Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

El camino de las hormigas

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A Paul, caballero

de aventuras inenarrables.

Por Jonatan Frías

16 Enero 2020

 

El camino de las hormigas por alguna extraña razón que desconocía, siempre había resultado un misterio para Paul y eso despertaba en él una curiosidad inmensa, tan sólo comparable con la que le producía la caja azul de su mamá o los viejos libros del abuelo. ¿A dónde iban las hormigas cuando, todas ordenadas y equidistantes, se metían bajo tierra con esas pequeñas hojitas que llevaban en la espalda? Paul suponía que estos pequeños seres eran responsables de todos los agujeritos que se encontraba en su camino diario.

Nunca había visto a una hormiga comer. Incluso llegó a pensar que no lo hacían, que nada más se metían bajo tierra, una tras otra, por esos diminutos agujeros que tenían para ocultarse por robarle a los árboles sus hojas. A partir de eso, Paul consideró a las hormigas como “unos pequeños animales misteriosos y embusteros”, al grado de declararles la guerra, reconociéndolas como sus enemigas secretas. Aunque dentro de sí sabía perfectamente que eran demasiadas como para intentar vencerlas él solo. No se confiaba de su mayor estatura y a pesar de su corta edad, entendía que las matemáticas no lo favorecían. Pero aún así lo intentó. Buscó de mil formas, no había una sola fila de hormigas que se cruzara en su camino que no fuera azotada por su furia. Las embestía con feroces pisotones, pero ellas, sabedoras de su superioridad numérica, lo emboscaban y se metían en sus pantalones trepando por sus tenis rojos, propinándole sendos picotazos que lo obligaban a retroceder llorando a los brazos de su mamá.

Paul tenía claro que debía acabar con ellas, los días pasaban y cada vez veía menos hojas en los árboles y sabía que pronto comenzaría el invierno. Buscó, inútilmente, grandes alianzas con los saltamontes a quienes consideraba, por encima de todos, animales inteligentes y graciosos. Le gustaba la forma en que agitaban sus pequeñas patas y los enormes saltos que eran capaces de dar. Creía que esa podría resultar una gran defensa cuando comenzaran a picotearlos. Las hormigas no podrían alcanzarlos nunca con esos gigantescos saltos. Paul pasaba horas jugando con su amigo saltamontes tratando de convencerlo de unirse en su enemistad en contra de las hormigas, pero fue en vano. Nunca pudo persuadir al saltamontes de que las hormigas trataban de robarse todas las hojas de los árboles y esconderlas bajo tierra.

Intentó también aliarse con una pequeña mosca que moraba en su habitación y que nada más salía cuando él estaba solo, por temor a que los papás de Paul la mataran con la sección policiaca del periódico. La pobre mosca no entendía la necesidad de agregar más muertes a la nota. Paul suponía que volar sería de gran ayuda en su batalla, pero tampoco resultó: La mosca tenía demasiados problemas con su vecina la araña que se la quería comer.

Y así pasó el resto del otoño, intentando –sin resultado alguno– encontrar una alianza poderosa que lo ayudara a lograr la victoria. Mas no cesó jamás en sus ataques y las hormigas no cesaban tampoco en sus picotazos. Pero su temple era firme y a cada fila de hormigas que encontraba en sus andanzas de niño de dos años, las embestía con la furia de un minotauro embravecido. Hasta que una tarde diáfana de mediados de enero, se dio cuenta de que la posibilidad de la victoria estaba perdida. Los árboles estaban prácticamente secos y habían pasado al menos un par de días sin que encontrara una sola hormiga extraviada. Sus enemigas habían ganado la guerra. Habían logrado su terrorífica misión. Habían dejado a los árboles sin su cobija de hojas en medio del frío invernal.

Hasta que una mañana de dulce primavera lo entendió por fin. Las hormigas no eran sus enemigas. ¡Ellas eran las responsables de la primavera! Ahora todo estaba claro. Cuando las hojas de los árboles se desprendían por los fuertes vientos otoñales, ellas eran las encargadas de recolectarlas y de llevarlas debajo de la tierra, hasta las mismas raíces de los árboles, valiéndose de su pequeño tamaño para meterse por debajo de la corteza, procurando no hacerles muchas cosquillas con sus pequeñas patas, para darles por fin la oportunidad de nacer de nuevo y llenar de morado y amarillo lo que antes era gris.