Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El placer está en todos lados

Por Jonatan Frías

Agosto 2021

 

 

 

Me siento en la barra de la cantina el Retiro y de inmediato pido una cerveza. Estoy en Zacatecas para presentar un libro, pero me doy el tiempo de recorrer sus callejones con un amigo. Visitamos el Museo Francisco Goitia y el Manuel Felguérez, que durante los años que viví en esta ciudad fue mi verdadero hogar. Caminar esas calles torcidas y empinadas es un placer, pero también un reto. Llevamos un par de horas caminando sin descanso. El clima, afortunadamente, es muy grato y hace más ligero el recorrido. A la salida del museo de Arte Abstracto nos detenemos en una librería y me encuentro con un libro maravilloso de Witold Gombrowicz: Crimen premeditado y otros cuentos.

            Descubrí a Gombrowicz hace al menos 12 años, en una antología maravillosa de cuento polaco, bellamente cuidada por Sergio Pitol. No sólo lo descubrí a él, también a Tadeusz Borowski, Jerzy Andrzejewski, Leszek Kolakowski. Ese libro era para mí la puerta abierta a todo un universo literario. Para mí Polonia comenzó a ser real a partir de que leí a sus escritores, no cuando aprendí que existía en una clase de geografía. A través de sus escritores pude entrar en contacto con ellos, con su cultura, con su forma única de ver el mundo, con su profunda humanidad. A través de sus libros pude conocer otra forma de pensar. Eso es lo que hace únicos a esos objetos, extensión pura de nuestra imaginación. Uno puede entrar en contacto de una manera tan íntima y tan vulnerable como no lo haría en una conversación con el amigo más cercano.

            Llegamos al Retiro y pido una cerveza, la más fría. Faltan algunas horas para ir al evento y pienso pasar cada una de ellas sentado en esa barra, eso lo tengo clarísimo. Mi amigo y yo hablamos de cualquier cosa, menos de la presentación. Ya habrá tiempo para eso. En su lugar pensamos en Felguérez, en Coronel, en Goitia. Pensamos en la arquitectura de la ciudad y en como la iglesia de la Fátima se antoja imposible. Decimos tonterías y nos reímos de ellas, nos reímos de nosotros mismos.

            En un momento que bien podemos situar entre la cuarta y la quinta cerveza, Betzabeth, la chica que atienda la barra, se acerca y me pregunta si puede ver el libro que descansa sobre la mesa junto con mi libreta de siempre y mis plumas. Sí, claro, le digo y se lo alcanzo. También quiere echar un ojo al libro de tapas rojas que lleva mi amigo. Volvemos pronto a la conversación, yo con mi cerveza y él que ya va por su cuarto vaso de Gibson con hielo.

            Betzabeth, que ni por un momento deja de atendernos a nosotros ni al otro par de parroquianos que beben en el extremo de la barra (nosotros aguardamos en el centro), lee atentamente a Gombrowicz. En sus ojos intuyo el mismo placer y el mismo asombro por la revelación que tuve yo cuando lo leí. Puedo escuchar las páginas pasar, puedo ver el borde de la servilleta que usa como un separador improvisado, mientras se levanta a servirme otra cerveza. En un par de horas bastante interrumpidas ha avanzado bastante.

            Sonrío cuando descubro que su pequeña libreta de comandas se ha convertido de pronto en el lugar donde comienza a hacer algunas anotaciones. ¿Qué será lo que escribe? ¿Estará anotando una reflexión? ¿Estará anotando alguna frase que dice algo sólo para ella? Francamente en ese momento me interesan más sus anotaciones que la conversación que tengo con mi amigo. La palabra escrita siempre me ha resultado profundamente seductora. De ahí mi gusto por leer los diarios o la correspondencia de los escritores que me han marcado de manera clara: Paz, Cortázar, Pitol, Elizondo, Piglia.

