Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Dossier de autoras y autores de las Islas Canarias

RUBÉN METTINI VILAS

 

Estudió Filología Románica y trabajó como profesor de lengua, de didáctica de idiomas y de escritura creativa en la Universidad de Barcelona. Organizó talleres de escritura y coordinó clubes de lectura en bibliotecas. Autor de novela histórica, novela erótica, teatro y novela juvenil tanto en lengua catalana como castellana. Finalista Premio La Sonrisa Vertical, 1990. Miembro de la Asociación de Escritoras y Escritores ‘Palabra y Verso’.

Polonia, 1944

Recuerdo tu bello rostro

y tu cabello rubio, prima Sara.

Sentada ante mí en la cena de Pésaj,

tus labios quedaron untados

con la pulpa de una manzana,

mientras yo partía el pan ácimo

y mordía, risueño, una nuez,

adorándote en silencio.

Por una noche, tú y yo

nos creímos libres.

Me queda poco tiempo

para gozar de tu recuerdo.

Hoy intuyo que el brillante

pelo rubio rizado que amé

sirvió de paja para rellenar

este jergón ajado y sucio

donde estoy tumbado

y espero.

Limo de blancas sábanas

En la oscuridad, con la luz apagada,

me sumergía en el fondo del mar,

un mar de blancas sábanas,

limo placentero, con algas

enmarañadas en mis pies.

Allí flotaba en aguas calmas.

Afuera, la amenaza tangible,

ogros y dragones amedrentaban

al niño, si asomaba la cabeza.

El mar seco, líquido amniótico,

me acunaba y llevaba al sueño.

Aún hoy sumerjo el cuerpo

en lo hondo de la cama, aunque

los monstruos viven dentro,

derramados por el cuerpo,

recónditos en la mente.

Si me cubro la cabeza,

compongo una pueril estratagema

para evocar al niño asustado,

afligido, noche a noche,

por un insólito pavor, 

un miedo cerval.

Atardecer en Playa del Inglés

Serenidad.

Breve atardecer de febrero.

Las palmeras abanican el aire

y las araucarias con sus brazos

levantados, suplican al cielo

que perdure la vaga claridad.

Me vigila el sol con indolencia,

tenue cautivo en el horizonte.

Solo el agua temblando en su azul,

a un amoroso abrazo me invita.

Sería dulce en este crepúsculo,

con indiferencia, morirse.

 

 

¿Y después qué?

                           cómo percibiré el momento exacto / de la despedida…

                                                      «Habitación 241». María Jesús Alvarado

Tal vez pronto suene el reloj

y anuncie la hora de marchar.

La única certeza es no saber

cuando llegará ese momento.

Privilegio inmenso de la vida

desconocer el segundo definitivo.

Nadie puede ver la palabra fin.

¿Vendrá por un estallido de arterias

mientras nado en el Atlántico?

¿Tendrá tiempo mi conciencia

de comprender el suspiro último?

¿Podré esperarlo?

Ojalá fuera en la paz de una cama,

mirando el techo con ojos turbios.

Ojalá pudiera recorrer en un viaje

de desenlace los instantes vividos

y luego emitir el soplo final,

con sosiego, sin angustia.

y dibujada en los labios

la sonrisa colmada de paz.

En ese momento alcanzaré

mi trozo de eternidad

¿Y después qué?

Olvidemos el fuego quemando la carne.

Olvidemos las larvas nutriéndose de mí.

¿Qué habrá después de ese vacío,

cuando despojado de ropas humanas

me convierta en volátil y eterna nada.

MARUJA SALGADO

 

Escritora, pertenece a varios colectivos, entre ellos, a la Asociación de Escritoras y Escritores ‘Palabra y Verso’.  Coordinó, dentro de Tagoror 2015, durante cuatro años, el Certamen Sábor Literario Ciudad de Gáldar. Varias antologías cuentan con poemas y relatos de su autoría.

 

Amanecer Incierto

                                                A quienes se vieron obligados a emigrar desde Canarias

                                              a  Cuba y Venezuela durante la primera mitad del siglo XX.

La sirena rompe la niebla     

aniquila toda esperanza.       

Pronto serán extranjeros      

ya lo son desde siempre.            

¿Acaso les fue posible           

convivir con la miseria?     

Ronco y profundo              

el sonido penetra los tímpanos 

tiembla las vértebras                

explosiona y deshace               

cualquier impulso rebelde.       

Oscuro vacío                            

vacío de tierra, de madre, de esposa,

insoportable vacío de sí mismo…     

¿Qué podrá llenar ese insaciable agujero?                     

