Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El resurgir de la llama

Fragmento del libro

El resurgir de la llama

Autor: Víctor Manuel Gete 

Abril 2023

 

Miles de criaturas llegaban de todas partes pidiendo refugio. Diablos y grupos dispersos de xeniscar conducidos por algún mago desposeído de su tierra. Eran refugiados a los que los Guerreros del Mal no deseaban tener en sus fronteras.

Aquel que había sufrido en sus carnes la derrota golpeaba ahora las puertas del muro exterior de la imponente fortaleza de piedra negruzca, como tiznada por un fuego inmemorial. Humillado y solo, pero con la determinación de cimentar un Nuevo Orden, se preguntaba cuál sería su recibimiento como Emperador Oscuro.

Ante él se alzaban las almenas de la oscura torre principal, donde un grupo de Iminos, la Guardia de Élite, esperaba a sus señores en impasible posición de firmes. En cada recodo, una docena de Guerreros del Mal entrenaban sus habilidades con la espada. Ningún enemigo había pisado jamás aquel lugar, ni el mismo Loro, a pesar de haber estado a punto de reducir a escombros la fortaleza.

Maldijo su suerte. Nunca debió haber menospreciado a su odiado hermano, ni desdeñado el poder de un Reino que no podía imaginar sometido a la ya disuelta Orden Oscura, ni a unos magos que nunca creyó que saldrían de su ciudad perdida en los montes. Se había equivocado.

—Nero… —musitó el Senescal, saliendo a recibirlo.

Era un hombre alto, de buena planta, aspecto marcial y mentón pronunciado. Vestía completamente de negro e iba tocado con una corona tallada en piedra negra y brillante, con el cerco de oro. Lucía imponente bajo su larga capa que casi rozaba el suelo y con la enorme espada que colgaba de su cinto, amenazadora. Nadie blandía la espada como él en todo el Imperio, ni tan siquiera el propio Nero, según creían muchos. El que deseaba ser visto como el nuevo Señor Escorpión no ostentaba el emblema de ningún animal. Nadie antes había rechazado el emblema otorgado por Escorpio. Osado, decían muchos; insensato, otros.

—Me vengaré —clamó Nero apretando los puños con rabia—. Aplastaré a todo el que se interponga en mis planes y reduciré a escombros hasta la última piedra de sus inmundos puebluchos.

El Senescal lo miró circunspecto.

—Has fracasado; ya no estás en disposición de liderar a nadie —le recriminó, intentando mantener el aplomo ante la mirada de Nero.

—Vamos a sacar de estos territorios hasta el último Guerrero del Mal —dijo Nero con firmeza.

—¿Para qué? —preguntó el Senescal con desconfianza.

—Para reducir a escombros el castillo de Loro. ¿Sabes que mi hermano está ahora mismo entre sus muros parlamentando con nuestros odiado Tigre, Lobo, Gato y todos esos miserables que otrora nos mantuvieron a raya? —notó que el Senescal palidecía, aferrándose inconscientemente a su espada—. Por su parte, Oso no ha perdido el tiempo. Ha reagrupado durante un siglo, bajo el estandarte de Loro, un notable contingente de hombres huidos de la fortaleza. No, Jinete no los mantuvo inactivos. Estaban esperando, al acecho, como una araña en su red.

El Senescal se sentó en un banco de piedra desde el que se divisaban todos los cuarteles de los Guerreros del Mal. Frente a él, una estatua gigantesca de Escorpio, con su forma semihumana, se erguía poderosa en el centro del patio, flanqueada por estatuas de Guerreros del Mal que con sus espadas en alto custodiaban pesado portón de acero revestido de madera.

—Si eso es cierto…, no nos libraremos de la guerra —musitó el Senescal—. Hay que aplastarlos antes de que se hagan más fuertes. Hay que…

—Hemos sido unos necios, todo este tiempo pensando que la amenaza estaba controlada —lo atajó Nero, vehemente, con los ojos muy abiertos—.  ¿Cuento contigo para acabar con ellos? Ya he enviado emisarios desde Subhotre a los Desiertos y a Belcejier. Miles de supervivientes que abarrotan ya tus fronteras; deberías empezar por la construcción de campos de refugiados para ellos.

