Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El cocinero

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Por  Homero Carvalho Oliva

16 Junio 2020

La primera vez que Eduardo vio esa atroz expresión de espanto fue a los once años. La vio en el alterado rostro de su madre, especialmente en los ojos, en el iris de cada uno de ellos donde, en el horror, encontró su Aleph, el punto desde el cual se podía ver todos los miedos, especialmente el de la muerte. Ella, mortalmente herida, trataba inútilmente de sacarse el cuchillo de cocina clavado en su estómago, hasta que se le fue apagando el brillo de los ojos, sin darle tiempo a decirle a su hijo, quien la miraba paralizado, qué era lo que había visto y la había asustado tanto.

 

La policía informó que el asesino fue un ocasional amante de la mujer y ahí se cerró el caso. A nadie le importaba.

 

El padre de Eduardo no quiso hacerse cargo de él, porque, pese a llevar su apellido, sospechaba que no era su hijo. Por eso el chiquillo se fue a vivir con unas tías solteronas, quienes tenían un comedor vecinal barato. Las mujeres, beatas y chismosas, lo recibieron de mala gana, pues sentían desprecio hacia su madre, la casquivana hermana, por el oficio que había desempeñado. Sin embargo, pudo más la compasión y el qué dirán, y terminaron aceptándolo con algunas condiciones, entre ellas, tenía el deber de ayudar en la mediocre pensión. Y allí, en una casa vieja de dos pisos por la zona de Tembladerani, en una cocina sucia, el muchacho aprendió lo poco que pudieron enseñarle las tías sobre el arte de la comida.

Durante algunos años, fue aflorando en Eduardo el conocimiento intuitivo que en algún lugar de su memoria guardaba sobre sabores, condimentos y sazones, arte al que estaba predispuesto, pues tenía una gran intuición para mezclar productos e inventar nuevos platos criollos con menudencias de ganado vacuno, de llama y de oveja. Antes de cumplir dieciocho años, transformó la pensión en un verdadero restaurante, al cual los paceños y turistas iban a disfrutar de las innovaciones de los platillos típicos. No le importaba la indiferencia de sus tías, porque su mundo estaba en la cocina, las carnes, las legumbres, las hierbas, las especias y los cuchillos que afilaba con cierto morboso cariño.

Una noche, cuando había cumplido veinte, nueve años después del asesinato irresuelto de su progenitora, encontró el amor en una jovencita que conoció en la calle, justo al frente del restaurante de las tías. La mujer de sus sueños no tenía más de diecisiete años, vestía un jean descolorido, una chamarra de imitación de cuero y estaba parada como si esperara a alguien que nunca llegó. Eduardo la observó durante una hora y, cuando advirtió que ella, cansada de esperar, se estaba marchando, cruzó la calle, le habló y la invitó a comer algo. Desde ese día, se volvieron inseparables.

Se fueron a vivir a una pequeña habitación alquilada en un barrio que se descolgaba de uno de los cerros de la ciudad, cuyo miserable aspecto hacía suponer que en cada lluvia se iba a venir para abajo. Vivían de la modesta suma de dinero pagada por las tías y de las propinas que ella ganaba como mesera en un bar por la avenida Montes. Trabajaban de noche, dormían por las mañanas y, por las tardes, después de hacer el amor como los jóvenes enamorados lo hacen (apasionada y salvajemente), salían a pasear por las calles paceñas. La gente los veía felices, riendo y, a veces, los fines de semana, borrachos, tomados de la mano, besuqueándose en las esquinas. Eran una pareja normal, como cualquiera de ese barrio.

Una noche, cuando ya cumplían tres meses juntos, alguien, un parroquiano, cliente asiduo al restaurante, le contó al cocinero que su mujer se prostituía por la avenida Las Américas, y él, desesperado por saber la verdad, esperó impaciente la hora de salida de su trabajo. Se fue a casa, donde aguardó en el cuarto hasta que llegó ella en la madrugada, como siempre, después del supuesto trabajo como camarera. La abrazó, la besó, le acarició las nalgas, los senos, le bajó el cierre del pantalón, metió su mano derecha debajo del calzón –esa mano experta en cortar carnes, piernas, muslos, caderas, pechugas, panzas, riñones, corazones, hígados, cebollas, locotos y zanahorias– y buscó entre el vello púbico hasta llegar a la gruta explorada todas las noches por su lengua, la misma lengua que probaba los guisos y las sopas (especialmente la de cebolla, la especialidad de Eduardo).

Mientras la besaba, le susurró al oído que su madre, su adorada mamacita, se prostituía, además, la descarada llevaba clientes a su hogar y él, niño aún, escuchaba todo lo que sucedía en el dormitorio, al lado de su cuarto. «Ahora, mientras te acaricio estoy escuchando las voces y gemidos de esos hombres», le dijo, «ya sabes que todos nosotros somos iguales», susurró suavemente, pero cargado de ira. Luego la agarró del cuello con la mano izquierda y, como en un acto de magia, apareció un cuchillo en su mano derecha. Entonces, volvió a ver la misma y atroz expresión de horror que años antes había visto en el rostro de su madre. Reconoció la sorpresa y el espanto con los cuales, en las películas, las víctimas miraban a los increíbles monstruos.

De pronto, intuyó que debía mirar en los ojos de la mujer, allí podía estar el origen del horror. Los miró desde su propio abismo y se vio a sí mismo, se vio tal como era, un joven de veinte años, con el rostro cansado y la barba a medio crecer. Le pareció que su mujer no tenía por qué asustarse, no había motivo alguno, hasta que en ambos iris de la jovencita vio los suyos, y los vio oscuros, negros, un solo compacto color con las pupilas, como si ocultaran algo. No pudo penetrar más allá de esa oscuridad. Entonces, repentinamente, como una epifanía, supo que debía descubrir qué había más allá de sus propias pupilas. Clavó el cuchillo en el cuerpo de la muchacha, esperando que el dolor se reflejara en los ojos y estos se abrieran al miedo. Sin embargo, no lo hicieron y se guardaron el secreto que él guardaba en su interior y que se estaba revelando nuevamente. Después, sintiendo que el cuerpo de la mujer ya era una vaina vacía, desprovista de aliento, la depositó suavemente en el suelo; mientras lo hacía pensaba en lo que tenía que hacer con toda esa humanidad.

Al día siguiente, los hambrientos clientes del restaurante de las tías comerían algunos de los más sabrosos guisos de carne y vísceras que hubiesen podido saborear, Eduardo jugaría con ellos pidiéndoles que adivinasen de qué animal se trataba. Después de salir de la cocina, intentaría averiguar el secreto que sus propias pupilas guardaban, buscando el reflejo de ellas en otros ojos.

Después de cerrar la pensión saldría a la calle, seguro de que una muchacha le sonreiría en alguna esquina.

 

(Del libro de cuentos El espejo de Precioso, 2019)