Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El fulgor y el ruido y la furia

(variaciones sobre un mismo tema)

Diciembre 2022

 

 Para Magali Cadena Amador, quien no sólo es tinta, quien no sólo es inspiración y exhalación, sino culpable, responsable, de lo que aquí se lee a continuación.

El autor hace un acto de desobligación moral (y fiscal) y canaliza cualquier queja directamente con Magali Cadena Amador.

 

 

Pero en algún instante, se va. Se ha ido.

Queda otra cosa.

Pero “eso” que fue

el fulgor y el ruido y la furia, eso se ha ido.

José María Álvarez. Al Sur de Macao.

 

 

Por Óscar Garduño Nájera

 

Tu sonrisa

Lo pienso un momento antes de darle un trago a la taza de café. Enciendo un cigarro. Espero algunos segundos antes de proseguir. No sé dónde leí que en situaciones así es recomendable. Lo que más voy a extrañar de ella es su sonrisa. El ser humano tiene formas curiosas de recordar. Todas las sonrisas del mundo son diferentes. Cada una emprende una danza con distintos labios. La toma de los brazos. De la cintura también. Mueven los pies y dan los primeros pasos igual que si un buen beso empujara los carnosos labios con la fuerza intempestiva de una moribunda y náufraga lengua. Cada una de las sonrisas de los millones de rostros es capaz de mostrarse desnuda frente al mundo. Desnuda. Ese tipo de sonrisas iluminan lo que uno deja atrás. Por eso hay recuerdos que son sonrisas. Es decir, sonríes cuando te llegan. Y también tú sonríes. “Deberías mostrar esa sonrisa que tienes en su totalidad”. Eso le sugerí alguna vez a ella. Como si un horizonte se nos mostrase a medias, una sonrisa así no se puede ocultar cuando aparece. Por más esfuerzos que hagas. “El mundo sería un lugar más tranquilo si lo hicieras. Si consigues contagiar a los demás con esa sonrisa”.

            Nunca ocultes esa sonrisa, es lo que le exigiría ahora. Da igual. Me la llevé al altarcito donde acostumbro a guardar lo que realmente vale la pena. No me lo pienso llevar a la tumba, pero en una de esas alguien da con él. De vez en cuando la saco. La vuelvo a aleccionar, insisto: deberías mostrarte en tu totalidad. Deberías asombrar al mundo con tu sonrisa. Así como la espada de cualquier caballero. Pienso en Lope de Vega. Luego la vuelvo a guardar en el frasco donde la mantengo con dieta rigurosa de entusiasmo y melancolía. La dejo en el altarcito. No acostumbro a dormir nunca sin su sonrisa al lado. Me la traje conmigo. Que ella nunca se entere.

 

Bola de nieve

Cierta noche de invierno ocurrió lo que tanto me temía. Estábamos acostados en el mismo futon rojo cuando volteó, me miró de frente, me abrazo y me dio uno de esos besos largos a los que tanto nos habíamos acostumbrado. Se quedó pensativa durante un instante. Se hizo a sí misma una pregunta: “¿Yo no sé por qué te amo tanto… te amo mucho, mucho!”. En realidad yo tampoco lo sabía. Nunca alcanzaré a entender qué era lo que veía en mí. Qué había visto que yo no. Qué era lo que sentía a través de mi presencia que no sólo compartimos cuerpos sino espacios, emociones, lo que en algún momento alcanzamos a ser los dos. Me preguntó si yo también la amaba. Contesté que “sí, mucho, más allá de lo que tú puedes imaginarte”. Pero algo se quebró entre los dos: su generoso amor había llegado a la cúspide y ahora, atemorizado por un futuro que casi al amanecer se hizo presente, me restaba esperar a que descendiera, a que poco a poco se fuese extinguiendo el amor y de nosotros no quedara más que uno de esos recuerdos hermosos compartido en una sombría lejanía. Estoicamente esperé. ¿Tenía caso luchar contra una bola de nieve? Ocurriría en cualquier momento.  

