El día del apocalipsis en Corpus Christi
Autor: David Becerril
Octubre 2022
Todo comenzó en el interior de una catedral cuando se celebraba la misa de solemnidad de Corpus Christi. Cuando el deán vomitó la hostia ensangrentada mientras se ahogaba con su propia sangre. Y cuando la guerra al otro lado del mundo inició.
Los gritos de espanto en el interior de la iglesia se podían comparar con el coro multitudinario de los feligreses al rezar el padre nuestro. Al ver al sacerdote, muchos de los asistentes sintieron el impulso de correr al altar y auxiliar al hombre vestido con una túnica color marfil y adornos dorados. Una sensación funesta en el interior de la iglesia los paralizó y los obligó a derramar un río de lágrimas provocadas por la desesperación al ver morir al religioso sin poder hacer nada para socorrerlo.
El líquido escarlata derramándose de ojos, nariz y boca manchó el níveo mantel. Fue la obra de algún ángel confundido o la burla de un sádico demonio, pero la sangre caprichosa formó en la superficie del altar la figura de una cruz invertida. La gente no entendía si eran testigos de un incomprensible milagro o de la acción asesina de un ente prófugo del infierno.
Se escuchó la voz de una mujer cuestionando a Dios por no intervenir. Imploró por la salvación de un hombre cuya labor fue siempre la de ayudar al prójimo, proteger a los desamparados, alimentar al necesitado, socorrer a los pobres, brindando a los niños huérfanos un hogar, educándolos y compartiendo con ellos el amor que él sentía por la naturaleza, compartiendo con los infantes sus infinitos conocimientos de botánica mientras se paseaban en el jardín de la catedral. Al reclamo de la mujer siguieron otros similares. Las oraciones tomaron fuerza.
De pronto hubo silencio. Un viento monstruoso irrumpió en el interior del templo arrastrando a una confundida parvada de pichones tordos, los cuales ante la confusión, revolotearon en la cúpula más alta; agitaban sus alas como si en verdad pudieran apagar el fuego en las entrañas del sacerdote.
Las oraciones se interrumpieron. Las personas veían asustados a las decenas de aves danzando en el aire, frente al altar, frente a los vitrales y las figuras de los santos. Algunos feligreses no soportaron seguir viendo el cuerpo agonizante del sacerdote ni la presencia de las aves en la iglesia y decidieron salir, porque si lo que ocurría tenía que ver con el preludio de una batalla entre las fuerzas del cielo y el infierno, no deseaban quedar en medio de la contienda. Otros, al ver que las aves no dejaban de aletear mientras cagaban sin pudor lo mismo bancas, retablos, a las vírgenes y a los santos, buscaron refugio debajo de los asientos. En medio de un rictus doloroso, el sacerdote trató de alcanzar un objeto mientras abría mucho los ojos antes de dejar de moverse. En esa mirada cardenalicia quedó impreso un genuino rastro de terror, y su brazo, como si fuera de una escultura barroca, quedó extendido en clara muestra de querer alcanzar algo, o suplicar ayuda.
Las aves revolotearon asustadas buscando la salida cuando otra salvaje corriente de aire penetró en la iglesia tumbando bancas, floreros, figuras. Algunos pichones lograron cruzar antes de que el portón se cerrara de pronto como si la mano de un gigante invisible la azotara con furia agudizando el pánico en el corazón de aquellos imposibilitados de salir. Las aves atrapadas en el templo continuaron volando de un lado para otro hasta que una, en su desesperación por salir, se estrelló contra la pieza de un vitral en la cúpula; el vidrio estalló en pedazos y el ave cayó al piso decapitada. Sus compañeras tuvieron la oportunidad de escapar. Entre la gente que corría asustada buscando una salida, alguien gritó que el día del juicio estaba iniciando. Otro se detuvo para preguntar por qué el fin del mundo ocurría en el día de Corpus Christi. Otro más alegó la intervención del anticristo que abrió las puertas del infierno dejando salir a una hueste de demonios porque, de qué otra manera se podía explicar la repentina muerte del sacerdote segundos después de ingerir el santo cuerpo de Cristo. O qué otra explicación se podía tener para encontrarle sentido al comportamiento de las aves. O quién si no Lucifer podía cerrar con furia y facilidad el pesado portón de la catedral desatando una tempestad en las calles. Otro más argumentó que tal vez, haberse quedado encerrados en la casa de Dios estaba bien, que a partir de ese momento deberían de sentirse afortunados de enfrentar el fin del mundo en la iglesia, que tal vez afuera la larga y última noche de la humanidad había comenzado, y tal vez la tierra estaría destinada a enfrentar una brutal lluvia de fuego mientras los ríos se secaban y los mares devoraban poco a poco los continentes, y esa larga agonía duraría más de cuarenta días con sus noches; y los muertos escaparían de sus tumbas, unos para enfrentar el juicio final y otros para huir de él; y habría inmensas nubes de ceniza de todos aquellos que murieron incinerados y estarían destinados a vagar en el limbo como una nube llena de nostalgia sin tener la oportunidad de hablar para ser testigos en su propio juicio; y los hijos pelearían con sus padres, y una criatura gigantesca que durante milenios ha estado dormida, saldría del abismo de las fosas marianas con el único propósito de devorar a los hombres. Y las naciones pelearían mientras la comida y el agua se agotaban. Y quizás ellos, en esa catedral, luego de presenciar la muerte del sacerdote que derramó su sangre en el altar, y con ello marcó el inicio del apocalipsis, serían los pobres que al final de Armagedón heredarían el reino de Dios.