Solo cabe la nostalgia.                    

La magua rebosará el foso.

Contenido en Primera Antología Internacional de Poesía y Ficciones Hispanoamericanas.

Equívocos

     Sus padres lo bautizaron Cándido, y de verdad lo parecía con aquellos bucles de querubín y una mirada inocente que engañaba al más pintado. No por mucho tiempo. No levantaba 3 palmos del suelo cuando sus progenitores se dieron cuenta del error que  habían cometido con el nombre. Los gatos huían de él como del diablo y a medida que crecía, su crueldad era cada vez más sofisticada: envenenaba el millo que le echaba a las palomas, a varios perros les faltaba el rabo y el borde de las charcas lucía repleto de ranas reventadas. En el vecindario empezaron a llamarle Barrabás, aunque no había perdido los bucles ni la mirada inocente.

     De mayor, la comunidad de vecinos de su vivienda, llevaba años aguantando sus despropósitos y estaba hasta la coronilla: déspota, insolidario, fastidiaba cuanto podía. Así que tomaron una determinación. Apareció en el primer descansillo de la escalera reventado como una rana, en el 5º encontraron una cáscara de plátano escachuflada, al parecer había sido un funesto resbalón. Junto al cadáver había una nota: “Fuenteovejuna”. Evidentemente, el inspector que dio el caso por cerrado, no había leído a Lope de Vega

Las hadas repartidoras

    Érase una vez en un lugar remoto llamado Tel Aviv, cuando el otoño de 1949 iba ya avanzado,  la señora Zila se puso a parir un niño. Había tenido la premonición de que debía llamarlo Benjamín y sería muy famoso. Así que, al igual que hiciera la reina madre de la Bella Durmiente, invitó al bautizo a las hadas para que lo colmaran de dones. Cuando les llegó la invitación, las magas se armaron un poco de lío porque no especificaba quienes eran las invitadas, si las hadas buenas o las malas; ante la duda, se presentaron todas a la celebración.

     El reparto de dones estaba previsto para después del banquete, pero por unas cosas o por otras, todo se fue retrasando y cuando por fin llegó el momento, el hada de la bondad miró el reloj, y apuradísima se tuvo que marchar porque tenía otro compromiso. Al hada de la compasión le dio tal ataque de tos que le fue imposible proferir palabra; por un extraño capricho del destino, el hada de la sabiduría, de la empatía, de la prudencia, en fin todas las hadas buenas sufrieron algún percance y abandonaron el bautizo. Solo se quedaron las hadas malas.

Testigo Eterno

 

     Corría el mes de julio de 1482 cuando participé por vez primera en una escaramuza por las tierras altas del guanartemato de Agáldar. Ahora, viejo a las puertas de la muerte, me atormentan el pensamiento imágenes que creí poder olvidar. Alonso Fernández de Lugo, alcaide a la sazón del fuerte levantado en Agaete en nombre de  la Corona de Castilla, dio órdenes precisas de salir al alba para sorprender desprevenidas a las mujeres. La soldadesca se quejaba del estado lamentable de las apresadas anteriormente; la turgencia de sus pechos y caderas se la había tragado la escasa alimentación y el hacinamiento en las mazmorras. Además, debíamos aprovisionarnos de víveres. Apercibidos por el de Lugo de la gran astucia de aquellas gentes infieles para esconderlos, no nos fue difícil regresar a la casa fuerte pertrechados de alimentos frescos, amén de una cabra con su cabritillo que le arrancaron una sonrisa de satisfacción. También venían las mujeres, diez en total. Dos ancianas que andarían sobre los cincuenta, tres apenas púberes y el resto jóvenes con todo lo bello que la madre naturaleza ha dado en dotar a aquellas hijas del sol, como a sí mismas se nombraban. Fui uno de los elegidos para conducirlas al lúgubre encierro. Tal vez ya jamás las bañaron los rayos de ese astro que llaman Magec y adoran como dios.

            La sacudida de horror y asco que sentí, todavía la llevo agarrada a la garganta. El botín humano que traíamos ya era objeto de rifa en el patio, dejando el privilegio de gozarlo en primer lugar al alcaide y su huésped, Hernán Peraza, portador de valientes gomeros como refuerzos para la ansiada conquista de Agáldar. Los cuerpos de las recién apresadas, medio desnudos por la hora en que fueron sorprendidas, contrastaban con los cadavéricos despojos desparramados contra los muros. El hedor a excrementos nos obligó a salir de allí con premura, no sin antes escuchar el grito desgarrado con que una de las encarceladas llamó a la anciana que yo empujaba. Tuve por seguro que se trataba su madre. La mirada que la joven le dedicó dejaba traslucir la pena por el sufrimiento que sabía le esperaba. Del abrazo impotente con que la mujer abarcó los restos de aquel cuerpo adorado, soy testigo eterno. Sus fantasmas persiguen mis días como persiguieron mis pasos hasta el pueblo andaluz al que volví  huyendo de ellos, sin conseguirlo jamás.

