Revista Anestesia

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El encanto que despiertan las bibliotecas personales

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Por Ulises Paniagua

16 Octubre 2020

 

Una biblioteca puede ser una autobiografía. Por ello, hay que procurarla.

Jorge Luis Borges —sabio como era su costumbre— comentó alguna vez que “ordenar bibliotecas es ejercer, de un modo silencioso y modesto, el arte de la crítica.” Es cierto: cuando uno elige libros para colocarlos en las repisas debe decidir el mejor método para ello. Se puede demostrar superficialidad al acomodarlos por color o tamaño, por ejemplo; o bien, se acude a una organización literaria para alinear los tomos por orden alfabético, o bien, es posible conjuntarlos bajo el criterio de pertenecer a un único sello editorial. Es válido hacer un acomodo afectivo y decir: “en este estante coloco los libros que escribí; en este el de mis camaradas; en este otro los mejores ensayos que he leído; acá los textos que me obsequiaron personas bien especiales”. Por cierto que las enciclopedias, tan en desuso hoy en día, eran ideales para aportar elegancia a la decoración de un estudio o una oficina gracias a la carga simbólica que mantenían. Junto a las enciclopedias uno imaginaba que los minotauros, los cíclopes y los autores muertos podían convivir con nosotros bebiendo una taza de café en la sala.

Federico Díaz Granados (excelente poeta colombiano) confesó en una de sus conferencias que le encantaba entrar a las casas de sus amistades para echar un vistazo a las bibliotecas. “La manera en que los libros están ordenados”, comentó, “dice mucho de la personalidad del dueño; hablan tanto los libros bien alineados, como los que se encuentran en desorden” Un visitante se convierte en un voyeur literario ante estos hechos, además de transformarse en un crítico. Es verdad: una biblioteca impecable es hermosa (aunque uno sospecha alguna tenencia snob por parte del dueño, de tan perfecta que es); mientras que los libros que se hallan dispersos sobre la mesa (y en ocasiones en el suelo), son señal inequívoca de un escritor en pleno ejercicio de su oficio, inmerso en el trabajo de investigación e inspiración mientras desarrolla una novela, un artículo, un poemario. Ambos tipos de biblioteca suelen ser un retrato de sus propietarios; ambas tipologías poseen cualidades estéticas innegables, deliciosas. A mí me encanta contemplar los ejemplares empotrados en las paredes blancas, puras —como las de la Librería “Rosario Castellanos” del FCE—, de la misma manera que gozo con su acomodo (entre cuadros misteriosos, figuras esotéricas, juguetes y caballos de madera) dentro de la librería Jorge Cuesta en la colonia Juárez.

Existen, por otra parte, estanterías literarias míticas. En los últimos años de su vida, a Umberto Eco le dio por brindar entrevistas en el interior de su departamento de Milán. Dentro de la vivienda, la biblioteca era su lugar preferido, un espacio propicio para escribir y recibir a las visitas. Eco puso nombre a su bello rincón. Lo llamó “Bibliotheca semiológica, curiosa, lunática, mágica et neumática” porque “versaba sobre el saber culto y el saber falso”. En otras palabras, coleccionaba “todo lo que tiene que ver con la ciencia falsa, estrafalaria, oculta, y con las lenguas imaginarias”. Alumnos y entrevistadores que tuvieron el privilegio de conocer tal maravilla, juraban que estar allí equivalía a recorrer un laberinto de miles y miles de ejemplares. La “Bibliotheca semiológica, curiosa, lunática, mágica et neumática” demostraba, sin duda, la fascinación de Eco por los libros; una pasión que lo llevó a sublimar tal espacio dentro de las páginas de “El nombre de la rosa” a través de la imaginaria biblioteca custodiada por un personaje inolvidable, Jorge Burgos. Como dato curioso, este personaje, quien era un monje anciano y ciego, resultó —en palabras del autor— un homenaje al propio Borges, al que Eco admiraba.

Y ya que nos ponemos borgianos, debemos acudir al cuento del autor argentino, “La biblioteca de Babel”, para referir la biblioteca más celebre dentro del mundo literario. No hay una maravilla que se le pueda igualar. En “La biblioteca de Babel” Borges es capaz de comparar los misterios de la palabra, de los vocablos, con el propio cosmos. El relato, publicado en 1941 dentro del libro “El jardín de senderos que se bifurcan”, es espléndido en su descripción:

“El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas (…) Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito…”

Mucho se ha especulado en ensayos académicos, y en otros no tan serios, que la biblioteca borgiana bien pudiera ser el antecedente de las enciclopedias electrónicas y del propio conocimiento a través de internet, por la forma en que reproduce e interconecta el universo de los libros ¿Qué son los links en Wikipedia, sino una serie de permutaciones del conocimiento?

