Revista Anestesia

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El monstruo en el cine y la literatura en el siglo XXI

El monstruo en el cine y la literatura en el siglo XXI

 

 

Imagen:  Verónica Fernández

Por Ulises Paniagua

Octubre 2021

¿Qué es un monstruo? Una imperfección, una amenaza, aquello que es ajeno. Un monstruo es el reflejo de los miedos, de la violencia oculta bajo nuestros rostros; es la exposición de la desconfianza o la oscuridad que acecha. Es la naturaleza que amenaza con el exterminio como especie, cual justo castigo; la purga social autoinfligida, el arrasamiento implementado por políticos insanos. El monstruo es una metáfora que cobra presencia material, o al menos un carácter posible en su aparente invisibilidad.

            La palabra monstruo proviene del latín “monstruum”, y significa mostrar. Expone lo distinto. Más si lo diferente no puede desapegarse a sus circunstancias, el monstruo es situacionista, se inscribe en el contexto sociohistórico de su tiempo. En estas circunstancias el monstruo posmoderno, e incluso el hipermoderno, pueden no poseer las mismas características de aquellos que atemorizaban a los lectores y espectadores del siglo XIX y XX, lectores y público de la modernidad. Hoy en día el estado del monstruo se ha vuelto difuso, no es del todo corpóreo, asume a veces significaciones que lo atan a asuntos de interpretación sicológica o social. Ejemplos de ello son ciertos monstruos incorpóreos -o inmateriales con un cuerpo (su corporalidad es una metáfora). Así, tenemos como ejemplo a los zombis.

            El caso del zombi es interesante, porque este nace desde distintas esencias o naturalezas. El primer zombi, aquel que aparece en los albores del siglo pasado, es el “zombi blanco” interpretado por Béla Lugosi; aquel norteamericano o europeo que, al visitar África o la isla de Haití, confronta en su supuesta civilidad la magia oculta de “los salvajes”, y acaba en estado de autómata como castigo por su curiosidad hacia los ritos del vudú.

El segundo tipo de zombi aparece tras el lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Se trata de muertos que resucitan para alimentarse de la carne y los cerebros de los vivos, por una extraña mutación fúnebre provocada por antenas que expiden ondas radioactivas. Es el miedo a la era atómica. Quien lo inauguró en la pantalla grande fue, sin duda, George A. Romero, en su célebre película “La noche de los muertos vivientes”.  

La tercera tipología del zombi tiene que ver con otro enemigo invisible: la epidemia. La gente se transforma en devoradores voraces (en el caso de cintas como “Rec” o “Exterminio”); hasta tal punto de que es imposible rescatarles, cual ocurre en la película “Soy leyenda” (en la versión literaria, de Richard Matheson se trataba de vampiros, pero el miedo a una propagación infecciosa en estos tiempos, que se presentía ya, tuvo como consecuencia dicha versión cinematográfica).

La última ola de zombis tiene relación con los efectos del capitalismo salvaje y tardío. Los zombis representan a los pobres o, en todo caso, al hambre. La población huye de los hambrientos en medio de un mundo sin leyes, darwinista, en el que sólo sobreviven “los fuertes”. Así lo expone la serie “The walking dead”, y en mayor medida cierta película que me causa repulsión por su postura casi fascista: “Guerra mundial Z”. Y es que desde este punto de vista, como bien lo hace saber el film cubano “Juan de los muertos”, lo que se percibe en las alambradas norteamericanas, españolas o alemanas, es que los emigrantes mexicanos, centroamericanos, africanos o iraquís son los nuevos zombis.

            Otro tipo de terror es el que se experimenta ante la naturaleza y sus misterios. Me parece bien interesante la película de M. Night Shyamalan, “El incidente”, donde los árboles cobran venganza de la peste llamada “humanidad”; y hacen pagar a los infecciosos, provocándoles un deseo suicida. Antes que eso, décadas atrás tenemos en Japón una figura que encarna con monumentalidad el miedo a los sismos y los maremotos: el kaiju. La palabra “kaiju” se traduce como bestia extraña o bestia gigante. Este tipo de ser generalmente nace del mar, y destruye ciudades posmodernas, como Tokyo. La lucha contra el kaiju es la confrontación del ser humano ante las catástrofes. A los kaijus los hemos visto, con certeza, en series como “Mazinger Z”, y en películas o cómics (“Titanes del pacífico”). Son una mezcla prehistórica con mutaciones cósmicas o científicas. El mejor ejemplo de esta tipología es Godzila, cuyo nombre en apariencia deriva de “Gojira”, una palabra compuesta de dos palabras japonesas: gorira (gorila) y kujira (ballena).

            Otro tipo de terror es el que se experimenta hacia sí mismo, o hacia alguien que no se conoce o no puede controlar los “demonios” que le habitan. Es el caso de los asesinos seriales, seres con trastornos sicológicos que lindan con el fetichismo y las acciones caníbales. Un asesino serial puede ser tu vecino (“La ventana indiscreta”, “Noche de miedo”), o bien, el apacible psiquiatra que te atiende cada miércoles, quien gusta de la música clásica (el doctor Hannibal Lecter). El temor hacia el asesino serial radica en la posibilidad de su existencia, además de la manifestación de traumas sicológicos inducidos por los otros en él, que le han llevado a un desdoblamiento de personalidad (Norman Bates), o a experimentar personalidades múltiples (“Fragmentado”).