Del libro digital Un paseo por lo mínimo.

ROSARIO VALCÁRCEL

Autora de diversas obras tanto en prosa como en verso, además de ensayos y artículos de crítica literaria. Está considerada la pionera de literatura erótica en Canarias. Traducida al francés, rumano y alemán. Participa en numerosas antologías. Miembro de la Asociación de Escritoras y Escritores ‘Palabra y Verso’.

Eran los tiempos del fulgro y la gloria

 

Era  muy joven, se creía protegido

por los dioses, por la isla mágica,

por un soplo eterno.

 

Poco queda de sus sueños, de su locura

y temeridad, de los cantos y

del vigor de las arterias.

De los escándalos del viento.

Todo se desmorona, caen las altas almenas.

Arrastra el cansancio,

el alma fondeada.

Pasó el tiempo de la mies, la opulencia,

La nostalgia del Nirvana.

 

Los dioses no tienen piedad,

Cada mañana gerias, dragos, tuneras

Se desvanece la arena y el mar.

Resuenan campanas de vejez, los suspiros.

ocupan las vertiginosas horas

en que agonizó.

 

De Las Máscaras de Afrodita

 

 

 

Todoque, 2019

 

Hay barrios que enamoran a primera vista,

antepasados de fuegos que guardo en la memoria.

Veranos de cuando era niña, muy niña

y nadaba en estanques redondos. 

Noches de amor en que el malpaís nos llenó de ternuras.

 

Cenizas. Silencios en los que escuchaba

latir el corazón de los pájaros y el caminar a tientas

entre mar de tejados y tiernos arbustos,

en la luz mortecina que originó la vida.

 

Era la más feliz de las niñas entrando

y saliendo del teatro de las estrellas,

saltando tras carreras de sacos,caballos,

y barcos fantasmas que, sonámbulos, braceaban

tragados por las sombras.

 

Hay barrios que enamoran a primera vista.

en que la Plaza y la Iglesia reinan,

se entregan en acordes de fiestas,

en los temblores del vino.

Entonces sonrío feliz sintiéndome a tu lado.

Y guiada por manos, risas y voces de poetas,

Evocamos la última vez que el malpaís nos llenó de ternuras.

Todoque es un barrio que enamora a primera vista.

 

 

De Más allá de las pasiones

 

 

 

Salinetas y Luis Natera

 

Hubo una playa repleta de cometas de lienzo,

bufaderos, charcones, pelambres de sebas

y verde musgo de membrillos

donde los niños chapoteaban

y las olas murmuraban sobre las rocas.

 

Hubo una playa henchida de calcáreas gaviotas

que, sujetas al mar, intercambiaban sonrisas

entre ondinas desnudas, que guardaban

el secreto de la inmortalidad.

 

Hubo una playa resguardada por estalactitas

quemadas de volcán.Y desde ella tú,

saeta del destino, imaginabas el tiempo eterno,

urdías los viajes de las tortugas, el llanto

de las ballenas.

Acunabas sueños en la orilla.

 

Hubo una playa donde hilvanabas versos

de salitre y naufragio que roían el alma

acaso porque el mar, tan hondo, era augurio

de la última travesía sin retorno.

 

Del infinito donde enmudece la palabra

y los símbolos terrenales no se entienden.

           

 

 

Al fin estrenamos las sábanas color carmesí

 

Era abril. Se desató la ausencia,

rasgó el silencio de mi cama,

los labios de la sábana carmesí.

Acalló mi voluntad, su sollozo.

 

Igual que a Diana te sorprendí en el baño,

Te reías, te mirabas firme y erecto, la carne

Efímera nacía como tridente vencedor.

 

Impúdica, soñé cimas y ríos.

Cuerpos aglomerados se acarician,

Se extasían, salpican mi espesura.

crepita el halo de tu fuego incandescente.

 

Cuánto ansío surcar tu virilidad, juntar

nuestros sentidos.

Tengo miedo de perecer

Sin que seas testigo de mi vida.