 

 

 

La propuesta que no fue

 

Recuerdo el momento justo en que se lo propuse. Estábamos en su casa, luego de una comida que le había hecho su madre por su cumpleaños, sentados en el mismo futon rojo. Se sonrojó. Luego comenzó a reírse. Enseguida me percaté que se trataba de una risa nerviosa. Le pedí que no se burlara de mi propuesta. “No lo hago”. Eso fue lo que me dijo mientras por otro lado yo me contenía las ganas para no irme encima de ella y darle un beso. En ocasiones un beso bien dado ayuda a tomar una decisión. Pero me conozco y no iba a poder con un beso, intentaría tocar sus piernas, sus senos, chupar sus pezones, abrir sus piernas, recargar mi frente en su sexo, volver a subir, ahora en dirección al cuello, a las orejas, otra vez los pezones, la misma operación.

Como ocurre con las novelas malas de misterio no me dijo que no, pero tampoco me dijo que sí. Cambió inmediatamente el tema y hablamos de un pulque sabor a mango que se servía para deleite de los comensales. Tarde unos cuantos minutos más en irme. Creo que le hice el amor más de cien veces con tan sólo perseguirla con la mirada por la casa, con ir tras de ella con uno que otro suspiro, con admirarla como admiraban los platónicos porque no necesitaba buscar tanto para dar con la belleza en sí, con apartarme de los que hablaban porque tenía en la vista el objeto de mi deseo; y ella, a su vez, me obsequiaba la más terrorífica de las indiferencias porque a final de cuentas se percataba de su poder, hacía uso de él, traía a un mastodonte de una cadena de un lado a otro de la casa, por lo que al salir y cerrar la puerta me sentí el hombre más idiota del mundo, pero también el más enamorado, mala o buena combinación: amor e idiotez, ¿importaba en esos momentos acaso?, no volvería a repetirse la experiencia, y muchos dicen que de eso va la vida, de experiencias, al día siguiente amanecí un poco más viejo, eso sí.

 

Misterios paralelos

 

Ya no puedo pedir más: ella tiene el dulce encanto de alterar todos mis sentidos con escuchar su voz. Pienso en algún fenómeno paranormal. Se trata de sus palabras, éstas se convierten, presa de algún poderoso hechizo, en palomas disecadas, llegan hasta donde yo estoy, me traen un amoroso mensaje, me alivian como se aliviaría a un corazón abierto, y entonces hago el siguiente ejercicio: cierro los ojos, cierro los labios, la beso, sus labios son como, plagiando a Octavio Paz, dos misterios paralelos, paralelos, justo como su mundo y el mío, qué importa que así sean nuestros mundos, siempre existe la posibilidad de construir (y no destruir) puentes donde circule libremente el amor.

 

Una alegre despedida

 

Tengo en la mente la misma estación de trenes en ruinas, que parece perseguirme quién sabe desde dónde. Intento escapar de ella y nada. Parece que sus vías son más largas que cada uno de mis pensamientos. Tengo en la mente la despedida tierna y amorosa de una mujer cuya voz seguramente tiembla al otro lado de una línea telefónica mientras asegura, entre sollozos, que son muchos hombres la que la pretenden, ninguno de ellos envidiable, en realidad.

Tengo en la mente un ramo donde dos claveles se abrazan y parece que bailan una sabrosa cumbia, hojita con hojita, tallito con tallito, sobre la pista de un florero azul de lata. Tengo la historia de un hombre que bien podría ser yo, pero que no lo soy, que se pone de cabeza, echa las piernas contra la pared y espera unos cuantos segundos para que alcance a escupir los tantos besos que una noche se quedaron pendientes. Una vez que ocurre, cuando los besos, arrastrados como son, ya se encuentran desperdigados por el piso, cuyos mosaicos hacen de mejillas, los recoge, bueno, primero se vuelve a poner de pie, no sin ciertas dificultades y luego de torcerse la cintura, los cuenta, los guarda en una bolsa, los mete bajo sus dos sucias almohadas y se promete a sí mismo que cuando le pregunten, a la mañana siguiente, por lo que soñó (tan preguntones que andan todos hoy en día) responderá que con besos, alguien seguramente dirá que es de lo más idiota soñar con besos, y entonces el hombre mostrará unos cuantos que traerá consigo durante todo el día en una de las bolsas de su saco de perfecto Godínez.

            Tengo la historia de un hombre que se ve a sí mismo mientras intenta escribir su propia y anodina historia, y la de un libro que nunca terminó por ser, no por falta de motivación, que nunca faltaron las piernas abiertas de ella, y las del libro, sino porque hay textos que no alcanzan los suspiros adecuados para una inspiración; aquí entonces se liga nuestra historia cursi y la segunda cumbia de los dos claveles.

