El dedo desnudo
Por Octavio Ollin
Agosto 2021
I
—Casémonos cuanto antes —dijo Elba con excitación. Ella llevaba tiempo atrás insistiéndole lo mismo a Gonzalo. «Esta mano está vacía.» «Debes demostrar que me amas.»
—Es muy precipitado, amor.
—¿Precipitado? ¿Acaso no me amas?
—Te adoro, Elba. Pero, ¿qué sucederá con nuestros estudios?
—Yo no pienso ser enfermera. Me da fatiga —Elba rezongó—. Tú puedes concluir tu carrera de médico en otro lugar.
—Lo pensaré. Dame estos días, ¿de acuerdo?
—Está bien —Elba levantó la mano y sacudió los dedos—. También te encargo…
Gonzalo sólo asintió con la cabeza.
—Ya es noche —ella le besó la mejilla—. Adiós, cariño.
Gonzalo salió del departamento. Tenía que ir al boticario a comprar el medicamento de su madre que llevaba días sin aliviar la incómoda gripe. Mientras caminaba de un lado a otro miraba de reojo a la gente y a su alrededor sin la menor importancia.
La conversación con Elba era lo que le preocupaba más y más conforme avanzaba entre las iluminadas, ruidosas y sombrías calles de la ciudad. Aún era temprano. Dobló hacia la avenida 20 de noviembre. Fijó la mirada en el oscuro cielo y metió las manos a los bolsillos. Luego dobló a la derecha, en la calle República del Salvador. Entró con el boticario y pidió el medicamento. Pagó y se despidió.
«Mi mamá puede ayudarme con la boda.» «También te encargo…», recordó algunas de las palabras de Elba.
—Me casaré con ella —dijo Gonzalo en silencio—. Me casaré con ella.
Él deseaba vivir cómodamente junto a Elba. Su profesión como médico lo auxiliaría, sin embargo, Elba no pensaba lo mismo que él. Ella ansiaba sólo con casarse.
Gonzalo apretó el paso —faltaban unas calles más para que llegara a casa— hasta que un repentino golpe lo frenó. Cuando volvió la mirada, entre la penumbra, alcanzó a distinguir la frágil silueta de una anciana.
—Dispénseme. ¿La he lastimado?
—No hay cuidado. Estas calles andan muy solas y con poca luz a estas horas —explicó la anciana con una voz quebradiza.
—Si me disculpa…
—Adelante, joven —la anciana estiró la mano para permitirle el paso.
Por un momento, Gonzalo observó con aire pensativo que, en la mano avejentada, resplandecía un hermoso anillo bajo la pálida y débil luz de una farola.
—Su esposo debe estar esperándola.
La anciana miró cabizbaja.
—De verdad, lo siento.
—No hace falta. Sólo lo guardo como recuerdo.
—Todo objeto carga con algún recuerdo.
—Así es joven.
—No la interrumpo más. Cuídese —Gonzalo le sonrió pese a la oscuridad.
La anciana dio la vuelta y continuó su marcha con esmero.
II
En la facultad, Elba pasó todo el tiempo preguntando por Gonzalo, pero continuaba recibiendo las mismas respuestas: “No, no lo hemos visto.” “No ha estado en clases.” “No he sabido nada de Gonzalo.” “Qué extraño. Creí que estaba contigo, Elba.” “Esperemos que vuelva, porque puede reprobar.” Nadie sabía nada de él. Ni profesores ni compañeros.
Elba, esa tarde, embargada de angustia llamó a casa de Gonzalo.
—¿Hola? Amor, ¿eres tú?
—Hola Elba —Gonzalo contestó de golpe.
—¿Por qué no te has aparecido?
—Surgió un problema.
—¿Es tu madre? ¿Qué le sucedió?
—No, ella está mejor.
—Entonces, ¿qué ocurre?
En ese preciso instante, Gonzalo rompió a llorar.
—¿Qué te pasa?
—Tendrás lo que deseabas.
—¿De qué hablas?
Gonzalo colgó el teléfono.
—¿Hola? ¿Estás ahí?
Elba tomó su abrigo y salió del departamento. En las calles había ruido sobre cada edificio y encima de las paredes donde la muchedumbre se agolpaba y resistía en la ardorosa ciudad. El cielo estaba desierto y totalmente claro.
—¡Hola, soy yo! —Elba golpeó la puerta de la casa—. Ábreme, por favor.
—Hola —Gonzalo la saludó con una voz adormecida.
—¿Y tú mamá?
—Se encuentra descansando —dijo Gonzalo mientras rascaba su cabeza y miraba el suelo.
—¿Dónde has estado? Estuve como loca preguntando por ti —lo increpó mirándolo a los ojos—. ¿Te has desvelado? ¿Hace cuánto que no duermes?
Unas remarcadas ojeras y una fuerte palidez lo delataban.
—No esperes respuestas, Elba, porque no te las daré.
—¿Entonces?
Gonzalo evadió la pregunta y, con una serenidad de hierro, le dijo:
—¿Deseas casarte conmigo? —estrechó frente a Elba una cajita roja, y la abrió.
—¡Dios mío, Gonzalo! ¿Dónde…? ¿Cómo…?
—¿Cuándo quieres que nos casemos?
—Debemos… ¿Qué te sucede? ¿Por qué tiemblan tus manos?
—Por nada. Mejor contéstame. ¿Aceptas?
—Sí, sí acepto —Elba se sonrojó—. Gracias, amor —y lo besó con profunda pasión.
—Mañana mismo, si es que quieres, arreglamos la boda.
—Se lo contaré a mi mamá —Elba descolgó el teléfono.
III
—Ya no llores, hija —dijo la madre—. Por Dios, no me gusta verte así.
—¿Por qué mamá? ¿Por qué me robó el anillo?
—Tal vez se arrepintió de algo, hija. No lo sabemos.
Y el padre gritó con la furia de un león:
—¡Ese muchacho nunca me dio confianza! ¡Te lo advertí!
—¡Ya papá! —Elba cubrió sus oídos—. ¡Ya déjeme en paz! —y corrió a su habitación.
—Déjala desahogarse, amor —sugirió la madre, resignada y doliente—. Mira que desaparecer una semana después de casarse. No lo entiendo.
—Es un sinvergüenza, un cobarde. Sabía que nada de esto saldría bien. Su madre tiene la culpa por educarlo de esa manera.
—Recuerda que ella también desapareció, cariño.
—Es cierto. Ahora recuerdo. Nunca pudimos conocerla. Menos mal —dijo el señor en tono grave—. Cambiando de tema, ¿supiste lo de…?
—Cómo no enterarme. Dolores paseaba todas las noches sin ninguna preocupación.
—Pobre Dolores. Los periódicos decían que fue una contusión cerebral, y que además trataron de mutilar su…
—No sigas, por favor —rogó la mujer.
El silencio, en ese momento, golpeó las paredes de la casa.
Escritor. (Ciudad de México, 1998). Publicó su primera novela corta El pseudónimo de la muerte (Asociación Editorial Alebrijez, 2015). En 2017 y 2018 participó en el “Miércoles Itinerante de Poesía” de la Editorial Verso Destierro.
Ha hecho colaboraciones con cuentos y poemas para las revistas electrónicas: Revista Literaria Pluma, La Piraña, Revista Literaria Ibídem, El Ocaso de las Letras, Perro Negro de la Calle y The Libertiry Prose Journal en español.
Actualmente estudia la Licenciatura en Biblioteconomía en el Instituto Politécnico Nacional.