 

De Himno a la vida

INA MOLINA PÉREZ

 

Escritora, poeta, comunicadora y promotora cultural. Autora de varios libros y participante en más de una veintena de antologías de narrativa y poesía de ámbito local, nacional e internacional. Cofundadora de la Asociación Literaria y Cultural Letras y Sonidos. Directora de Proyectos Culturales de la Asociación ADOC. Delegada en Gran Canaria de la Asociación de Escritores ACTE

La puerta misteriosa

 

 

Aquella puerta estaba cerrada a cal y canto. Era imponentemente robusta y además tenía un fuerte cerrojo. Era, pues, inexpugnable. Nadie sabía qué se escondía detrás de ella. Algunos se acercaron con intención de traspasarla sin más, con interés curioso o malsano fisgoneo, o incluso con buenos pero impacientes propósitos, pues quizás había alguien atrapado. Intentaron derribarla, apalancarla, abrir un boquete por donde colarse. Probaron múltiples llaves y ganzúas, pero la puerta permaneció cerrada. Algunos lanzaban improperios, otros, amenazas e incluso, maldiciones… en vano. Alguien optó por hacer promesas que rechinaban falsedad, soniquete salido de labios mentirosos. Se juntaron por último los más fuertes y sabios del lugar, pero tampoco tuvieron suerte en su objetivo de atravesarla.

   Un día llegó un forastero y se sentó en el quicio. Solo acercó su oído sobre la dura superficie. Escuchó cada jornada el crujir dolido de la madera. Luego friccionó con esencias suavizantes su machacada cara astillada. A continuación, aceitó sus goznes y su fechadura. Y permaneció paciente, posando su oído y hablándole con voz suave.

   Una mañana la puerta se entreabrió, pero el forastero no trató de traspasarla. Cada pequeño movimiento de apertura era un quejido de aquella agredida madera y cada movimiento era acompañado por un fino rayo de intenso fulgor… hasta que la puerta quedó abierta de par en par y la claridad se expandió en un chorro maravilloso de intensa luz que abarcaba todo el ancho y alto de la puerta. Se abrió con lentitud pero con firmeza, a pequeños sorbos, como una flor apertura sus pétalos a la luz del sol.

   Aquella joven que guardaba tanto sufrimiento encerrado, solo siendo escuchada, cuidada y valorada pudo dejar en libertad la belleza que su brillante interior atesoraba y que el manto del dolor había opacado. Las sesiones habían sido un éxito.

 

 

 

 No recuerdo cuando (Escrita en tiempos del COVID)

 

 “Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche, ni de día”.

   Este soniquete acompañó, durante muchos años, los momentos previos al sueño en mi niñez. No recuerdo cuando dejé de repetirlo.

   Me habían explicado en casa que los niños llevábamos a nuestra espalda un ser invisible, hecho de luz, con hermosas alas blancas que nos protegía del mal y velaba por nosotros. Yo, indudablemente, como niña imaginativa que fui, le puse rostro a mi benefactor. Era risueño y amable y me miraba con dulzura. Llevaba una túnica etérea que parecía difuminarse en aquella especie de nube que le servía de base. Sus níveas alas alguna vez se extendieron para formar un espacio inviolable a mi alrededor. Se parecía a las imágenes de Gustavo Doré de la Biblia que teníamos en casa, pero enriquecidas por los colores que yo, metafóricamente, le pinté. Estaba segura —hermosa inocencia— de que este ángel era familia de las hadas de mis cuentos. Sus cabellos rubios y sus brillantes ojos celestes denotaban el parecido. También estoy segura de haberle reprochado alguna vez sus despistes, cuando algo malo sucedió en mi entorno y no nos libró de ello.

   Muchos años después, cuando tras una pérdida familiar el dolor me atrapó entre sus afiladas garras, una amiga me regaló un bonito colgante que en principio me pareció un cascabel.  Desconocía que era un llamador de ángeles. Ya informada de que era una especie de talismán con el que podía recurrir a mi ángel guía, que acudiría atraído por el armonioso sonido emitido, lo colgué de mi cuello. Lo hacía sonar constantemente. No recuerdo cuando dejé de usarlo y se quedó dormido en el cajón de la cómoda.

   Los años me han hecho más escéptica en algunos aspectos, pero no menos soñadora. Creo que la coyuntura que vivimos es idónea para retomar costumbres añejas. He repetido de nuevo mi oración infantil y de mi cuello pende esa pequeña esfera sonora. Y… mágicamente, los ángeles han reaparecido. Sus alas a veces quedan ocultas por un uniforme o una bata blanca.