            Ella en un gesto de valor rompe el pudor y se acerca a preguntarnos a nosotros algunas  cosas. Confiesa que le gusta leer, pero que ha leído apenas un poco y no sabe mucho. Qué importa, le digo, lo importante es que lo disfrutes. Nos hace algunas preguntas, entre ellas qué nos lleva ese día a su tierra, nuestra extranjería le resulta evidente. Le contamos que vamos a la presentación de un libro y lamenta no poder ir. A esa hora ella sigue trabajando. Antes de entregarnos la cuenta, ya a esa hora vamos demasiado tarde, me pide un momento más para que le permita anotar el nombre del libro. Me dice con breves y precisas palabras por qué le gustó tanto y que ha decidido ir a comprar una copia para ella.

            El placer está en todos lados y para nada es un goce de consumo capitalista. A menos que quienes defienden eso, asuman que una chica que trabaja soportando borrachos, ha encontrado en un escritor polaco el centro del neoliberalismo o que una persona que usa el transporte público y lee a Calvino sólo lo hace por un impulso capitalista. Esta chica, para mí, representa todo lo que Marx Arriaga desdeña. Al siguiente día regreso a Aguascalientes contento: Gombrowicz puede contar con una nueva lectora.

            Leer por placer es la única forma legítima de leer. Incluso para los militantes más ortodoxos, leer a Marx, a Karl, debe representar un profundo placer. Leer no sólo es un acto de liberación, es la promesa cumplida de la libertad. A través de la lectura es que construimos un puente que nos permite reconocer nuestras coincidencias y nuestras diferencias con el otro. Reconocernos en el otro. El otro también tiene voz humana.

            Más allá de la estupidez supina de Arriaga, los funcionarios van y vienen, lo que me preocupa es que haya gente capaz de defender lo indefendible. Si una idea ha sobrevivido a lo largo del tiempo, es que sólo la lectura podrá sacarnos de las sombras que habitamos. Ahora, al parecer, esto también se pone a prueba.

            Quienes defendemos la lectura como la única vía para tolerar nuestra realidad inmediata y como único medio válido para defendernos de quienes nos quieren engañar con su retórica simplista, sabemos que hoy, más que nunca, leer y gozar es un acto de rebeldía. No son pocos los escritores que han sido perseguidos por decir lo que piensan. A Brodsky lo mandaron a un campo en Siberia, a Gide lo persiguieron hasta cansarse, a Padilla lo obligaron a humillarse a sí mismo en público, a Paz lo espiaron, Machado murió en el exilio, igual que Benjamin y a Lorca, a Lorca lo asesinaron.

            La intolerancia no es propiedad privada de la derecha o la izquierda, es una terrible condición humana, que sólo con el reconocimiento de la otredad podrá vencerse. Cómo si no hemos de aprender que los límites de nuestros derechos están determinados por los derechos del otro, sino es leyendo.

            La intolerancia no comienza nunca con los campos de concentración, con las lapidaciones o con las manos cortadas. Siempre comienza con la censura. Con negarle el derecho al otro de opinar. Con asumir que uno es el depositario de las verdades universales y que por lo tanto sólo uno puede encaminar a los demás a un mejor destino, sin importarle si los demás quieren o no ir, si los demás quieren para ellos lo mismo o no.

            El despido del escritor Jorge F. Hernández es el primer paso en ese camino. Que un representante cultural de México en el extranjero, que además es un tremendo escritor, decida defender la lectura no sólo es un deber ético y profesional, sino moral. Que un funcionario público puede disentir de otro, es un derecho democrático.

            Su despido es un atentado que va más allá de lo que él pueda opinar, con lo que anticipo, yo estoy de acuerdo. Su despido es un atentado contra su derecho a decir, pensar y escribir lo que él desee, siempre y cuando lo que diga, piense y escriba no atente contra las libertades de otros. Mientras no pretenda coartar los derechos de otros. Mientras no quiera adoctrinar ni oprimir las opiniones de otros. Cosas que sí hace Arriaga con sus penosos cantinfleos.

Esto es un asunto que incluso debería de preocupar a las y los escritores que hoy encuentran coincidencias y representación con el gobierno actual. Si ellos asumen el despido como algo justificado, estarán siendo cómplices y secuaces. A ellos debería de preocuparles que alguien, quien sea, tenga el poder de impedirles escribir o, peor aún, que alguien puede, eventualmente, decirles qué escribir y qué no. Ellos, por deber moral, deberían ser los primeros en levantar la voz. Nuevamente: coincidan o no.

