Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El miedo a la música

Autor: Miguel Tonhatiu

Agosto 2021

 

 

       Un día hallé esta fábula en un cuadernillo antiguo. La historia estaba articulada en lengua galaico portugués; las hojas de un papel amarillo olían a humedad y parecían disolverse por el movimiento. Algún coleccionista me dijo que el viejo libro de notaciones tenía una fecha en la parte posterior. Decía 15 de marzo de 162- (incompleta). Yo hice el esfuerzo por traducirla. Esto descubrí:

 

(…) dicen que la gente moría por acercarse a la música.

Un día, cerca de una fuente considerada mágica, un hombre encontró cierto instrumento de viento, lo tocaba todas las noches para mitigar la pena que sentía por su esposa muerta. Cuando la luna llena lo acechó, un caballo salió desde atrás de la cerca pequeña que dividía su jardín del camino de terracería del exterior. No lo identificó. Cuando vio la hazaña del animal, el hombre dejó de tocar. Poco a poco supo que era una yegua, se veía tierna con su coleta larga en trenza. Ella era retinta y briosa; tenía un porte magnífico. Poseía una cualidad que la hacía única: la yegua hablaba con una retórica asombrosa; era tan lúcida que sabía que la gente no la quería por su habilidad. Daba miedo. Esa noche, la flauta interpretaba una canción de lluvia. Todos los habitantes supusieron que huyó de algún circo cercano. Nadie la reclamó. Nadie hizo por buscarla y ella se acostumbró a la calma del pueblo. Al principio…

Ella mostraba algún gesto amable, una extraña reacción que llenaba de ira colectiva. No pretendía que la aceptaran. El destino de un prodigio siempre despierta la oscuridad humana. A pesar de los días, el hombre aceptó darle asilo. Y el prodigio seguía allí en el jardín del hombre como un regalo divino.

Al inicio, los pobladores se asustaban, pero con el tiempo, se fueron acostumbrando a la voz suave de la yegua. No parecía sorpresivo su habla y las palabras pronunciadas se convertían en un concierto de sílabas armónicas, sutiles. Tenía una tenue voz, sin duda, nadie poseía su profundidad y estilo al hablar. Emitía su sonido desde abajo, desde sus piernas, subía, su vientre y salía suave como el viento cuando cruzaba hacia su garganta. Ella le dijo al hombre que solo le llamara “Yegua”.

“Yegua” prefería la sombra de los pinos en la casa del hombre con su olor salvaje en el patio a cualquier otro espacio al cobijo de la sombra. Resultaba lógico pensarlo. “Yegua” no caminaría con tranquilidad en un sitio que no tuviese empedrado o poseyese un albar de tierra suelta. Cualquier otro lugar, podría ser molesto de trotar con sus ágiles cascos.

El hombre, al verla incapaz de huir, terminó por adoptarla en señal de misericordia.

Parecía un animal común, con su crin en desaliño y sus ojos tristes. Develaba un pelaje claro ante la luz de la luna.

Desde el inicio, el hombre le dio de comer día a día, le hablaba y acariciaba su garganta. No fue sino hasta tiempo después que percibió su maravilla. “Yegua” habló de la comida, las manzanas rojas que el hombre le dejaba y que hacían que ella se sintiera querida. Confesó su amor por la música de la flauta dulce que había escuchado al acercarse a la casa.

Fue así como la “Yegua” vivió en el patio grande entre los árboles frondosos. Todos ellos desprendían un olor a naturaleza mansa; era un jardín próximo a la cerca de madera. La gente recordaba la forma en que cantaban pájaros algunas veces entre el follaje.

Con el tiempo, el hombre construyó una pérgola para mantener al equino fuera del alcance de las inclemencias del tiempo y estuviese tranquila con el aire de la intemperie.

Un día aciago de luna serena, una noche. La gente lo recuerda, era en la época de otoño, ella solicitaba al hombre que tocara su flauta de carrizo. “Toca, toca para mí”. Él, no podía menos que mirarla con la piedad que lo humano permite. El hombre obedecía, la yegua afirmaba con tristeza que seguiría con él mientras la flauta tocara: “Me quedaré contigo hasta que la música concluya”. No sabía que era una premonición. “Es hora de que recortes mis cascos, si no lo haces moriré de ansiedad”, decía.

