Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El embrujo de la normalidad

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Por Gabriela Lira

16 Septiembre 2020

 

Debido a la pandemia por Covid-19, los medios de comunicación han reiterado que nuestra vida no volverá a ser la misma. Los nuevos rituales de higiene, a los que no estábamos acostumbrados la gran la mayoría, han enrarecido nuestra existencia. Tras meses de encierro, el domingo pasado fui con mi pareja a uno de nuestros restaurantes favoritos. Antes abarrotado de gente, lucía casi desierto. Para respetar la sana distancia quitaron la mitad de las mesas y redujeron el número de empleados de forma drástica: a nuestro alrededor había un barman, un gerente y un solo mesero. Estos dos últimos apenas y disimulaban su turbación por la escasez de clientes. De regreso a casa mi pareja dijo haberse sentido incómodo durante la comida. Portar cubrebocas, desinfectarse las manos, medirse la temperatura y ser rociado con una sustancia antiséptica al ingresar, así como leer el menú en formato virtual, previa descarga en el iPhone (cuando él ni siquiera usaba teléfono celular), le parecieron condiciones lógicas en las circunstancias actuales, pero hostiles de cualquier modo.

Caí en la cuenta de que era su primera salida desde principios de marzo. A sus sesenta y un años se había sometido a una operación en febrero: no podía darse el lujo de exponerse al Covid y guardó estricta cuarentena. Durante ese lapso yo, veintiséis años menor, salía de compras con el outfit de la pandemia: cubrebocas, pantalla, guantes y un desinfectante portátil. Recluido en casa, él no había podido observar la serie de cambios que acontecieron al exterior a la velocidad de un rayo. Estaba al tanto de las medidas impuestas gracias al periódico y a las redes sociales, pero no es lo mismo conocerlas de oídas que verlas con tus propios ojos. Aquel domingo en el restaurante los contrastes saltaron a su vista de súbito, como en la película Goodbye, Lenin, donde el personaje de la madre se halla en coma cuando derrumban el Muro de Berlín y, un buen día, al escabullirse por primera vez a las calles, advierte en estado de shock la irrupción de capitalismo salvaje en la que fue su Berlín Oriental.

Yo también había experimentado esa extrañeza en varias ocasiones. Recuerdo en particular una mañana de mayo en que fui al banco. Para llegar hasta él debía atravesar un centro comercial, que por lo vacío me pareció mucho más grande que antaño. El 90% de los locales estaban cerrados, pues nada más los de primera necesidad podían operar bajo ciertas restricciones. En esos días estaba leyendo a toro pasado El cuento de la criada, de Margaret Atwood, la historia de un régimen tiránico instaurado en la nación ficticia de Gilead, so pretexto de una crisis ecológica que amenaza con extinguir a los seres humanos. Digo que estaba leyendo a toro pasado, pues la fiebre por esta novela había tenido lugar tres años antes, cuando HBO estrenó una adaptación del mismo nombre. Pero no se me da el comprar títulos de moda y pasé de largo por la mesa de novedades. Dicen que todo llega a su tiempo y la lectura de un libro no es la excepción. Por influjo de Atwood, esa tarde entendí que la nueva normalidad no era una simple frase hecha.

Aunque apenas había un par de individuos desperdigados por el centro comercial, cada trescientos metros montaba guardia, metralleta en mano, un policía encargado de impedir saqueos multitudinarios. Mientras recorría los pasillos, sentía a mi izquierda o derecha el peso de sus miradas inquisitivas. Como la pantalla protectora obstruía mi visibilidad, sólo podía verlos de reojo. Entonces vino a mi mente la escena en que las criadas de Gilead salían por el mandado con unas tocas blancas que formaba parte de su uniforme y les impedían observar con claridad el panorama en torno suyo, donde unos guardias armados custodiaban cada uno de sus movimientos desde lugares estratégicos. Ése fue mi momento de quiebre. En mi mundo las medidas sanitarias que se habían impuesto con carácter provisional, lejos de desaparecer, se volvían más estrictas. Como si no lidiáramos ya con las suficientes molestias, también improvisaron un tapete sanitizante, que mojó por enésima vez las plantas de mis pies de una fría sustancia, pues había olvidado cambiarme las sandalias por unos zapatos cerrados.

Me sentí burlada por una fuerza siniestra. Pero no se trataba de ciencia ficción. Era la realidad pura y llana. Entendí que de este lado de la página las mujeres éramos igual de vulnerables, pues incluso en el pico más alto de la pandemia debíamos asumir las faenas de siempre para que la normalidad, vieja o nueva, no se cayera a pedazos. Me pregunté si, como en el país de Gilead, también habrían de estirar la liga hasta donde la tensión fuera insoportable para nosotras.

En el prólogo a El cuento de la criada, Atwood aclara que para escribir una historia distópica como la suya no es necesario inventar seres, objetos ni leyes de fantasía. El mundo, tal como lo conocemos, puede convertirse en un lugar bastante sórdido con una sola vuelta de tuerca, cuando el orden natural y social empiezan a jugar en nuestra contra por alguna contingencia. Así lo constató durante su paso por Berlín Oriental, donde muchas de las garantías individuales se borraron de un plumazo con la implantación de un gobierno totalitario, que levantó un muro de la noche a la mañana para mantener a los habitantes en calidad de rehenes. Su novela nos enseña que nuestro concepto de normalidad, incluso el más arraigado, tiene cimientos muy endebles que un sinfín de avatares pueden desmoronar en un instante. El Covid-19 en específico agudizó la conciencia de nuestra indefensión debido a su carácter global. En tan solo unos meses han fallecido al menos 700 mil personas. Millones más han perdido sus trabajos y fuentes de ingreso de modo indefinido. Incontables negocios, en apariencia estables, han cerrado sus puertas como resultado del confinamiento y de la sana distancia. Los muros que nos constriñen con más fuerza son invisibles.

“En determinadas circunstancias puede pasar cualquier cosa en cualquier lugar”, escribió Atwood a modo de advertencia. La normalidad es una suerte de embrujo del que despertamos cuando los pactos que sustentan el orden se rompen y con ellos los rituales que confieren a nuestra vida cotidiana estructura y sentido. Como las monedas, esta experiencia disruptiva tiene una cara negativa y otra positiva. Para sobrevivir a su violencia, debemos apresurarnos a celebrar nuevos pactos y adoptar nuevos rituales. Sólo así podemos caer presas de ese embrujo que nos permite desempeñar un papel en la sociedad y ser funcionales. De lo contrario viviremos expulsados de un mundo que sentimos ajeno. Por muy extraño y penoso que sea el proceso de transición, en el momento menos pensado la nueva normalidad se convertirá, por efecto de la costumbre, en la normalidad a secas.