            Tengo un departamento que extraña con la boca abierta y que tiende escaleras a manera de dardos para que cada que baje al siguiente piso el hombre que escribe la historia, y se ve a sí mismo escribirla, se ensarte en ellos, de uno en uno, de escalón en escalón, bajar las escaleras entonces resulta imposible.

            Todo lo anterior ocurre la noche de un jueves mientras hay café cuyo rumor al servirse suena igual que el de la risa de ella. Y de entre tantas cosas que tengo en la mente, no la tengo a ella, quien la tiene es el mismo hombre que se mira escribir a sí mismo en una libreta verde sentado frente al Palacio de Bellas Artes, mientras, a su vez, una recién pareja (ellos aún no lo saben), van arriba de un Honda Civic, beben cerveza, ríen, él aprovecha la distracción de ella al volante y pone la mano en una de sus piernas lo mismo que el que escribe coloca la punta del bolígrafo Parker en la libreta aún en blanco.

            La mujer (ahora sabemos que tiene coche) quita la mano del hombre que ahora ya no se ve escribir a sí mismo, porque el que se veía escribir a sí mismo se ha quedado frente a las puertas del Palacio de Bellas Artes, le dice algo así como quita la mano, a usted qué le importa el color de mi ropa interior, mientras el hombre que quita la mano sabe que la historia apenas comienza, porque ya en esos momentos sueña con acostarse con esa mujer.

            Han pasado los días y ahora un hombre escribe que se ve escribir a sí mismo mientras borra un libro que intentó pero que no fue cuando esa mujer decidió que era mejor partir, poner a salvo la cabeza, la independencia, y todo aquello tiene que ver con la mujer moderna de hoy en día.

            Hay libros que no son porque la única razón de ser desaparece, se esfuma, hace un truco de magia, cuenta uno, dos, tres y ya está, los demás aplauden, ha echado a correr, tal y como dicen ocurre también con los hombres que escriben y que se ven escribir a sí mismos una historia de amor que existió, pero que no existió, tan maravilloso y espectacular fue el acto de magia, que mientras el que se ve escribir a sí mismo cierra la libreta verde y entra a una estación del metro, el público pide ¡otro, otro, otro!, como si de una función de circo se tratara, hasta que llega la policía y dispersa a la multitud.

Aunque siempre cabe la posibilidad de encontrar una cervecería del Centro Histórico, pedir una cerveza bien fría y brindar por el sonido de sus carcajadas luego de hacer el amor, por la noche de cosquillas en que los dos rieron como tontos; sin embargo, el escritor recuerda que esto ya lo dijo alguien antes que él, y seguramente alguien que también lo dijo antes que el otro, y en cuanto recuerda que se trata de un cantautor español, decide censurarse, a partir de mañana dejará el alcohol, al menos la cerveza, para que no rime con el verso de la canción.  

 

Las mil historias

 

Hace muchos años aquel hombre conoció a una mujer que solía contar historias cada que caía la lluvia. La primera vez que el hombre escuchó la primera de las historias le pareció una de las más hermosas. Era de noche y el ruido de la lluvia (en realidad un aguacero) parecía envolver para regalo las palabras de la mujer. Otra opción es que hace muchos años aquel hombre se acostó con una mujer que solía contar historias cada que caía la lluvia y luego se dedicaban a los trabajos del amor. En ambos casos las historias tenían que ver con lo que significaba que en esos momentos tuvieras donde guarecerte de ella. En ambos casos los hombres se apropiaron de esas historias y ahora cada que llueve uno de los hombres suspira porque no volverá a escuchar la misma historia ni aunque caiga una tormenta; el otro hombre murió al escuchar la historia número mil… le dio hueva esperar a la siguiente.

 

The acrobat

 

Lo hice en silencio. Así entré a tu casa. Era de noche, todos dormían. Padezco de insomnio a pesar del Rivotril, y cuando no puedo dormir intento distraerme de esa manera. O alguien más lo hace por mí. Porque me gusta pensar que cuando estoy despierto es otro el que también lo está. Lo mismo cuando duermo. Si tú lo haces es distinto. Tú duermes y yo consigo existir: respiro de ahí de donde tú lo haces. Es complicado, lo sé. El compositor alemán Robert Schumann lo descubrió una mañana al despertar. Por supuesto que no se espantó. Estaba acostumbrado a cosas peores. Era invierno y junto con el frío comprendió lo de aquel ángel. Se le aparecía por la madrugada. Recostado en una de las dos almohadas. Despertaba al compositor con un suave soplo en el rostro. Y le pedía que tomara nota, que le dictaría alguna composición. Al despertar, Robert Schumann las transcribía, las perfeccionaba (si es que en realidad necesitaba de ello), aunque en realidad a pocos se atrevió a confesar lo del ángel, si ya de por sí muchos lo tomaban por loco.