 La luna apareció para romper la trinidad: la música, el hombre y el equino. Él tocó durante la noche y “Yegua” bailaba dando golpes con los cascos sin recortar.  Era tan cómica que en alguna ocasión el hombre dejó de pulsar la flauta por la risa y ella enfadada, reclamaba su silencio: “sigue, sigue”. Desesperada, yegua, exigía que el hombre pusiese atención al baile. Hasta abril no había ninguna señal extraordinaria.

En otra luna de mayo, sonó habitualmente la flauta, pero esta vez, se sentía una música que armonizaba con la fuerza lunar. De pronto, se percibía un extraño clamor afuera, así como una turbamulta enardecida. El hombre no puso atención, la gente del pueblo hacía cosas extrañas que aún no comprendía del todo y lo dejó pasar por un momento.

Sin embargo, la multitud se acercaba ante la entrada gritando desaforada; después, arremetían contra el portón de madera y lanzaban antorchas en el patio con jardín quemando la pérgola de madera. El hombre, al principio pasó por alto lo sucedido, pero al ver la insistencia, salió enfurecido a enfrentar al grupo. Lo relatado es una historia antigua: la gente venía armada con hachones encendidos, azadones, palas, picos y cualquier otro objeto improvisado como arma; era gente muy humilde pero enferma de ira.

El hombre procuró calmarlos con sus palabras y sólo encontró insultos, golpes y amenazas que no trascendieron en lesiones menores; él creyó que era por la yegua, sin embargo, cuando ella salió valiente hacia el ruido, nadie arremetió en su contra.

—¡Es la música! —  gritaron.

El hombre rio; inmediatamente recibió un golpe con un mango de madera que le impactó en la frente y lo echó hacia atrás:

—¡Estúpido, esto es serio! El sonido levanta los muebles de las casas y provoca pesadillas ante la luz de la luna. Tememos que nos mate mientras dormimos. Sí, sí…—oyó a la turbamulta quejarse de forma amarga.

Entonces comprendieron. La yegua y el hombre, sintiéndose cómplices de un trato secreto, pensaron en la música como un arma. El hombre cedió por la violenta protesta y prometió, ante el pueblo completo, no tocar nuevamente la flauta. Mostró el instrumento y lo enterró ante sus ojos a mitad del patio, cerca del árbol de sombra con olor a tristeza. Hacia la madrugada la gente se dispersó por completo.

El hombre creyó todo resuelto. Ya nadie recordaría el sonido dulce de la flauta.

Todo lo hizo por salvar su propia existencia y la del animal.

 

Noches o días fueron iguales e incongruentes. La yegua dejó de hablar, se conformó con las horas de vuelta a casa del hombre. Lo esperaba en silencio, en la conflagración de los días de recorte de los cascos como único acto de lealtad que el hombre le ofrendaba al equino. Luego, la yegua comía, forzada, la manzana fresca que se ofrecía al final del rito de recorte de los cascos.

Unos meses después, quizá en julio, “Yegua” sólo miraba al cielo en espera de la luna llena.  Golpeaba los restos de la manzana con la corona de los cascos delanteros, negándose a comer más y no se detenía hasta que lograba aplastar los últimos restos. El hombre la notó con la grupa delgada y los ojos mortecinos; no lo dudó, el animal ya no sentía amor por nada del mundo.

Sin desearlo, con el tono de su voz argüía: “¿Puedes tocarme una melodía?, ¿puedes hacerme reír?”. El hombre sabía el riesgo de tomar el viejo instrumento de carrizo, recogió la manzana deshecha y quiso reparar el daño, ofreciendo una nueva al animal.

Desesperado, leyó su intención. “Yegua” quiso huir en ese espacio vacío y abandonarlo para siempre: trató de saltar la cerca. El hombre gritó, pero ella ya no lo escuchaba. La hembra equina saltó un par de veces más la cerca y se golpeó por la consecuente debilidad; luego, otra vez regresaba, tomaba impulso y lo volvía a intentar. Se había acabado la fortuna divina. Buscaba la muerte.

Sin más remedio, el hombre fue hacia el árbol donde había ubicado el sepulcro de la flauta de carrizo, violando su juramento a aquel pueblo, y la desenterró. Prefirió el odio colectivo que lo destruiría. Pero tendría unos segundos de dicha con el animal que era un prodigio.

