Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El Chivo Lector

Autora: Kyra Galván Haro

Mayo 2022

 

 

Deambulaba en las inmediaciones de las ruinas de la Hacienda de San Juan Bautista, que actualmente pertenece a la Universidad del Estado. La propiedad se encontraba muy deteriorada porque la institución no tenía recursos para reconstruirla, mucho menos para mantener los terrenos adyacentes en buena condición. La tierra era dura y seca y llena de hierbajos que crecían desordenadamente por todos lados y cubierta, en gran parte, por los excrementos del ganado vacuno y los perros sin dueño que merodeaban por ahí. Aunque eso era algo que a él no le preocupaba en lo más mínimo.

Miró con detalle los brotes de hierba fresca que se esparcían por aquí y por allá. Dudó. En algún otro momento los hubiera preferido, pero habiendo probado por primera vez las delicias de la lectura, una tarde rojiza y olvidada, ya nada le sabía igual desde entonces. Por esta razón dio una vuelta de ciento ochenta grados en busca de una comida más sustanciosa desde el punto de vista intelectual.

Sobre la cerca de alambre distinguió un anuncio pegado que informaba: “Los Yaguaré” en vivo, el viernes 17 por la noche y el sábado 18 a partir de las 19:00 hrs el grupo “Sonora Dinamita” amenizará la noche, leyó el chivo lector antes de masticar con extremado gusto, un trozo del cartel de colores que, hecho jirones se llevaba al hocico. Su pequeña barba de letrado se balanceó de un lado al otro al mismo ritmo que rumiaba, con un poco de esfuerzo, los restos del cartón. Mientras tanto, con sus ojos amarillos y vidriosos escaneaba el suelo en busca de alguna lectura mucho más nutritiva. Al no encontrar nada especial se dirigió hacia el predio baldío adjunto a la escuela secundaria. Ahí siempre encontraba material de lectura o quiero decir, lo que para él representaba comida sustanciosa y apetecible.

Cuando llegó al lugar, la luz de la tarde comenzaba a menguar, pero su hambre iba en incremento.  A veces, los muchachos de la escuela se burlaban de él y le aventaban piedras, tratando de alejarlo. Pero ese día aún no salían de clases, y por casualidad ahí estaba tirado un ejemplar del periódico local. Lo engulló con especial devoción  a pesar de que no le gustaban demasiado las columnas de la nota roja pues le producían un poco de indigestión.

El chivo consideró que parecía ser su día de suerte pues después de devorar el periódico se encontró la hoja suelta de un diccionario de español. La primera palabra de las listadas era “Guarnecer”: Poner guarnición//Colgar. Adornar// Proveer//. Le seguía: Guarnecido. m. Albañ. Revoque con que se revisten las paredes. Y luego Guarnés. m. Guadarnés. Las leyó todas. Le provocó risa que la voz Guarura, fuera venezolana y quisiera decir caracol grande cuya concha sirve de bocina y que guayaba, fuera la fruta del guayabo. Siempre había pensado que un hijo de la guayaba era otra cosa muy diferente. Ja, lo que es la ignorancia, pensó el chivo para sí, divertido.

Cuando los chamacos se peleaban, después de salir de clases, casi siempre acababan aventando sus cuadernos al predio de junto, o arrancándole las hojas a los libros de los más ñoños, así que era seguro encontrar buena literatura ahí. Desde que la había probado se había vuelto adicto. Ni modo, era un destino que no había buscado pero que le había caído del cielo. La primera hoja que se comió pertenecía al “Periquillo Sarniento”, de José Joaquín Fernández de Lizardi, que la verdad, se le había indigestado un poco por el lenguaje anticuado, pero luego se había encontrado con unas páginas de “Navidad en las Montañas” de Ignacio Manuel Altamirano y ya no había podido alimentarse de nada más que de letras.

A veces, en raras ocasiones, llegaba a encontrarse manjares exquisitos, como aquella hoja maltratada que contenía palabras luminosas: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y caña brava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.”

Desde entonces, el chivo había pensado que él mismo vivía inmerso en las páginas de un libro. Esa aldea de veinte casas de barro que describía el libro le recordaba a la suya propia. Y a su mente venía con claridad cristalina la imagen del riachuelo que pasaba a unos cuantos metros de su hogar. Y cómo gozaba con la descripción de las piedras de río que a él le gustaba tanto contemplar. “Como huevos prehistóricos”, se repetía. Ver sus superficies húmedas y brillantes, redondas y lisitas, sobresaliendo del agua realmente como huevos o como pelotas o como algo redondo e impresionante. Él no hubiera podido describirlo tan bien. No cabía duda de que aquel escritor sí que sabía lo que hacía. Y él se sentía tan satisfecho de zamparse sus letras con la lentitud de quien paladea un manjar.

Poco sabía que esa tarde iba a ser fatídica para él. Si tan sólo lo hubiera sospechado. Alguien había tirado una mochila al terreno deshabitado y en ella se encontraban no sólo libros de texto sino cuadernos, lápices y una obra negra: las narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe.

Me consta porque fui yo quien sacó de su estómago tan magníficas obras. Los chicos de la secundaria me lo trajeron ya en un estado lamentable con la esperanza de ver si lo podía salvar. Le habían tomado cariño y lo consideraban su mascota. Aunque lo molestaban un poco pero siempre en plan de broma.

Se percataron —entre risas— de que el chivo lector se había masticado esa tarde no sólo los libros, sino que había comenzado —por alguna razón inexplicable— con hambre insaciable, a comerse una mochila y se había seguido masticando los lápices, las gomas y había terminado con los cuadernos, y cuando comenzaba a masticar el libro del insigne autor ya mencionado, lo vieron tambalearse. Fue entonces cuando a alguien se le ocurrió que podría estar enfermo. Lo cargaron entre varios muchachos y lo trajeron para acá. Con grandes trabajos les ayudé a subirlo a mi mesa de exploración.

En verdad sus ojos se advertían aún más vidriosos y amarillentos que de costumbre, pero su panza estaba inflada, era obvio que ahí estaba el problema, era como un tambor estirado y a punto de explotar. Pensando que podría ser aire atrapado, le presioné un poco el estómago, lo que de inmediato provocó una reacción sonora y olfativa que estuvo a punto de hacernos desmayar a todos los ahí presentes.

Una vez que yo mismo y los muchachos nos recuperamos de la impresión de tan tremendo estallido pude descubrir que ya no había nada más que hacer por él. Probablemente la tremenda explosión había provocado un derrame interno de fatales consecuencias.  Sus ojos sin vida se habían quedado como secos, en una misma posición y evidentemente, ya no leerían más. En su acta de defunción escribí: causa de muerte, un fuerte empacho a los cuentos de terror.

Pobrecito, no pudo digerir tanta sangre, asesinato y misterio.

Descanse en paz, el chivo lector. 

 

 

 

 

 

 

Kyra Galván Haro
 
(Ciudad de México, 1956) es Maestra en Literatura, licenciada en
Economía, poeta, novelista, fotógrafa y traductora. Ganadora en 1980 del premio
de poesía joven, Elías Nandino. Ha publicado 10 libros de poesía, y varias
novelas, la más reciente: “La visión de Malintzin (Ediciones B, 2021) y en poesía:”
La cuestión palpitante” (2021). Su poesía está incluida en más de una veintena de
antología nacionales y extranjeras. Ha sido jurado en múltiples concursos de
narrativa y poesía, ha colaborado en diversos suplementos, e imparte
regularmente talleres de creación literaria. Escribe diariamente.