Todos escucharon atentos la arenga de ese hombre sin dejar de pensar en los rumores de guerra al otro lado del mundo. Todos sintieron una convicción incomprensible en las palabas del sujeto y en ellas encontraron un inesperado bálsamo momentáneo para calmar la desesperación en sus corazones, y fue inevitable la sensación de alivio pues irremediablemente se identificaron como los elegidos.
Y el miedo desapareció. Y las lágrimas se secaron por la promesa de esperanza. Y en el rostro de los feligreses se dibujó un gesto de consuelo. El hombre que pronunció el discurso sintió de pronto la necesidad de portar el manto sagrado para sellar su alianza con Dios y que este lo reconociera como su guerrero. Sin pudor alguno pidió ayuda para despojar de sus ropas al sacerdote; estaba convencido de que, en adelante, sería la voz del creador en la tierra e iría a cada rincón del planeta predicando y enseñando la palabra de Dios.
Sin embargo, ni él ni los otros hombres lograron mover un milímetro el cuerpo rígido del sacerdote que seguía con el brazo extendido señalando una dirección.
El hombre que quiso ponerse las ropas del clérigo se quedó callado, analizando la situación, pensando que tal vez el sacerdote no fue más que un vehículo para que Dios les trasmitiera un mensaje y ahora su trabajo era descifrarlo.
Una mujer alzó la voz creyendo haber entendido el mensaje oculto en la postura del cadáver. El brazo señalaba la efigie de San Juan. Fue entonces que todos estuvieron de acuerdo que ese día de Corpus Christi era el elegido para que el apocalipsis según San Juan, se hiciera realidad.
A todos les pareció aceptable esa hipótesis.
Uno de ellos se agachó con la intención de ver los ojos del sacerdote por última vez antes de cerrárselos para siempre. Quería averiguar qué fue lo que vio en medio de su último aliento de vida. Le dedicó una larga mirada al cadáver esperando que Dios se le manifestara en esos ojos ensangrentados. Cuando entendió que Dios no le devolvería la mirada en los ojos de un muerto, comenzó a seguir la dirección de la mirada y, sobre todo, el sitio que seguía señalando el brazo rígido del cadáver.
El hombre reparó en una pequeña figura inmóvil, como si fuera un pequeño ángel que se cayó de un retablo y permanecía de pie atestiguando todo. Su piel era blanca, el cabello negro y rizado, de mejillas sonrojadas, cara redonda, largas pestañas enmarcando un evidente gesto de satisfacción en su mirada. Vestía la ropa de monaguillo y sostenía un cáliz dorado repleto de hostias.
Todos repararon en el niño con el cáliz en sus manos… mas nadie sabría que el objeto estaba impregnado de una sustancia extraída de las plantas más mortíferas cultivadas en el jardín de la iglesia y que, según palabras del sacerdote, una pequeña porción podía acabar con la vida de un hombre en cuestión de segundos. Nadie sabría que esas lecciones de botánica se le grabaron al niño cuando el religioso lo sacaba cargando de su habitación y lo llevaba a la oscuridad del sótano de la iglesia. Nadie sabría si fue un ángel o un demonio el que susurró al oído del niño, mientras el sacerdote lo violaba, que embarrara el cáliz del veneno de la planta. Nadie sabría si hubo otros niños a los que el sacerdote llevaba al sótano. Nadie tendría una explicación sensata para determinar si esa acción era el inicio del apocalipsis porque la guerra inició en otros países y sus ecos resonaron en todo el mundo, o solo como la acción vengadora de ese pequeño ángel.