El Senescal apoyó su puño en su pecho y se recompuso. Pidió más detalles de la derrota en Subhotre, intentando entender cómo un reino atestado de criaturas inferiores había logrado imponerse a sus más fieros aliados.

Según cuenta la leyenda, en los tiempos antiguos un hombre de corazón noble, un campesino más de entre el pueblo, llegó a los confines del mundo, huyendo de unos hombres crueles, y allí quedó solo e indefenso, a merced de las alimañas. Su vagar sin rumbo lo llevó hasta un altar consagrado al dios Sequesol en el interior de una oscura gruta en un paraje recóndito. Tras semanas sin ver la luz del sol, partió en pos de una misión con las bendiciones del Dios Supremo de la Justicia.

Sus pasos lo condujeron a un claro de un bosque en el que un grupo de hombres se habían congregado en torno a una hoguera. Todos sin rumbo, pero todos con algo en común: huían del Imperio.

Al calor de la lumbre, y bajo el protector manto de las estrellas y de los dioses, aquel grupo de valientes hizo un pacto de honor y lealtad; el pacto fundacional de la Orden de los Guerreros del Bien. Establecieron su campamento allí mismo y entrenaron duro y sin descanso. Cada uno de ellos adoptó como nombre de guerra el de un animal; los nombres que los llevarían a convertirse en leyenda: Lince, Oso, Tigre, Gato, Lobo, Dragón y, al frente y destacando entre todos ellos, Loro, el emblema de Sequesol.

Su reputación se extendió de boca en boca, a espaldas del enemigo común, y pronto se les unió una cohorte de gentes llegadas de los cuatro puntos cardinales, gentes que lo habían perdido todo, forzadas a huir de sus aldeas arrasadas por el despiadado poder imperial. El pequeño grupo de hombres audaces se convirtió en un ejército dispuesto a plantar cara a la nación más poderosa de Gerusper.

Pero una rebelión contra el Imperio no podía sostenerse desde un campamento en el bosque; los capitanes de los Guerreros del Bien congregaron a una tropa de artesanos de todos los oficios: constructores, canteros, carpinteros, herreros, albañiles, sanadores…, incluso los magos de la Orden de Subhotre se unieron a la sublime tarea de construir una gran fortaleza en Isla Central, un baluarte estratégico llamado a ser el centro neurálgico de la resistencia contra el Imperio.

Entretanto, el ejército de Sequesol continuaba su lucha en las sombras contra los guerreros imperiales y contra sus viles siervos, amparándose en la indiferencia del Imperio, que los tenía por un pequeño e irrelevante foco rebelde.

El desprecio del Imperio les permitió hacerse cada vez más fuertes hasta planificar la primera gran ofensiva; tras un férreo y bien planificado asedio, tomaron la ciudad de Segundo, poniendo a las tropas enemigas en franca retirada. Fue la primera de las muchas victorias que la sucedieron, y el inicio de una escalada militar ante la que el Imperio ya no pudo permanecer impasible.

La guerra se prolongó durante siglos; el Señor Loro, por el Bien y por Sequesol, contra el Señor Escorpión, cabeza del Imperio y siervo del dios del Inframundo.

Batalla tras batalla, ninguno de los bandos parecía avanzar hacia la victoria final, hasta que todo pareció cambiar con la llegada de Escarpia, la más antigua de un antiguo linaje de brujas, que selló un pacto con el Emperador.

El siniestro poder de Escarpia dio un nuevo aliento a las fuerzas del Imperio y sembró la inquietud y las dudas entre las filas de Sequesol. Solo Lala, la hechicera, aliada del Señor Loro, era capaz de contener las malas artes de la bruja y el avance del Mal.

La guerra alcanzó su culmen con un duelo entre Loro, empuñando la Espada de Fuego, y el Emperador, que blandía la Espada de la Oscuridad. La luz contra las tinieblas. Contra todo pronóstico, Loro salió vencedor de la justa y el Imperio quedó descabezado, pero, traicionado por sus propias filas, el Rey muere bajo el filo de los guerreros de Escorpio.