            Que despidan a Jorge F. Hernández entre calumnias no me sorprende. Este gobierno se ha caracterizado por desacreditar a todos los que piensan distinto a él, sin importar si tienen razón o no, porque queda claro que para ellos la razón les pertenece, para ellos la razón es un asunto de Estado y López Obrador, como antes ya otros lo han hecho, asume que el Estado es él.

            Si la versión que corre de que la señora Gutiérrez Müller es quien está detrás de esto para defender a su amigo, es patético, sino, el mero despido ya es infame.

            Yo leo por placer, leo porque quiero y mi apoyo entero está con Jorge F. Hernández. Por su derecho a opinar. Por su derecho a escribir lo que quiera. Por su derecho a pensar libremente.

 

 

Jonatan Frías, (1980) es escritor y editor. Ha publicado cuentos y ensayos en diferentes revistas como Parteaguas y Tierra Baldía en Aguascalientes, así como la Revista Narrativas en Zaragoza, España. En el 2015 fue incluido en la antología de cuento Itinerario nómada: cuentos de viaje, editada por Molino de Letras y la Universidad de Chapingo y en 2019 en la antología 3er encuentro de Narradores, editada por el IMAC. Participó como editor de la revista Revolver Sophia y condujo el programa de radio del mismo nombre, ambos proyectos para la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Fue beneficiario del Fondo Estatal para la Creación Artística (FECA) en 2013, con el proyecto de ensayo Resonancias hispanoamericanas. Además de los cuentos y ensayos, también participó con la columna ((paréntessis)) en la revista Parteaguas, actualmente retomada para la revista Anestesia. Durante tres años trabajó como asistente editorial en el Instituto Municipal Aguascalentense para la Cultura (IMAC). Actualmente es director editorial de la colección Exmáquina de la Editorial Texere. Sus más recientes libros son Presuntos ensayos para un jueves negro (UAA, 2019) y La eternidad del instante (UAA, 2020).

 

 

 

 

 

 

 

 

Por Jonatan Frías

Julio 2021

Imagen: Roberto Jímenez 

 

 

Últimamente me he dado cuenta de que la gente cada vez me da más pereza. Antes solía prestar mucha atención a sus conversaciones, a sus hábitos, a sus gestos. Ya no lo hago. Lástima. Para mí era un franco deleite subirme al camión y escuchar todo lo que decían. Aprender sus rituales, sus manías, sus mañas. Más de un cuento mío está construido así, con diálogos robados de la realidad. No se diga las cafeterías que para mí eran un paraíso. Era cosa de sentarse en una mesa escondida y esperar pacientemente a que algo sucediera. Uno puede sacar un montón de cosas de estos lugares. Cada parroquiano llega con una historia bajo el brazo y está dispuesto a soltarla a la menor provocación.         

—Disculpe ¿le puedo tomar su orden?

—Sí, claro, pero antes de que me tome la orden, dígame una cosa. Es que fíjese que desde el otro día he traído una comezón, digamos curiosa, en mis testículos. No son así que usted diga: ¡nombre, mira qué buenos testículos!, pero son míos y los he tenido toda la vida. Así que entenderá el cariño que les tengo. Total, no me desvío más, que tengo esta comezón y yo soy una persona decente, no vaya usted a pensar otra cosa, y desde el otro día quiero preguntarle a Arturo que por qué será. Porque usted sabrá entender el dilema que me causa. Más de dos veces me han visto raro unas señoras por estar rascándome la entrepierna mientras las veo a lo lejos. Quiero preguntarle a Arturo porque lo he visto rascarse disimuladamente cuando cree que nadie lo ve y supongo que él sabrá decirme a qué se debe. A todo esto, Arturo es un jovencito moreno y fornido que gusta de jugar futbol sin camista cerca del templo.  Usted qué opina ¿le pregunto o no?

—¿Su café lo quiere con leche o sin leche, padre Rivera?

