Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El guapo Robert

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Por Cuauhtémoc Estrada Maldonado

16 Septiembre 2020                                                                     Imagen: Edurado Martìnez 

a José Antonio Galván Pastrana

 

Había llegado con anticipación al café. Quería estar más o menos tranquilo cuando por fin llegara el momento de conocerla y por tal motivo no convenían las prisas. El lugar no era muy grande ―apenas unas cuatro, cinco mesas, y otras cuantas afuera en el andador― así que eligió la mesa de la esquina, la más apartada de la entrada para poder verla de cuerpo entero cuando entrara al local. Ese cuerpo que había visto tantas veces estamparse en la pantalla de su computadora. Faltaba casi media hora para que las manecillas del reloj indicaran el punto del tiempo que habían acordado para su encuentro, así que pidió un capuchino y no atinó más que a pasar las hojas del libro que llevaba.

Nunca se hubiera imaginado llegar tan lejos: citar a una de esas mujeres para conocerla en persona. La había conocido por medio de la red social, como a las otras y platicaba con ella por el sistema de mensajería, como con las demás. Él, que hace algún tiempo era nada más que un vendedor de seguros cuarentón, aburrido, aficionado a la lectura de poesía y novelas, nada carismático, tímido, que se le dificultaba relacionarse con las personas, se sentía en ese momento, ahí sentado, todo un seductor.

Las mujeres siempre lo habían percibido como alguien medianamente interesante, que podía recitar poemas de memoria ―verso tras verso sin titubear―, cortés, que poseía cierta sensibilidad, que escuchaba y podía sostener una conversación, que se hacía una opinión razonable de ciertos temas y, sin embargo, con quien por nada del mundo iniciarían algo en serio. Ni una aventura. Su personalidad nunca le alcanzaba para que en ellas quedara un residuo suyo que despertara una mínima inquietud por él. Si su desesperada aprehensión creía percibir algún interés ―por diminuto que fuera― de alguna incauta que aceptaba salir con él, lanzaba la ofensiva sin ningún refreno: les componía rimas que escribía en tarjetas decoradas, las acompañaba con rosas, las invitaba a comer, las atosigaba con mensajes todo el día, actos que después de todo, terminaban por empalagarlas o fastidiarlas, así que con las consecuentes excusas se escabullían.

El olor del café molido que se apoderaba del lugar se le metió por las fosas, le recorrió la nariz y lo sacó de las tiesas y amarillentas páginas del libro para traerlo de regreso a esa tarde de jueves, que era como cualquier otra de esas tardes de jueves en las que los oficinistas, mustios, salen a enjuagarse con cervezas el amargo sabor que la miseria de sus vidas les deja en la boca, aderezándolas con quejas y chismes o que los más optimistas aprovechan para salir a celebrar los magros éxitos obtenidos durante la semana. Vendedores de pulseras, cantantes callejeros, limosneros desfilaban, acostumbrados ya, a la mirada indolente, casi de desprecio, que como siempre parroquianos y transeúntes les lanzan cuando uno de aquellos tiene la osadía de acercarse a pedir una moneda.

La aguja larga del círculo empotrado en la pared se había adelantado dos números desde la última vez que había puesto la mirada en él.

No recordaba exactamente cuándo ni cómo le había llegado a la cabeza aquella epifanía. Probablemente había sido una noche solitaria, de autocomplaciente candor, de libido al máximo o de lástima por sí mismo. Quizá una penosa mezcla de todo eso. Esas fotografías frente a sus ojos, formadas por diminutos cuadros que en el monitor aparecían modelando músculos bien trabajados ―bíceps abultados, fuertes tríceps, sólidos pectorales, un abdomen bien marcado― y una sonrisa encantadora, le habían inspirado esa idea, esa posibilidad de ser atractivo. Y entonces lo supo desde el principio: se llamaría Robert. Aprovechando el momento de lucidez se apresuró a crear un perfil. Abrió una cuenta de correo que le era exigido para tales efectos. Después llenó los datos del registro mientras los iba inventando: ¿años? 30, consideró era una buena edad; ¿nacionalidad? ―quiso darle cierto toque de exotismo, eso siempre atraía a las mujeres― escogió algún país caribeño; ¿estudios?, algo indiferente, un estudio técnico; ¿ocupación? ―necesitaba una actividad acorde con ese cuerpo― streaper. Y listo, ya estaba. Sobre la personalidad se propuso ser encantador, carismático, seguro de sí. Además, resolvió trasplantarle lo que consideraba eran sus virtudes: ser culto, afable, empático. Apareció, pues, ese día un usuario que se duplicaba. Dos nombres y dos personalidades diferentes que tenían una misma fotografía.