Hay otros sitios emblemáticos que representan a generaciones de lectores. De vuelta a la materialidad, es de destacar el que lleva por nombre “Livraria Lello”. “Lello” se halla en Oporto, Portugal. Por su complejidad, belleza y misterio, se rumora que tal local sirvió de inspiración a la biblioteca del Colegio Howgarts dentro de la saga fantástica de Harry Potter, escrita por J. K. Rowling. En cuanto a dimensiones, la Biblioteca del Congreso en Washington es considerada la más grande del mundo, pues en su interior alberga más de 128 millones de artículos, incluyendo libros, manuscritos, películas, fotografías, partituras y mapas.

En la contemporaneidad, los autores famosos hacen donaciones personales desde sus colecciones; obsequios que impresionan a los simples mortales. Ocurrió así en el caso de Philip Roth, quien después de morir legó en un testamento la biblioteca de Newark, a la que consideraba su segundo hogar; un espacio dotado con 7,000 volúmenes y dos millones de dólares para su mantenimiento. En la colección de Roth, aparecen libros de Cervantes, García Márquez y Dostoievski, autores a los que leía con interés.  En un ejemplar de “Trópico de Cáncer” de Henry Miller, en una edición de 1961, Roth anotó en tinta negra: “Es el triunfo del individuo sobre el arte”.

Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura en 1982, hizo una donación invaluable para su bello país natal, Colombia, desde la colección de su casa ubicada en México. Tan generoso obsequio abarcó cerca de 5,000 libros. En la biblioteca del Gabo, aparecía una edición de 1972 de la novela emblemática de James Joyce, “Ulises”, ese “mamotreto sobrecogedor”, como lo llamó en sus memorias. Esa biblioteca fue por las mañanas el búnker de trabajo de Gabo, y por las tardes, el centro de muchas parrandas. “Tenía un bar siempre muy bien dotado”, recuerda el hijo del escritor. “En ese sitio estuvieron sentados cómodamente figuras como Fidel Castro, Sean Penn o Silvio Rodríguez”.

Una biblioteca poco reconocida en México y en Latinoamérica, que vale la pena citar, es la del escritor René Avilés Fabila. René se dio a la tarea de conseguir al menos un libro firmado por cada uno de los Premios Nobel que hasta la fecha de su fallecimiento, 2016, existían; inclusive llegó a establecer un “Museo del Escritor” donde podían admirarse tales joyas. Sin embargo, el gobierno mexicano no le prestó atención al proyecto en ninguno de los sexenios anteriores y, falto de recursos, el museo tuvo que cerrar. Es una pena que ya no podamos acceder a aquella biblioteca, porque poseía como plus una edición original de Edgar Allan Poe con la rúbrica del mismísimo autor estadounidense, ejemplar que René había adquirido con mucho esfuerzo.

Un último dato que es importante citar, del cual pocos están enterados, es el que involucra al fuego y al nombre del Nobel mexicano. La biblioteca de Octavio Paz, ubicada en el barrio de Mixcoac, sufrió el infortunio de un incendio y, al igual que ocurrió con el célebre caso de la Biblioteca de Alejandría, nunca sabremos qué maravillas alojaba aquel lugar.

Las bibliotecas son también el escenario de la sana envidia. Me explico. Cuando uno va de visita a un hogar donde se lee con profusión, los ojos se desvían, en plena conversación, hacia los títulos ajenos. Es un efecto que podría definirse como un coqueteo intelectual; se ingresa así a un silencioso romance con los libros de los otros. Algunos de esos ejemplares, con sinceridad, muchas veces no son mejores a los que se tienen en casa, pero guardan la virtud de ser diferentes. Otros, son el anhelo perpetuo, el motivo de un insomnio de años. En el instante en que alguien te muestra ese ejemplar raro al que no tuviste acceso, de ningún modo, te sientes a punto del desmayo, quisieras convertirte en el propietario de aquella colección bibliófila. Para tales emergencias, debiera existir un mandamiento que dictase: “no desearás los libros de la biblioteca de tu prójimo”. Por fortuna, no lo hay. De este modo, es posible seguir recorriendo los paraísos literarios vecinos, a manera de fantasía biblioerótica, sin temor a ser juzgado. Y, sobre todo, es dable volver a recorrer el espacio, una biografía empastada, del modo en que se recorren las memorias de una vida.

Cada libro es un recuerdo. Una biblioteca, un conjunto de símbolos de lo vivido. Me he arrepentido, hasta el día de hoy, de no haber puesto el empeño suficiente en tener, en casa, la biblioteca de mis sueños. Se trata en todo caso de una colección modesta, pero espero darle a través de algún truco de magia la íntima espectacularidad debida. Mi biblioteca soy yo; por lo que merece mayores atenciones. Cada vez que me invade la pereza ante el proyecto de mejorarla, me viene a la mente, como signo de autoflagelación, aquello que señaló Arturo Pérez-Revérte en alguna de sus entrevistas: “Una biblioteca no es un conjunto de libros leídos, sino una compañía, un refugio y un proyecto de vida.” Uno quiere, desde luego, vivir y morir bien acompañado.