el reto mĂĄs difĂcil, tambiĂ©n se alzaba como lo mĂĄs preciado, lo mĂĄs adorado, lo que mĂĄs dolĂa abandonar. Lo que mĂĄs trabajo nos cuesta adquirir es, invariablemente, lo mĂĄs difĂcil de soltar.
Una carencia, una pĂ©rdida irreparable se cernĂa sobre mi corazĂłn esa mañana de diciembre. HabĂa llegado a Tokio en el mes de octubre del año anterior y recordaba claramente la visiĂłn de unos crisantemos dorados de tamaño extraordinario âflor de otoñoâ que habĂa admirado en una exposiciĂłn en el parque de Hibiya, y tomĂ© como un sĂmbolo de bienvenida a ese paĂs, considerado la regiĂłn imperial de los crisantemos. Pero para este dĂa en especial no habĂa crisantemos de ningĂșn tipo para despedirme, ni imperiales ni plebeyos, ni arreglos florales zen, ni existĂa aĂșn flor alguna sobre el planeta que hubiera brotado para alegrar o apaciguar la quebrazĂłn de mi espĂritu.
JapĂłn en general, pero la ciudad de Tokio en especial, habĂan significado para mĂ tantas cosas en tan poco tiempo que era difĂcil acabar de digerir la experiencia. AĂșn mĂĄs, mi estancia en ese lugar me habĂa hecho replantearme, a una profundidad vital, mi filosofĂa de la vida, mis ideas, mis conceptos, y mis percepciones mĂĄs bĂĄsicas, a tal grado, que me habĂa convertido en un ser antes y otro despuĂ©s de JapĂłn. Como si en mi vida se hubiera dibujado una lĂnea imaginaria en el horizonte, un eje cartesiano de nĂșmeros positivos y negativos, donde JapĂłn era el cero, el presente, el punto de partida y la disyuntiva. A la izquierda del cero, los nĂșmeros negativos representaban mi pasado, que habĂa transcurrido, con sus altas y sus bajas, de manera mĂĄs o menos ordinaria, y los nĂșmeros positivos, que encarnaban mi futuro, prometĂan, despuĂ©s de esa experiencia demoledora, ser mucho menos ordinarios que el pasado. Antes de JapĂłn y despuĂ©s de JapĂłn se establecĂan como marcas de una lĂnea divisoria en mi existencia, tal y como las conocidas expresiones antes de Cristo y despuĂ©s de Cristo, en la historia de la humanidad.
JapĂłn me habĂa cuestionado a mĂ misma y a mis creencias hasta la mĂ©dula. No sĂ© si todos los occidentales que visitan ese paĂs tienen la misma reacciĂłn, pero yo habĂa tenido que reconocerme, por primera vez, en mi profunda occidentalidad. Esta caracterĂstica habĂa vivido dentro de mĂ totalmente ignorada hasta que no la confrontĂ© con lo que significaba la orientalidad. La experiencia habĂa retorcido mis huesos como si hubieran sido de cera, habĂa exprimido mi cerebro como a un trapo viejo al que se le retuerce para sacarle la mugre y luego se le enjuaga con agua limpia y lejĂa para usarlo de nuevo.
La vivencia fue tan brutal que habĂa tenido que preguntar a mis ojos si no mentĂan, si la percepciĂłn de la realidad era mental, visual o tĂĄctil. HabĂa sacudido mi sentido de la estĂ©tica como al cuello de un ganso que estĂĄ punto de ser asesinado. Me habĂa sumergido en el sentido del zen en cada movimiento, me habĂa hecho consciente del espacio o de la falta de Ă©l, pero lo mĂĄs dramĂĄtico del proceso habĂa sido el convertirme en una analfabeta de un dĂa para otro. La experiencia me habĂa hecho sentir en carne propia la humildad. La humildad que sienten nuestros indĂgenas y nuestros mexicanos pobres ante la arrogancia de la cultura blanca o de la clase dominante. Ăsa que los clasemedieros mestizos pretendemos desconocer, desdeñar. Pero que nos aferramos a ella mĂĄs por sobrevivencia que por pertenencia genuina.
Eso y mĂĄs, estaba a punto de dejar para siempre en el momento en que me subiera al aviĂłn que me estaba destinado âmetĂĄlico e impersonalâ y que habrĂa de conducirme de nuevo hacia la occidentalidad. Me depositarĂa otra vez en la cĂłmoda familiaridad del alfabeto griego, de los idiomas con raĂces latinas y sajonas. Me devolverĂa a las civilizaciones de hombres y mujeres de narices y ojos grandes, caracterĂsticas fĂsicas que a los japoneses tanto les sorprenden. A las culturas que, sin saberlo quizĂĄ, veneran las peripecias de los helenos, esas tribus medio salvajes que, sin embargo, construyeron la llamada «civilizaciĂłn» basada en sus costumbres y creencias, en sus leyendas y sus mitos, en su estĂ©tica y en una lengua que habrĂa de convertirse en la raĂz de muchas otras. A un mundo que se mide y se extiende a la izquierda de las coordenadas geogrĂĄficas del archipiĂ©lago helĂ©nico. A un lugar donde sin duda, me iba a sentir a gusto, pero que definitivamente no me cuestionarĂa, ni me retarĂa de la manera en que lo habĂa hecho Tokio. El Tokio y el Kioto donde se desarrollaron los sucesos que habĂan transformado mi existencia y en donde se habĂa operado una transfiguraciĂłn en mi espĂritu.
El dĂa que dejĂ© Tokio para siempre, morĂ una parte de mi muerte.
* Gaiyin es «extranjero» en japonés coloquial, y quiere decir persona de afuera y proviene del japonés formal gai koku yin
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