Los meseros de los cafés pueden ser perfectamente las personas mejor informadas del mundo. Si alguien pierde su historial médico o no recuerda el nombre de una calle o la receta para la pomada contra las reumas de mi tía Altagracia, pregúntele al mesero del café al que asisto todos los martes, seguro él sí lo sabe. Pero aceptémoslo, la pandemia y la 4T lo arruinaron todo. Ahora todo mundo habla de lo mismo y lo peor, se comportan igual: o adoran a Lopítoz o lo odian; o creen a regañadientes en el coronavirus o de plano niegan su existencia. Ya ni siquiera acuden a esas conversaciones rituales de las que hablaba Jorge Ibargüengoitia. No, han reducido su abanico de posibilidades a esas dos cosas: Lopitoz o El coronavius me robó el líquido de mi rodilla. Ya ni siquiera aspiran a resolver el mundo antes de la tercera taza de café, como hace la gente decente. Bueno, ya ni los adultos mayores que iban básicamente a leer el periódico o jugar al dominó, se salvan. Hasta ellos participan de estas dos taras. Entre ellos domina la idea de Lopitoz ayuda mucho pero que francamente sí está medio loco.

Yo vivo solo y perfectamente en paz en mi casa y puedo pasar, ocho, diez, doce meses sin ver ni hablar con nadie. Detesto los celulares, aunque sí disfruto de las redes sociales, tengo que confesar, aunque estas no sirven para lo mismo. Hay cierta premeditación en cada post. Todo me suena artificial y aburrido. Por eso ya no me esfuerzo por encontrar a alguien interesante para escuchar. Prefiero mis audífonos, un libro (flaco de preferencia, he perdido el interés por las novelas gordas), mi libreta roja, un par de plumas con suficientes cartuchos de tinta de repuesto, un termo grande de café y eso es todo. Mis únicas distracciones eran esas: Salir al café o a dar vueltas en el transporte público. Ahora hasta eso resulta tedioso.

¿En qué momento se volvieron más interesantes las empleadas de “Atracciones Miguel” que los “artistas” que se amontonan en el Café (inserte aquí el café de su preferencia)? Creo que la última conversación interesante que tuve con un desconocido fue con la cajera de un Starbucks que me quedó de paso. Ellos al menos saben que son más sosos que una caja de cartón y sin embargo cualquier amante de los gatos sabe que las cajas de cartón son realmente entretenidas. Esas personas no andan por la vida con su cara de poeta maldito menospreciado por Anagrama pero sobrevalorado por una editorial de Pueblo Quieto, under pero mainstream, de todos pero de nadie y no me toquen, ando chido.

Quién iba a pensar que terminaría por extrañar a esas señoras gallinaceas que se juntaban a tomar café en el Vips o en el Woolworth y que lo mismo hablaban de sus amantes, que de las amantes del marido, del amante de la amiga de enfrente, del amante de la vecina o del amante de la mesera, del amante de su amante o de sus evacuaciones intestinales. Los martes obraba mejor la señora padilla, me contó Susana, la mesera que las atendía. “Yo creo que es porque cambió de cereal. Ahora come uno con fibra, aunque perfectamente puede ser que sea el cambio de amante, ahora se ve con don Pepe, el viudo de la peluquería”, afirmaba mientras me rellenaba la cuarta taza de café. “Ese cereal de pura fibra hace maravillas. De don Pepe nada puedo decir”. Ellas, las meseras, le hacen la tarde completa a uno. Gracias a ella, a Susana la mesera, es que uno tiene material para contarles a ustedes aquí.

Ahora prefiero hablar mil veces antes con el pato de mi vecina (al que llamaremos en adelante Jacinto) que con mi vecina, que no deja de querer venderme productos de Herbalife. Por la renuencia de Jacinto a hablar de su pasado, deduzco que llegó a casa de la vecina en forma de trueque por tres kilos de malteada de vainilla y unos suplementos mamalones. Esa renuencia me hace desconfiar de él. Uno no puede confiar en Jacinto sólo porque está ahí y está dispuesto a contarme las cosas de las que se entera. La última vez que salió, uno de los hijos de otra vecina le pegó con una pelota. Eso hace que sospeche. Lo que dice puede ser perfectamente movido por un deseo de venganza. Entre tanto, espero que a Jacinto no le de por hablar de la clase media o por burlarse de la última nota del periódico Reforma, porque entonces sí que todo se habrá jodido.