El paciente inglés
Por Ethel Krauze
16 Mayo 2020
10 de mayo 2020 – COVID-19
Hay un abismo, una cascada. Manos frías. Sonoridad de gruta que se abre hacia adentro.
Estoy en los laberintos de una tierra que conozco, la tierra donde yace mi madre. La tierra siempre húmeda, sus gotas ciegas.
La música de El paciente inglés, que no me había atrevido a oír desde el inevitable día en que le puse fin a tu duelo, en el libro que escribí para depositarlo en tu lápida, un año después.
Un 10 de mayo te regalé el disco, y lo tenías puesto en el aparato de sonido el día en que fui a abrazar tu cuerpo, tibio todavía.
Saqué el disco y me lo traje a casa para que me acompañara, entre sollozos, mientras llenaba mis cuadernos.
Hace ya dieciocho años. No puedo creer que decidí ponerlo hoy, víspera del 10 de mayo de 2020, en el pico de la pandemia por COVID-19, como si le pusiera huracán a la tormenta.
Si pudiera poner en palabras lo que llevo dentro ahora, sería mejor, no estaría peleando con Fabián todo el día por esto y por aquello, ni sacando de quicio a Tamara cada vez que abro la boca. No estaría limpiando la cocina con fibra, ni cambiando de lugar los libros en mi estudio, sacudiendo cada mota de polvo que se me aparece ante la vista, no cargaría un costal de reclamos al planeta por tenernos en esta situación de miedo jodido e impotencia.
No estaría a punto del sollozo ante el menú que viene preparando Tamara para festejarme el día y Fabián con su concierto de guitarra, metidos los tres en este encierro de pecera, bendiciendo que nos tenemos, que estamos juntos y sanos todavía.
No estaría atragantándome de una rabia que me viene del esternón, sintiendo que no me entienden, que nadie me pregunta más que para saber qué humor traigo y saber a qué atenerse. No me dicen cómo estás, ni se toman el tiempo ni el interés de escuchar, salvo para impacientarse y conminarme a que sea más racional y que no me convierta en una carga extra.
Tienen razón.
Lo que yo quiero está en la música de El paciente inglés. En esa noche del desierto, abandonada noche lejanísima, música que tú escuchaste, madre, durante muchos meses, porque yo te la había regalado. Me habías dicho que te trajera libros y música, tus únicos placeres, lo que te acompañaba y te daba sentido en tus últimos tiempos.
Vi la película en el cine y supe que la banda sonora sería perfecta para ti.
En este momento, es también perfecta para mí.
Una imposible noche lejana abre una grieta de humedad, el agua tintinea en las manos que sostienen la pluma, tu página, mi respiración, tus ojos atentos, mis garabatos de tinta, un foxtrot en medio de la soledad, dedos en el piano que he retomado en estos meses de encierro y que tú me pusiste en el teclado por primera vez a los seis años de edad.
Fabián y Tamara desinfectan el huevo y los plátanos en la terraza. A ellos les toca el arduo proceso de sanitización de cada cosa que cruza el umbral.
La noche es calurosa. El paciente inglés me guía estos renglones. Y sí, me he serenado, madre.
¿Será que sí, también andas por acá? ¿Dirigiste mis pasos al librero donde tengo los discos, moviste mi mano buscando el tuyo, lo pusiste en el aparato, me señalaste el cuaderno nuevo de la repisa, le quitaste el celofán, lo abriste, me distaste las primeras palabras?
¿Sabías que era el único cuaderno intacto, esperando el momento adecuado, el tema preciso para ser abierto?
La noche del desierto se ensancha, abarca toda la pantalla, y, aunque la grieta es sólo sombras, una voz canta en un idioma desconocido. Pero sé que es un canto de consuelo, y que responde.
*
Más tarde…
Posteé una foto nuestra en Instagram y en Facebook. La primera, con una leyenda más retórica-poética. La segunda, con una franca súplica: quiero a mi madre, aquí, ahora. Y un emoji triste con lágrima mirando al suelo.
Necesitaba gritarlo al mundo.
Es una escena cumbre en nuestras vidas. Tengo treinta y tres años y estamos celebrando tu aniversario de bodas número cuarenta. Mis hermanos y yo les organizamos fiesta en la casa, dizque sorpresa, con trío y pachanga.
De pronto, estamos tú y yo improvisando un paso de baile y el clic de la cámara vuelve inmortal tu luminosidad y mi mirada hacia tu rostro, nuestras manos se juntan arriba, dándonos la fuerza mutuamente, y el equilibrio. La música ciega de la fotografía es como ese triste foxtrot de la noche en El paciente inglés que sigo repitiendo sin cesar, una noche en el desierto que no tendrá regreso, una despedida que no se acaba, que continúa en el trance de una melodía lunar, un piano antiguo con muchas lágrimas a bordo.
Tal vez era nuestro peor momento en la historia de nuestra historia. Nos habíamos resignado a la incomprensión de la una por la otra. Yo, a tu depresión bien camuflada; tú, a mi ansiedad barnizada de libertad de decisión. Ambas habíamos tejido una gran cobija hecha de silencios, remendados por un arsenal de conversaciones episódicas, debates filosóficos y complicidades tangenciales.
Habíamos renunciado a entrar en ese centro candente en el que no queríamos seguir naufragando, un magma que ya nos había dejado demasiadas cicatrices imborrables.
Habíamos aprendido a sortearlo dando brincos, rodeándolo, como un hoyo negro con su horizonte de eventos en cuyo borde nos deteníamos siempre a tiempo.
Aquella tarde de aniversario aprendimos a bailar juntas sobre él. Nos dimos las manos, zapateamos sobre la hoguera y nos miramos de frente. Fue un instante. Un foxtrot en la oscura noche del desierto a la que nunca habrá de regresar el paciente inglés.
La fotografía es apenas un cuadrito, rescatada de no sé cuántas mudanzas. La he metido hoy en el marco donde el rostro de Tamara en sus nueve años de edad es una gota de frescura con sus dulces grandes ojos negros. Del lado izquierdo, la gallarda figura de Fabián; abajo, mi prima Aída, el día de su segundo y definitivo matrimonio, mi hermosa prima casi hermana, que debe andar allá contigo. A la derecha, en el margen superior, tú yo bailando sobre el hoyo negro, tu blusa blanca, tu pelo rojo.
¿Sabes que en esta cuarentena que ya se ha alargado a sesentena, me pinté de rojo el pelo?
Me gustan mis gruesas cejas negras y ese bicolor en contraste con mis cabellos cortísimos cada día más rojos.
Ya estamos conversando, mamá. Ya te dije “mamá” en este cuaderno.
Bueno, sí estoy mejor.
Gracias.