            Caminé despacio, temeroso, en cualquier momento alguien podría despertar y entonces mi sueño también lo iba a hacer. Llegué a la cama. Tú también dormías. Fue cuando pensé en los aviones obesos de alas de abeja. En los aeropuertos. En tu país. En nuestra despedida. Esa que hiciste cuando prometiste regresar para encontrarnos con un fuerte abrazo. Desde entonces me convertí en lo que soy ahora.

            Pongo una de mis manos en tu tibia frente y todo lo que soy tiembla. Ignoro quién es la mujer que veo. Intento explicarme: no sé si eres tú la que duerme frente a mí con los labios entreabiertos, como si con un suspiro te pudiese arañar, o si es esa fotografía que sacaste del bolso en el aeropuerto y pusiste en mis manos, luego de pedirme que no me olvidara de ti, que te escribiera de vez en cuando y te mantuviera al tanto de mis medicamentos y de mi enfermedad.

            En cuanto sostuve esa fotografía en mis dedos agrietados comenzó todo. Por eso ahora estoy aquí. Y cada vez temo más que otro hombre despierte y que yo no sea sino uno de los tantos recuerdos en tu memoria.

            Intento con la fotografía y te cuento de ella en el silencio que tú habitas con tu lenta respiración. Extraño tus labios y los tantos y tantos besos que ocultaste bajo el tapete de WELCOME. Esos tantos y tantos besos que cobrarán vida cualquier tarde de invierno e inquietos te brincarán del pecho a los labios, harán un poco de equilibrio, andarán sobre la cuerda floja de unas tensas comisuras, y cuando el maestro de ceremonias lo anuncie saltarán al abismo de cualquier banqueta, se echarán a correr de prisa entre extraños, desesperados cruzarán cualquier avenida hasta que las llantas de un automóvil den con ellos, ahí quedarán esos últimos besos tuyos, y tú sin enterarte que los traías dentro, que era justo ahí donde estaba la explicación para esas extrañas palpitaciones en el pecho. Alguien dará con ellos, tal vez y hasta los recoja, ya se sabe: respiración de boca a boca, tal vez se los ponga él mismo, tan abandonado se sentirá que te exigirá una fotografía para escribir acerca de ella.

            Por eso en la fotografía sonríes y no alcanzas a darte cuenta de lo triste y acongojada que puede ser una sonrisa cuando se trata de decir adiós. Si lo hicieras tendrías que escapar de ti misma, salir, como se hace cuando llegas frente a un espejo de cuerpo completo y observas que hay sonrisas que valen la pena en el sinsentido de la humanidad.

            Fuera de la fotografía hace frío. Los días por acá son de esos soplos que no se quieren para el alma. Y cuando corro en la bicicleta el aire gélido se estrella contra mi rostro y deja sus estelas como bien se quedan implantados tus recuerdos en mi memoria: hay recuerdos que sirven para cubrirse y yo lo hago antes de que esa otra persona despierte. Lo hará en cualquier momento. Debo apresurarme si lo que quiero es llevarme algo tuyo.

Cuando te recoges el cabello como lo traes en la fotografía, supongo que son varias olas de un mar bravío las que rozan tu espalda, las que sacuden tus caderas, las que llegan hasta tus nalgas y hacen en tu sexo un nido para trepar nuevamente por el mismo camino y volver a empujar tu cabello para que éste quede firme y atado.

Cuando tomé la fotografía entre mis dedos los mojé con esas olas, ignorante como era de su efecto decidí chuparlos, hasta que el otro hombre, ese que sueña por mí en otro espacio distinto al nuestro, me condenó por atreverme a lo que he hecho desde entonces. Es tarde ya. Alcanzo a escuchar cómo un párpado toca el himno para despertar. Otro hombre despierta al lado tuyo. Desaparezco. Cuando amanece aún alcanzas a escuchar, como el sonido hueco del tambor de un niño, mi voz.