Revista Anestesia

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El libro de fuego

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El libro de fuego

Por Misael Rosete                                                                Imagen: Eduardo Martínez

16 Septiembre 2020

 

Se oyen nuestras risas nocturnas, pero a pesar de esa efusiva sonoridad, por dentro estoy ausente. Tras varias horas de fiesta, he decidido apartarme de todos, ha brotado en mí el menester de escribir en estas hojas mientras ellos bailan y hablan.  Es de madrugada, sólo anoto y muevo la cabeza cuando me gusta una canción.  Ahora dejan de bailar y hablan de poesía. Quien nos llevó a su casa señala un mueble con una vasta colección de literatura, dice que allí hay un gran libro, una edición costosa y difícil de conseguir.

Enseguida va y lo toma.

Es un libro de tamaño regular, encuadernado en tela negra. Sin saber por qué, al ver su forro, imagino que es una espesa cabellera oscura.

 

*

Además de  Rogelio  quien  es  el  dueño  de  la  casa,  el  grupo  está conformado  por Neftalí,  Karla,  Pavel  Natalia y yo. Me gusta pensar en Natalia, me gusta su cabello, me gusta cómo sonríe (lo hace con ternura, como  si  en  su  sonrisa cargara  la  tristeza  de  su  vida).  Apenas la vi, he tratado de hablarle, pero a pesar de que ella ha mostrado interés, me detengo a cada intento.  Es que ella me intimida, me aleja con su belleza, con su melancolía encendida en lo espeso de sus labios, en su mirada diurna…

 

*

La  noche  ha  transcurrido  entre  sonidos,  entre  palabras  que  además  de mezclarse  con  música,  son  acompañadas  por  risas dipsómanas  que nacen con violencia de nuestros labios. Desde hace algunos minutos vacié el líquido de dos vasos.  Ahora me  siento  mareado  y  he  vuelto  a  escribir. Creo que empecé a escribir cuando intuí que este era un modo de acercarme a ella.

Me  pregunto  qué dirían  si  pudieran  vernos,  ¿nos criticarían por reñir y hablar de arte en vez de temas absurdos?;  quizá  se  asombrarían  al  vernos de pie a esta hora.  Pero no puedo escucharlos, no puedo saber su opinión. Es una lástima.

Es desafortunado porque no pueden ver el lunar que Natalia tiene encima de  la  boca.  Tampoco pueden  verla  sonreír,  o  al  menos  no  como yo  lo  hago:  hasta  en  las  comisuras  de  sus  labios  asoma  su  melancolía, su  fragilidad  que  llena  esta  sala  con una hermosa tristeza,  con  un  aliento  cálido que  empaña  mis  palabras;  es como  si  la  hoja  fuera  un  vidrio  donde  por  un lado se miraran letras y por el otro, pudiera vérsele a ella…

 

*

Hace poco, Natalia se  apartó  de  los  demás  y  caminó  hasta  el  librero  con  un cigarro  entre  los  dedos;  luego  de  dar  una  fumada  y  tirar  la  ceniza  en un  cenicero  de  metal,  tomó  el  áspero lomo  de  aquel  libro negro.  La observé en silencio  y  cuando  lo  abrió,  algo  me hizo  imaginar  que  el  libro  era  una  cabeza:  su  cubierta  oscura  era  su pelo  y  sus  páginas  pálidas  la  piel  que  dibujaban  una  cara  construida con letras y callejones,  con  avenidas  y  enunciados  que  venían  a  formar  una  nariz, un  lunar  o  unos  labios;  caracteres  que  en  cada  hoja,  trazaban  distintas expresiones de una misma cara.

Luego de imaginarlo,  me  levanté  con  el  mejor  ánimo  de hablarle,  pero  tras el primer paso,  di  vuelta  y  caminé  a  una  mesa  que  parecía un zoológico  de  alcohol  debido  a  las  botellas  que  sostenía.  Tomé una que parecía un elefante y me  serví,  al  terminar  miré  a  Rogelio  llegar  hasta  el  librero  con  dos vasos.  Para ese momento Natalia volteó a verlo y desplegó una suave sonrisa…