Esa noche se dedicó a mandar solicitudes de amistad. ¡Beata comunidad aquella que otorga la amistad tan sólo con pedirla!, se dijo. Sería aquel el primero de muchos desvelos que gastaría en su nuevo modus vivendi de placer. Al día siguiente, después de cenar algo, revisó el experimento. La cantidad de notificaciones que confirmaban la aceptación de su nueva identidad eran notables. Decidió dar un paso más: mandar el primer mensaje. De entre sus nuevas “amigas” eligió a una que estuviera conectada en ese momento. “Hola”, un saludo tibio y convencional fue lo primero que escribió. Se arrepintió. Alguien con la seguridad del que se sabe guapo no saludaría así, pensó. Sorpresa. Un “Hola” dentro de una burbuja de otro color apareció en la caja de la conversación. Nerviosismo. ¿Qué más iba a escribir?; siguieron un montón de lugares comunes, nada fuera de lo usual para una conversación entre dos personas que “hablaban” por primera vez. Bajó la pantalla de su lap top que estaba sobre su barriga, la puso encima del buró, cerró los ojos y se sintió satisfecho.

Una pareja discutía en la mesa de al lado. No pudo sustraerse, su oído voyeur lo obligo a dejar de posar los ojos sobre las líneas tenues, casi grises del viejo libro y poner atención en los detalles de la discusión. Nada emocionante. Volteó al andador y los reflejos ambarinos que iluminaban a la gente afuera le indicaban que el sol estaba siendo engullido por el poniente. El capuchino casi se terminaba, lo apuró de un trago. Alzó la mano, y esta vez pidió un americano.

Miró el reloj: restaban diez minutos para que, caminando por sí solas, las piernas deseadas hicieran su entrada llevando a su dueña.

Después de unas semanas su lista de contactos se había nutrido bastante, había perfeccionado su método de abordaje y, además, ahora sabía cómo llevar una conversación ordinaria hasta hacerla tratar sobre asuntos de la carne; con ingenio se le revelaban  los recursos en la cabeza: escribía como si hablara con el acento propio del país que le había elegido, inventaba historias que les contaba sobre el oficio de bailar y desnudarse, de su contado catálogo de fotos hurtadas, seleccionaba las correctas para mandarlas e ir subiendo el nivel de sensualidad sutilmente, hasta que ellas, entusiasmadas, iban entrando en territorios lúbricos.

En el momento que alguna mujer más arrojada le sugirió le mostrara su miembro, se le anunció un dilema. No podía hacer pasar su pene promedio, su pene mediocre, que apenas parecía cumplir con las funciones excretoras como el de Robert: no era digno de la belleza de aquel cuerpo. Así que escribió en el buscador penes grandes. Después de varias combinaciones de sustantivos y adjetivos seguía sin encontrar algún resultado que lo convenciera. Pero el impulso creativo volvió, percutió entonces sobre el teclado huge coks: encontró fotografías de una verga prodigiosa, robusta, en una erección franca, rígida, dura como una piedra, palpitante, un ejemplar que él mismo hubiera querido sostener en la mano para calibrar su peso, su firmeza y convencerse que existía. ¡Ese era el falo del guapo! Arrojó las fotos por el ducto virtual.