El asesino serial, sin embargo, no es sólo un asunto de hombres. Por fortuna, la teoría feminista ha hecho su arribo dentro de las temáticas y tramas, y ahora es posible contemplar en páginas y pantallas a asesinas seriales -quienes generalmente masacran a hombres que lo merecen: violadores, golpeadores, abusivos. Así accedemos a películas como “Monster”, interpretada por Charlize Theron, y “Baise-moi” (Viólame), novela adapatada al cine por su propia autora: Virginie Despentes. El monstruo ahora es femenino, y tiene razones.

            Dos miedos actuales aparecen en películas y series contemporáneas. El primero de ellos es el horror a los conocidos desconocidos. Es decir, se trata de historias donde se develan actividades extrañas, homicidas, criminales o diabólicas, en medio de un complot de vecinos en los que solías confiar, como ocurre en “El inquilino” y “El bebé de Rosemary”, de Roman Polanski:  o “La comunidad” de Alex de la Iglesia. Este miedo se emparenta al de la familia desconocida, cual ocurre en “La visita” (Los huéspedes), de Shyamalam, donde un par de niños, hermanos ellos, viajan de vacaciones con los abuelos -a quienes no conocían-, para descubrir que se trata de un par de dementes que han asesinado y suplantado a sus parientes verdaderos. Este tipo de terror se presenta a su vez en el arribo a una comunidad en apariencia pacífica, que se torna destructiva, una hermandad, una comuna ideal muchas veces con visos de matriarcado, que se convierte en una pesadilla. Hablamos de las películas “The Wicker Man”, “Midsommar” o “Las brujas de Zugarramurdi”.

El otro miedo contemporáneo es el horror no sólo a la tecnología sino a la virtualidad. Pantallas de celulares, redes sociales, muñecas robot, programas de simulación, vidas experimentadas a través de videojuegos sensoriales o juegos de roles, todo ello es parte de un nuevo museo del horror. La mejor muestra de ello la constituye la serie “Black Mirror”.

Volviendo al asunto del monstruo como un ser distinto, pero no por ello violento o peligroso, debemos citar a un especialista en demostrarlo: Guillermo del Toro. En sus películas, del Toro suele estar del lado de la criatura pues, como hace saber en alguna entrevista, cuando él era una adolescente se sentía un monstruo ante su extraña fascinación fantástica comparada con la cotidianidad de sus compañeros, quienes le rechazaban. En “El espinazo del diablo” o “La cumbre escarlata”, los fantasmas resultan seres con buenas intenciones, como ocurre en cintas de otros directores (“Sexto sentido”, “Los otros”). Pero es particularmente en “El laberinto del fauno” o “La forma del agua” donde estamos en presencia de un monstruo que, por sus características físicas, es perseguido (al estilo de la criatura del “Frankestein” de Mary Shelley, o el Gólem de la leyenda judía que se incuba en Praga). Finalmente, dos buenos ejemplos adicionales de monstruos perseguidos por su condición son “El hombre elefante”, de David Lynch, y “King Kong” (personaje que aparece por primera vez en una novela en 1932, y que fue creado por Delos W. Lovelace).

Para cerrar este artículo, es necesario citar tres casos interesantes, producto del caos y la agitación del siglo XXI, o de su rutina envolvente. El primero de ellos es el de las películas de Robert Eggers. En las cintas de este director, “La bruja” y “El faro”, acudimos en esencia a historias fantásticas y tenebrosas urdidas principalmente por la ignorancia; es la confrontación, dentro de una comunidad de analfabetas, de la naturaleza contra el ser humano; de un empleado contra su jefe abusivo; de una hija maligna contra su familia ultracatólica, aburrida. En las cintas de Eggers hay canciones de marineros, fábulas antiguas y libros diabólicos secretos (“Malleus maleficarum”). El segundo ejemplo es Ari Aster, quien en su película “Hereditary” (El legado del diablo) se interna en la hondura de los oscuros secretos familiares, así como en la lucha de lo sagrado y lo profano. Una película sorprendente, original.

Por último, me gustaría rescatar algunos de los cuentos de Mariana Enríquez, donde al igual que la película mexicana “Vuelven”, aparecen historias donde santos de la cuadra, asesinos y fantasmas se fusionan en un mundo donde impera la violencia del sicariato, la trata de blancas y el narcotráfico. Se trata, en evidencia, de un nuevo terror, un tanto cyber punk, en ocasiones barrial. A este asunto de la colonia o barrio, habría que agregarle cierto misterio cuántico o borgeano, y entonces estamos en presencia de dos grandes películas latinoamericanas: la venezolana “La casa del fin de los tiempos”, y la magnífica cinta argentina, “Aterrados”.

Así, tras este breve recorrido terrorífico, es evidente exponer una nueva ley de física y metafísica dentro del género del horror: “el monstruo no se crea ni se destruye, sólo se transforma”. El monstruo, aquello que se muestra en nosotros o nuestro reflejo, está más que latente de manera presencial o invisible. Y habita tras la gran paradoja hipermoderna, distópica en la que se ha convertido el ser humano y su supuesta “civilización”. Los monstruos son producto de nuestra clasificación. Pero en gran medida, somos nosotros. Somos parte de ellos porque, seamos honestos, ¿quién no se ha sorprendido al hallar en sus acciones un algo bestial o un tanto demente, una carrera un tanto diabólica o paranormal hacia la locura?