Sin  mostrar  interés,  di  un  trago  y  después  de  acercarme a  hablar  con  la  animada  boca  de  Pavel,  encendí  un  cigarro.  Aunque sentía un gran  mareo  generado  porque  el  alcohol  navegaba  mi  cuerpo, entre  las  palabras  que  él  echaba  al  aire  en  una  conversación confusa y  que  me  parecía  demasiado  alegre,  noté  que  al  igual  que  Natalia,  ambos nos  manteníamos  en  silencio  y  el  humo  azuloso  de  nuestros  cigarros se unía en el aire…

Dos minutos después, cuando estaba a punto  de  dar  otro  trago, miré que Rogelio regresaba con el orgullo herido mientras Natalia iba a sentarse con el libro en sus brazos. Lo único que supe hacer fue inclinar la cabeza y asomar una leve sonrisa…

 

*

Menos de  una  hora  ha  transcurrido  y  he  continuado  escribiendo  al tiempo que  Natalia hojea el libro en uno de los sofás de la sala:  mientras  un  ventilador  en  el  techo  parece  una  estrella  de  mar,  ella se mantiene absorta de cuanto sucede.

 

*

Ahora veo a  Neftalí,  quien  se  tambalea  y  tiene  los  ojos  irritados.  De pronto cambia de  canción,  sube  el  volumen  y  luego  de  alzar  un  brazo  en  el que  se  asoma  un  tatuaje,  arroja  una amplia sonrisa.  Enseguida aparece la feliz  de  Karla  vestida  con  falda  y  sudadera,  quiere  besar  la  boca  de Neftalí  pero  el  ósculo  cae  en  su  nariz.  Bailan, pero  se  detienen  cuando quieren fumar del cigarro que agarra ella entre sus dedos repletos de anillos que parecen de agua.

Ahora los muy  cansados  Pavel  y  Rogelio  empiezan  a  dormirse en  una  mesa  a  la  vez  que  hablan  del  viaje  a  Oaxaca  que  han  planeado con unas amigas para el próximo mes.

Por mi  parte  quedé  solo  en  una  silla.  Por eso me levanto, tras dejar las hojas y  poner  el  lápiz  en  mi  oreja,  voy  hasta  el  librero. Además de ver  que  ya  nadie  baila,  miro  una  puerta  entreabierta. Aunque la luz  está  apagada,  logra  distinguirse  cómo  Karla  le  hace  sexo  oral  a Neftalí  mientras  él  sujeta  su  cabeza  con  las  manos.  Antes de regresar a escribir, me quito el lápiz de la oreja y empujo la punta sobre la hoja hasta que le sale tinta.

 

*

Desde la última vez  que  miré  el  reloj,  han  pasado  treinta y nueve minutos.  Ahora estoy escribiendo y  la  casa  está  en  silencio;  no  sé  si  ya va a amanecer pero las cortinas se han puesto de un gris translúcido. El estéreo  se  quedó  prendido,  alguien  bajó  el  volumen  y  las  luces  del ecualizador  saltan  al  ritmo  de  una  canción  que  tal  vez  si  escuchara,  me haría  menear  la  cabeza.  Huele a cigarro  y  no  les  entra  una  colilla  más  a los  ceniceros.  La gente ha quedado dormida.  Karla y Neftalí  están  en  una cama:  ella  ha  olvidado  ponerse  la  falda  y  se  ven  sus  largas piernas y  su  breve  tanga negra.  Desde aquí veo  a  Pavel,  sigue  en  la  mesa  con la  cabeza  apoyada  sobre  los  brazos.  Rogelio se fue a la  habitación  de sus  padres.  El ventilador pegado en  el  techo  aún  se  mueve:  gira  como la hélice de un barco hundida en el mar.  Yo observo la casa  con  los  codos  clavados  en  una mesa  y  me  detengo  un  segundo  en  el  zoológico  de  alcohol.  Enciendo otro cigarro y me sorprende ver la posición que ha adoptado Natalia:  acostada en  un  sofá,  tiene  las  manos sujetadas a la altura del pecho, luce como si estuviera amortajada, como si de pronto fuera una virgen muerta salida de alguna balada romántica.

Me levanto.  Ahora camino al baño que está a unos cuantos pasos de la sala.  Abro una llave y echo agua en  mi  cara. Observo por la puerta y veo a Natalia acostada en el sillón, me doy cuenta  que  se  movió  y  que  uno  de  sus brazos quedó colgando.

