Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El retrato de papá

Por Felipe Díaz

Julio 2022 

Imagen: Norma Ascencio

 

Ese retrato que tantos años miré con cariño, que iluminaba la cabecera de mi cama, ahora está confinado en el fondo de una caja de cartón ajado, junto con otros dolorosos recuerdos que están vetados. En la fotografía se ve el perfil y los brazos de mi padre, alzándome al aire. Yo, riendo con ganas, con la brisa de la playa paseando entre mi generoso y libre pelo crespo. Tenía seis o siete años.

 

Mi madre, mi resignada viejita, aislada en la soledad de su cocina, empezó a cosechar canas cuando mi padre se fue. Al inicio del abandono, papá hacía una que otra visita esporádica. Yo me alegraba. Me llevaba a jugar al parque y a comprarme ropa y juguetes, luego me leía alguna historia. Pero la felicidad duraba solo unos días. Cuando la sombra de la ausencia apagaba los obsequios y los libros de cuentos, yo le lloraba con un silencio enfermizo, ahogando los sonidos para que mamá no se diera cuenta. Ella, por su lado, estiraba los pesos hasta la siguiente visita, o compraba harina, nueces, azúcar, y demás ingredientes para hacer pasteles que vendíamos en el bazar.

 

Con los años avanzando, el aroma del horno comenzó a gustarme más que el de la loción de mi padre. Ya en la adolescencia, prefería poner mi distancia cuando hacía sus visitas conyugales. Me iba a la escuela de idiomas o a resolver una tarea urgente. Cualquier pretexto era bueno para no estar. Hasta que, un día, dejó de ir y el poco dinero se detuvo. Entre mi madre y yo resolvimos la vida. Nos hicimos asintomáticos a su ausencia.

 

El rechazo paterno que padecí infectó las demás relaciones. Especialmente con las chicas. Las muchachas me aceptaban bien al inicio, superficialmente, pero cuando intentaba algo más profundo, cuando me enamoraba, me confinaban en una fría relación de amistad.

 

Rosa María, la primera desilusión, únicamente quería que le ayudara con las traducciones de las clases de italiano. Una vez terminado el curso, habiéndome tenido constantemente al pendiente de lo que necesitara, se puso la careta de la indiferencia y murió la posibilidad de algo más. De Sonia fue de quien más me enamoré. Cuánto la quise, y durante cuánto tiempo. Su madre me alentaba mucho: “no desistas, sigue buscándola, ella se dará cuenta pronto de cuánto vales”, pero siempre prefirió a los tipos descarriados, irresponsables, perdidos entre fiestas y faldas. Después vinieron otras decepciones cuando mi persistencia ya estaba disminuida. Me evadía para no sufrir, como lo hice también para evitar a mi padre, años atrás.

 

Pamela fue la más honesta. Su verdadero nombre nunca lo supe. Claro que llamarse Pamela nos ayudaba a nosotros, sus clientes, a despertar la ilusión, la aspiración de poseer un cuerpo excitante, voluptuoso. Dos mil pesos era la cuota que pagaba para tener la fugaz ilusión que ella me causaba al ser nombrado “amor” o “cariño”. Qué satisfacción sentía, acurrucados en la cama rentada, al quitarle el frío de esquina a su mestiza piel de durazno.

 

Cuando llegó la pandemia, con el obligado confinamiento, también se esfumó la posibilidad de estar con Pamela. Por lo demás, ya estaba acostumbrado a la distancia social. Al inicio, pensé que perdería a mis clientes, pero resultó lo contrario: el furor de las videollamadas me redituó en traducciones simultáneas a distancia, en varios idiomas. Además, la gente buscaba aprovechar su tiempo en casa y me pedían clases de inglés y francés. Así fue como conocí a Elena.

 

Contrario a muchos otros alumnos, Elena ponía toda su atención a mis clases. Después de algunas sesiones, me pidió que me quedara conectado un rato más, tenía algunas dudas acerca de una traducción. Y el pretexto se repitió en varias ocasiones. Después nos quedábamos platicando sólo de ella y yo, riendo o tomando una cerveza a distancia.

 

El día que nos conocimos, en persona, ya habíamos roto muchas barreras. Supimos que algo profundo se había estado incubando con las miradas que iban subiendo la temperatura y las contagiosas risas. En la segunda cita, sin ponernos de acuerdo, nos quitamos los cubrebocas y acortamos la distancia. No hubo pandemia que pudiera detener la cercanía que crecía entre nosotros. Nunca me había sentido tan complementado.

 

Los días de rechazos habían quedado atrás y lo celebraba con toda la entrega que podía ofrecerle. Elena. Su nombre quedó estampado en mi pensamiento. ¡Elena!

 

Algunos meses después, su padre enfermó. El contagio del virus lo atrapó, causando violentos estragos. Tanto él como su doctor coincidieron en que enclaustrarse en un hospital, atestado de otras personas infectadas y con pocos doctores y enfermeras, era acercarse más al final. Con los cuidados que podían proporcionarle su esposa, una enfermera particular y Elena, trataría de sobrevivir.

 

Fuimos una pareja que nunca tuvo miedo a contagiarse, pero cuando me pidió alejarnos durante la cuarentena, el no poder verla me ponía realmente enfermo. Decidí visitarla, pese a su negativa.

 

La casa era amplia, en una colonia privilegiada. A entrar, con la supervisión de la enfermera, me coloqué guantes y una careta de acrílico. Elena me recibió en la sala, junto a su desolada mamá. ¡Tantas ganas que tenía de verla y qué estúpido me sentí, ahí parado, protegido como astronauta y sin poder abrazarla! Después de una apagada y superficial plática, me dio algunos consejos adicionales de protección, y me encaminó a la recámara del señor.

 

Una aminorada luz hacía que las siluetas de los muebles fueran confusas. El viejo estaba conectado al tanque de oxígeno. Su respirar sofocaba cualquier otro sonido de la casa y la calle. Su amarilla piel estaba fusionada a su esqueleto y tenía dos profundos y oscuros pozos en vez de ojos. Elena se sentó junto a él y lo tomó de la mano. El látex y la falta de vitalidad del hombre no le permitían demostrar su amor.

 

No pude sostener la mirada a esa raquítica masa que luchaba por succionar un poco de vida a su cuerpo, así que mis ojos se pasearon por la recámara. Se detuvieron en una fotografía. En ella se veía el perfil y los brazos de un señor, alzando a la sonriente Elena, de niña, y la brisa de la playa paseando entre su pelo crespo.

 

Quedé estúpidamente pasmado. Apartado del mundo. Mis ojos se congelaron y mi mandíbula se hizo piedra. Me quité la careta para apreciar mejor la foto. No podía ser. Evidentemente el de la foto era su padre… quien también era el mío.

 

 

 

 

 

Felipe Díaz Núñez es originario de la Ciudad de México, donde nació el 28 de enero del año 1966. Realizó estudios en la Universidad Autónoma Metropolitana, obteniendo en el año 1991 el título como Licenciado en Diseño de la Comunicación Gráfica. Realizó estudios de posgrado en la Universidad Anáhuac, concluyendo la maestría en Mercadotecnia y Publicidad en el año 2004.Ha participado activa y constantemente, desde el año 2013, en diversos talleres de redacción y creación literaria, bajo la guía de la Doctora en Letras Latinoamericanas, Rocío García Rey. Felipe ha encontrado en el cuento la forma más atractiva para expresar su narrativa.