Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El literario placer de trotar por el mundo

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Por Ulises Paniagua

16 Enero 2021

 

Algunos de los recuerdos más hermosos de mi vida están asociados con el placer de trotar. Correr me ha ayudado a meditar; me resolvió incluso ciertos problemas personales; me permitió de vez en vez encontrar la solución a un cuento o un poema que no parecían tener salida. Mis piernas y mi mente trabajaron entonces de forma asociada: un verdadero equipo orgánico. El cuerpo es un misterio. También es un milagro científico de la naturaleza (si los positivistas y los religiosos me permiten tan aventurada expresión).

David Le Breton, en su libro “Elogio del caminar” habla, por ejemplo, del placer del paseo, ya sea urbano o bucólico. Deja claro que no hay nada mejor que moverse, y describe que escritores como Rosseau y Stevenson fueron asiduos caminantes y viajeros.  La escritora Joyce Carol Oates, por su parte, ha visto el trote como una extensión de la caminata romántica. El corredor se vuelve, de este modo, un fláneur, un paseante a alta velocidad que disfruta de la luz, los paisajes, los aromas, la humedad y los árboles. Correr es percibir el tiempo a otra velocidad.

¿Qué personajes, ahora en pleno siglo XXI, describen el placer de trotar? Tenemos ejemplos diversos. Recuerdo una fotografía célebre de Bill Clinton corriendo alrededor de la Casa Blanca, mientras porta una camisa de Emiliano Zapata. Haruki Murakami, varias veces nominado al Premio Nobel, confesó que a él le da por hilvanar historias mientras sus tenis marchan sobre el asfalto. Y vaya que tiene tiempo para pensar en sus libros: es maratonista. Murakami dixit: “Voy aumentando poco a poco (cada día) la distancia que recorro. Pero si aumento el ritmo acorto el tiempo de carrera. Procuro conservar y aplazar hasta el día siguiente las buenas sensaciones que experimenta mi cuerpo. Idéntico truco utilizó cuando escribo una novela larga: dejo de escribir en el preciso momento en que siento que puedo seguir escribiendo. Al día siguiente me resulta más fácil reanudar la tarea”.

El escritor Don DeLillo es un corredor recurrente. DeLillo declara: “Correr me ayuda a sacudirme de un mundo y entrar en otro. Árboles, pájaros, llovizna… es un buen tipo de interludio “. Joyce Carol Oates (a quien volvemos a citar) se inició en este deporte mientras tomaba un año sabático en Londres, en 1972. Lo hizo “compulsivamente; no como un respiro de la intensidad de la escritura, sino como una parte del proceso de la escritura “. En un diario que inició para describir sus experiencias móviles, declara: “Correr me permite tener una conciencia expandida en la que puedo imaginar lo que estoy escribiendo como una película o un sueño”.

En cine, tenemos ejemplos extraordinarios del arte de correr. Entre ellos, la magnífica película Chariots of Fire (Carros de fuego) filmada en 1981, una verdadera elegía acerca del tormento de la competencia. Podemos pensar también en Dustin Hoffman trotando para salvar su vida en la cinta Marathon Mann, de 1976. Y qué decir de Forest Gump, de 1994: siempre he envidiado al protagonista de tan memorable película por su espontáneo y desinteresado gesto de recorrer un país de forma interminable.

En México, es de pocos conocidos el caso del cuentista mexicano Agustín Monsreal, quien ideó en su cabeza los relatos de su libro “La banda de los enanos calvos” mientras corría la media maratón en aquella época. Veintiún kilómetros son una proeza, habría que felicitar a Monsreal por su hazaña deportiva y por un libro legendario.

En mi caso, la máxima distancia que he alcanzado son trece kilómetros. Me quedó de ello una inolvidable experiencia literaria. Una ocasión anterior había alcanzado once mil metros, al comentar mi escaso logro en las redes sociales, el poeta Roberto López Moreno me convidó al esfuerzo. “Si logras los trece kilómetros, te escribo una treceada”, dijo. Una treceada es una forma literaria que el mismo poeta desarrolló, consistente en doce versos rimados, que rompen la rima en la decimotercera línea. La tituló “Carrera de Ulises”. Aquí comparto dicho texto:

“Si al cumplir jornada heroica / sobre la distancia estoica / esta vocación eólica / es ansia que voltio vuela, / las sirenas poco pueden / cuando las musas acceden / al éter del que proceden, / roldo y eje en la secuela. / Trece kilómetros, trece, / el poeta el paso crece. / La odisea que se establece / crece también de esa escuela. / Atlántico. Homérico”.

Qué más se puede pedir cuando se corre.

Trotar es un asunto sensorial, estético, es asociación evocativa, es una maravillosa manera de alimentar la memoria. Algunos de los mejores recuerdos que me llevaré a la tumba es el recordarme haciendo jogging, por la mañana, en el malecón de la Habana (mientras las olas rompían en la albarrada y el sol iluminaba las viejas fachadas del bulevar principal).

He corrido al costado de un río en el paseo del bello San Juan, en Querétaro; en pleno campo morelense (a riesgo de ser mordido por una serpiente); troté a la orilla de un lago, recorrí Zacatenco admirando sus árboles; troté en el malecón veracruzano, sobre el Paseo de la Reforma (desde el Auditorio Nacional hasta el Palacio de Bellas Artes) disfrutando de los hermosos edificios posmodernos, funcionalistas o antiguos.

He sido feliz mientras troto. Confieso que he corrido.

¿Por qué corren los escritores? Esa es la pregunta por responder para cerrar este artículo. La respuesta es sencilla y vasta al mismo tiempo: se corre para amar la ciudad, se corre para adorar al campo, se corre para soñar junto al mar, se corre para idear libros futuros, se corre para ser feliz, para admirar la limpidez del cielo y para demostrar la fiereza del ánimo, se corre al nacer el día, y por la noche. Cada kilómetro es un verso. Cada maratón, un poema. Cada carrera, el episodio de una novela interminable. Se corre porque se puede y se quiere. Correr es hacer el mundo, y deshacerlo.