Como si algo empezara a llamarme, cruzo la puerta y me acerco despacio.  La miro: sus grandes ojos siguen cerrados y comprendo que duerme profundamente.  Desde aquí alcanzo a ver su cintura, el brasier que se remarca bajo la entallada blusa. Clavo la mirada en el lunar sobre sus labios y pienso en besarla…  Arriba de nosotros sigue girando muy despacio el ventilador:  ahora es  un  remolino  que  nos entierra  en  la  alfombra  que  parece  de  agua,  nos  entierra  en  la  casa  que baila  una  canción  en  silencio,  en  la  noche  que  empieza  a  despintarse,  a volverse blanca, como las páginas de un libro vacío y estéril.

Pero algo extraño sucede:  al seguir la trayectoria de su brazo veo que  éste  no  cuelga  sino  que  señala  con  el  dedo  índice,  el  libro  que hojeó.  Sin saber por qué, regresa a mi mente la idea de  que  el  libro es  una  cabeza oscura.  Aprisa lo tomo de la alfombra y empiezo a hojearlo:  en efecto, parece una cabeza y mi  analogía  resulta  adecuada  al  decir  que  su  forro  oscuro parece su pelo y sus páginas su piel…

Ahora voy hasta la primera página y fumo, el humo se estrella  contra  las  hojas  y  cuando  se  difumina,  encuentro  un par  de  ojos  de  tinta  acechándome.  La imagen se ve tan clara que,  a pesar  de  tratarse  de  un  montón  de  letras,  puede  apreciarse  una  violenta expresión.  Empiezo a cambiar las hojas  y  cerca  de  la  mitad  me  detengo: las  páginas  no  son  imágenes,  son  una  dinámica  en  la  cual,  la  cara  de tinta parece decir algo.

De nuevo regreso al inicio y vuelvo a  hojear  el  libro.  Ya no miro la cara, ahora pongo una  oreja  cerca  y  siento  el  aire  abanicar  mi oído  y  revolver  mi  pelo.  Puedo escuchar un susurro, es la voz del libro.  Su sonido, casi  imperceptible,  se  oye  agónico. Sin  embargo,  lo  que  más  me  sorprende,  son  sus  palabras:  Quiere  que lo incendie.

Aprisa  retiro  mi  oreja  y  miro  las  páginas.  Al  llegar  a  la  última hoja, la cara se desvanece y un punto final queda flotando.

Cierro  el  libro  con  fuerza  y  lo  voy  a  dejar  a  la  orilla  del mueble. Después camino hasta el zoológico de alcohol. Sin que nadie se inmute,  tomo  una  botella  y  riego  su  contenido  sobre  el  libro.  Agarro un  encendedor  y  acercó  la  flama.  Su  cubierta  oscura  se  prende, se incendia.  Ahora parece un  hermoso  libro  de  fuego,  las  llamas  traspasan  el  forro  y  hacen  arder las  hojas.  Sus  letras  se  encorvan,  se  deshacen  hasta  que  el  libro  se marchita…

Miro  alrededor:  la  casa  sigue  en  silencio  y  nadie  ha despertado;  por  eso  corro  hacia  el  sofá,  despierto a Natalia:  como si se recuperara de una terrible aflicción, me  abraza con alivio. Yo la miro a los ojos. Nos besamos…

 

*

Cuando es tarde, me levanto y vengo a recoger las  hojas  en  las  que  escribí todas estas palabras; pero luego  de mirar los renglones  me  sorprendo:  el  rostro  de  ella  terminó  de  grabarse  sobre este papel…

 

Al mismo tiempo que  mi  sonrisa  se  desvanece,  descubro  que el lunar sobre sus labios, forma el punto final de mis palabras.

 

 

 

Misael Rosete.

Estudia Literatura rusa en el Instituto de Filología y Periodismo en la Universidad Estatal N.I. Lobachevsky de Nizhny Nóvgorod (UNN). Ha publicado el libro Parétesis y la plaqueta Galería de fragmentos. También ha sido publicado en la página del boletín Capilla Alfonsina, en la Antología de poetas mexicanos contemporáneos de la colección: Poesía visual mexicana: la palabra transfigurada y en algunas revistas electrónicas. Ha hecho presentaciones literarias en Cuba y Rusia; fue invitado a presentar su libro en España.