Tomó la flauta maltrecha por la humedad del tiempo y retiró el fango. El hombre fue hacia la casa y buscó agua. Vertió un poco en un cuenco y sumergió el carrizo sucio y sin forma todavía.  La levantó después de un instante y sopló para registrar que el sonido siguiera siendo el mismo. El destino conspiraba a su favor: el carrizo se escuchaba igual. Caminó hacia el jardín e inició la melodía que su animal amaba. El bello animal dejó su intento por huir, sus ojos brillaban de nuevo. El hombre dio cuenta que era un acto final, una especie de suicidio lúcido. Los ruidos de afuera comenzaron otra vez. Sonó la flauta percibiendo la melodía y algunos objetos se veían flotar por el exterior.

Las voces crecieron como ya lo esperaban; las luces se movían hacia ellos, con sombras de hachones y herramientas de arar como la primera ocasión. El ruido minúsculo lejano, se fue haciendo más próximo e ininterrumpido hasta terminar en un concierto de voces de odio.

Hubo un rumor de muerte que ya estaba previsto.

Tocó un par de piezas más con miedo. La yegua hacía ruidos nerviosos, contenta y temerosa a la vez: “No debes tocar, déjame ir; vienen por nosotros”; la oyó decir desesperadamente: “Solo abre la puerta”.

Fue una madrugada, dicen; la pequeña puerta de la entrada no soportó los golpes. El hombre percibió un sabor dulce en la boca al tocar el instrumento que parecía también un sabor de muerte. Así lo creyó. Los objetos, entonces no dejaron de flotar después de la melodía. La música del aire los sostenía. El hombre no tuvo miedo, la melodía hacía una burbuja de sonido para evitar los impactos y los salvaba momentáneamente. No cejó en su necedad, pese a todo otra vez estaban juntos: música, hombre y yegua. 

Se miró encerrado en una historia antigua y rara. Casi una fábula.

Fue cuando una antorcha cruzó el cielo hasta el centro del patio. Incluso los restos calcinados de la pérgola, flotaban en torno al jardín.  La yegua suplicaba su silencio, ya era demasiado tarde.

La gente irrumpió en la entrada. El hombre montó a la yegua asustado y salieron raudos. Las flamas no los alcanzaban. Flotaba un olor a azufre, sudor y odio. Siguieron de frente; ella inclinó los cuartos delanteros para permitir que el hombre se previniera del salto. El hombre salió disparado sin dejar de digitar la flauta.

“Es hora”, dijo lánguida desde el suelo, sin evitar el choque contra la cerca.

Ella cedió por una herida infligida por la multitud. “Ya no toques”, se escuchó como un epitafio. La yegua trató de erguirse intentando recuperar su equilibrio; la gente en tumulto llegaba al sonido. El hombre cayó al suelo sin dejar el instrumento, un breve silencio era sustituido por la armonía de la música. Nada lo detendría. Poco a poco fue descubriendo las virtudes de la interpretación en la flauta.

“¡Qué música tan linda!”, resolló el animal intentando por última vez ponerse en pie.

El hombre la miró compasivo. Esperó a que sus ojos terminasen por cerrarse y perder el último brillo de vida. La contempló sola, feliz y completa por primera vez; olía a pino y a manzanas.

La gente, al llegar, insultaba al hombre y su flauta; el sonido y la música secreta que no cesaban hasta elevar todos los objetos en torno a él. Al mirar el carrizo, notó que algunas de sus perforaciones perdieron la forma. Rebelde, interpretó nuevamente la melodía que causaba ese mal.

La gente del pueblo al ver la caída de la yegua ante sus embates, direccionó sus armas para alcanzar finalmente al hombre; ellos gritaban en contra de la música. Esas personas emergían de sus pesadillas y llegaban hambrientos de ira a despedazarlo. Entonces, comenzó una marcha hacia atrás. Hubo una revelación cuando sintió el primer impacto de la turba en sus espaldas: la vio echada, desde el otro mundo, ella bailaba invitándolo a él. Los cascos se escuchaban. El hombre seguía entusiasmado entre el éxtasis de la muerte y el espectáculo de la multitud. La música enfrentaba a todos. La turba moría al acercarse. El hombre quedaría atado a la flauta para siempre y sólo así podría sobrevivir como lo muestra la imagen fi…

   

Aquí concluyó la fábula. Así le llamo yo. Debo señalar que el manuscrito venía en caracteres impresos a mano en una tinta imborrable. A un costado permanecía una flauta de carrizo y la imagen del hombre en una burbuja de música junto con la yegua.

No quise tocar el texto, pero la flauta emitía un sonido…

Entonces los objetos comenzaron a elevarse.