De su afición a la lectura le habían quedado en su mente una serie de metáforas e imágenes que aprovechaba para el sexo escrito. Las que llegaban a leerlas se dejaban hundir en ellas. “El cid campeador del sexting”, se autoproclamó. Así, fotografías y palabras hacían florecer en ellas la humedad propia del apetito carnal. En ese momento, cazador sagaz, aprovechaba para pedirles el regreso del favor y ellas con la voluntad en la piel, se fotografiaban la vulva, el culo, las tetas. A cada lado de la señal inalámbrica, la luz azul que irradiaban las pantallas le bañaba a él la mano empuñando su pene, a ellas el dorso de la mano y las falanges como pulpos; él tratando de expulsar, derramar el deseo; ellas frotándoselo, untándoselo… presos de la lujuria, explotaban al fin.

El nerviosismo se empezaba a hacer sentir. El gusto amargo que el café sin azúcar le dejaba en la boca comenzaba a incomodarle. Verificó su aliento cubriéndose nariz y boca, aventando el vaho en el cuenco que formaban las manos y reteniendo por un segundo el tufo agrio antes de exhalarlo. Llamó al mesero para pedirle un vaso con agua. Por primera vez sacó el celular, secuestrado en el bolsillo del pantalón, para ver si tenía noticias de su cita. No se habían mensajeado desde que acordaron el encuentro hacía casi 24 horas: ninguna novedad. Le dio un largo trago al vaso que, un segundo antes, el mesero había puesto sobre la mesa. El sabor metálico del agua salida del grifo le molestó.

El celular le indicó que sólo faltaban cinco minutos para que la mujer virtual hecha de pixeles saliera de la pantalla a la realidad.

Que la hubiera elegido a ella dentro de todas las mujeres que había considerado para concretar un encuentro real atendía, si bien a la atracción física, más a que había descubierto entre ellos cierta afinidad. Había conversado con ella lo suficiente para saber su gusto por la lectura, su adicción al café cargado, las preferencias en el sexo y algunas cosas triviales de su vida.  En el plan que había rumiado por varios días esto era imprescindible. Desde luego que no iba a llegar a decirle “yo soy el tipo atractivo que conociste por internet”. No, no podía llegar y presentarse así, con su cuerpo rollizo, su sonrisa sin chiste, su personalidad gris, usurpando el lugar del otro. Así que trazó el plan perfecto: una vez instalada ella en el lugar, el guapo le cancelaría por mensaje, él ―David― se acercaría, se presentaría, pediría permiso para acompañarla en la mesa y echaría mano de toda la información recabada para empezar una plática amena, interesante, que haría resaltar sus gustos compartidos, sería condescendiente en sus discrepancias, buscaría hacerla sentir escuchada, cómoda. Se esforzaría por ser mejor que sí mismo para que se olvidara de la ausencia del guapo, que de alguna manera también era él.

El lugar empezaba a llenarse de vida. El tintineo de vasos y tazas, el rumor de las voces indefinidas, el olor a sudor y la sensación en el ambiente de estar siendo parte de tal vitalidad daban cuenta de ello. De pronto una vibración sobre su muslo lo sacó de la contemplación de aquel idilio. Sacó el teléfono celular. Cuatro números que fulguraban en la pantalla confirmaban el cumplimiento del plazo. El símbolo azul con un número enfrente le traían noticias: explicaciones y disculpas. Un contratiempo la había retrasado. No contestó.

Durante diez minutos su mirada había hecho el mismo recorrido, libro-reloj-calle, sin terminar de dejarla quieta en algún sitio, cuando la vio entrar luciendo el vestido negro que le había pedido que usara para aquella ocasión. Vio aquellos ojos cafés pasearse por todo el lugar buscando a alguien, la vio encogerse de hombros, sentarse en la única mesa desocupada, dejar la bolsa en la mesa, retocarse el labial. Con el corazón agitado alzó la mano, pidió la cuenta, dejó el dinero sobre la mesa, atravesó el salón y salió del lugar.

Nadie iba hacer esperar al guapo Robert.

C.E.M

 

Cuauhtémoc Estrada Maldonado (Ciudad de México 1988): Estudió educación musical en la Facultad de Música de la UNAM. Amante de la Ciudad de México. Apasionado lector de cuento y sin ninguna formación en letras ni en escritura, pretende ser aprendiz leyendo y escribiendo.