El poema: la batalla que hay que perder
Por Herles Velasco
16 Octubre 2020
Cursi o complicado, pareciera que el poema reside en estos extremos. Sí, saltan a la vista obras y autores que pecan de directos y superficiales y, por otro lado, aquellos que optan por lo críptico e inaccesible. La libertad en la poesía -pero también en la literatura y el arte en general- provoca que se manifiesten estos extremos, pero el espectro de emociones e ideas va más allá, hay un universo en medio de estas fronteras, que vale la pena explorar para quitarnos prejuicios (y que habrá que explorar en otra colaboración). Pero, un poema no es mejor o peor por residir en ambos límites; es más, la simpleza es una cualidad -irónicamente- complicada de adquirir, una simpleza literaria, expresiva que, no por simple, pierde originalidad y que en estos tiempos de sobreinformación y ensimismamiento apelan a voltear a ver a la cotidianidad y a elementos más básicos que se nos escapan en medio de tanto. Por otro lado, los poemas más oscuros invitan a explorar, tan dentro de nosotros, que logramos ver y sentir cosas que no serían sino a través de exprimir las capacidades del lenguaje; el lector no es tonto, pero tampoco el autor que sabe (o debería saber) que en la multiplicidad de significaciones e interpretaciones residen ciertas cualidades.
Por supuesto, estas libertades de las que hablamos no son la excusa para etiquetar de poético ya no lo simple, sino lo simplón; textos -como los del ganador del más reciente premio Espasa es Poesía- tienen pretensiones que no alcanzan a cumplirse, carecen de una voz particular y apelan a una simpleza descafeinada, a repetir -textualmente- lo ya dicho y a construir frases genéricas de las que están plagados los libros de autoayuda. A mí me genera la duda de si su éxito está quizá basado en que tal vez ya ni siquiera tenemos la capacidad de expresar emociones a estos niveles primitivos, que el ruido del siglo XXI es tal que ya ni lo simplón nos aletea en la imaginación, puede ser.
Por otro lado, uno podría hacer el ejercicio de acomodar palabras de manera aleatoria, incomprensible, de tal suerte que, dada nuestra naturaleza que busca en estos elementos una coherencia, metamos al pie, con un enorme calzador, el zapato informe que quiere ser llamado “poema”; porque si es complicado, seguro que es literario, dicen. Ejemplos como este han salido a la luz en los experimentos con inteligencias artificiales que hacen de poetas a robots y en los que las complejidades se confunden con lo poético.
El poema se convierte, en ambos casos, en una multiherramienta ficticia que guardamos en el bolsillo para darle forma a algo que, temerariamente, llamamos poema. Una silla puede ser una tabla a la que se clavan cuatro palos o el garigoleado trabajo de un ebanista, con todas sus implicaciones; lo mismo pasa con el poema que, en los ejemplos que hemos tocado, lleva a la conclusión de que en uno de los extremos la silla se rompe a la menor provocación o que ya ni siquiera nos ofrezca un espacio para poder sentarnos de tanto que hay ahí, arremolinado.
En esta aparente libertad, entendida por estos autores, perdemos todos. En principio -aterricemos una idea- el poema debe emocionar, provocar, mover algo dentro de nosotros; pero no sólo eso, el poema lo hace a un nivel que va más allá de la delgada superficie de lo emotivo, de la idea primigenia; porque un texto periodístico, una lista de supermercado o un pensamiento romántico pueden generarme una emoción y no por eso pretenden ser poesía, porque si todo lo que provoca una emoción es poesía entonces nada es, sobra nombrarlo.
El poema tiene que trascender por encima de todas estas emociones provocadas por lo vulgar (lo vulgar puede emocionar, por supuesto), porque estas emociones bien pueden entrar por un oído, dar un flashazo dentro y salir inmediatamente; en el poema esa luz no se apaga -gracias a una construcción particular del lenguaje, entre otras cosas-, es una luz distinta que se aloja, que está viva y que siempre que regresemos a ese lugar en el que se escondió nos volverá a iluminar, a sorprender. No es azaroso, es en principio un constructo intencional, una silla -más o menos elaborada- para que nos soporte, para ser un simple alivio o, regresando al ebanista, para que además nos regodeemos en sus formas.
Por eso el poema es, sobre todo, una rebelión, primero contra el lenguaje utilitario y después porque nos provoca una lucha interna para ganarla -ella- y hacernos ver no lo que podemos, sino lo que tenemos qué: las luces y también las sombras que no oscurecen nuestro discurso diario ni nuestro muro de Facebook. Es una pelea que tenemos que perder, porque si no la perdemos, si no te altera los sentidos o te hace balbucear incoherencias -cual café descafeinado o cerveza sin alcohol-, entonces, amigos, eso ya no es poesía.
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