 

 

La historia se repite

 

Nayanka es una mujer muy joven cuyos ojos asustados no le han regalado siquiera unos minutos de sueño en las últimas horas. Su piel oscura brilla con la claridad de la luna, pese al salitre que se aferra a cada poro bajo su ropa mojada. Sus brazos protegen su vientre hinchado.

   Makan, su marido, acaba de vomitar por la borda por enésima vez desde que partieron. Se miran con intensidad sin fuerza para decir una palabra.

Abandonan un país corrupto, inestable, donde la sequía, el hambre y la pobreza se han cebado con la población. Desean seguridad para el hijo que esperan. Los ahorros de toda su familia han conseguido sendas plazas en la endeble embarcación, con la esperanza de una mejor vida para ellos y la confianza de que los que se quedan podrán subsistir con lo que les envíen hasta que todos puedan reunirse.

   Nayanka tiene los labios secos por la angustia y por la falta de agua, que se ha agotado hace horas, quizás días… Han pasado mucho frío  la última noche; se agotan sus fuerzas y su esperanza, pero al amanecer vislumbran una costa arenosa, luces de coches. Tienen que esperar hasta estar muy cerca, no saben nadar. Usan sus manos como remos, y lentamente se hace más cierta esa tierra prometida. Apenas ponen pie en la arena, algunos intentan correr y esconderse, la mayoría queda tirado con el peso de la ropa empapada y la incertidumbre. Se oyen sirenas y comienza a llegar gente con uniforme, les envuelven en papel de brillante platina para luchar contra la hipotermia. Les acercan agua a los labios. Nayanka tiembla y gime ante los primeros dolores. No hay tiempo para llegar a un hospital, el personal de Cruz Roja asiste al parto en la misma playa. Lo han conseguido, han salvado al bebé de un futuro incierto. Es un niño al que piensa llamar Salif, que significa “pionero”.

      Hace más de dos mil años, otra pareja con su hijo —que había nacido en un pesebre— huyeron de su país (Israel) hacia Egipto para poder salvar la vida del pequeño de la matanza del rey Herodes. La madre iba a lomos de un burro al que guiaba su esposo. Llevaba el bebé en su regazo, envuelto en una humilde manta. En el trayecto pasaron muchas penurias. Eran María, José y Jesús de Nazaret, la Sagrada Familia. En su destino encontraron solidaridad y también rechazo… y la historia se repite en nuestros días.

 

 

Memoria de vinilo

 

Hoy en día ya no nos asombramos de que en una pequeña tarjeta de teléfono podamos almacenar tanta información; de que en un disco duro quepa casi toda nuestra vida; de que en un pendrive llevemos nuestros documentos fotos, archivos… y de que ‘viajen’ en una nube todos nuestros datos.

   Pero yo creo haber experimentado este milagro antes de que la tecnología alcanzara estos niveles y utilizando algo tan maravilloso como el cerebro y la memoria a largo plazo. Me explico: yo tengo muchas reminiscencias de mi infancia, apiladas cuidadosamente en varios pequeños círculos de vinilo heredados de mis tíos más jóvenes. Cuando los oigo, e incluso cuando los veo, salen a flote todos los pecios hundidos en los mares de mis recuerdos.

   No pudieron con ellos ni una mudanza ni varias limpiezas generales de trastos. A pesar de mi corta edad me aferré a ellos como un tesoro. ¡Y hoy en día lo son!

   Dentro de ese viejo álbum con fundas de plástico, conservo aquellos discos de 45 revoluciones con los que bailaron mi hermano y primos mayores. Entre ellos, hay unos cuantos diamantes talla brillante: los Beatles, únicos en su especie, intemporales, valiosos, irremplazables… porque tienen la capacidad de abrir las compuertas de la nostalgia de una época, de recuerdos impúberes, de ingenuos sueños,  de inocentes cruzadas iniciadas con más ritmo que cuerpo, con más imaginación que experiencia, con más porvenir que pasado, con más envidia que empatía por los que ya recorrían un camino, para mí, lleno de incógnitas e interrogantes.

   Desterrada de aquellas famosas reuniones en las azoteas, y escondida por algún rincón, oía el tintineo de los cubitos de hielo de los vasos, observaba las escapadas de alguna parejita para besarse en la oscuridad, y veía a los mayores bailar muy juntos mientras sonaba Let it be  y yo repetía: “Déjame ser a mí también”, porque, siempre curiosa, rogaba que me tradujeran las letras. Y luego sonaba Yesterday y yo respondía: “Mejor, tomorrow, que  seré mayor”. Abrazaba un cojín al que me declaraba: ”Oh Darling, All you need is love”.

   Luego me colaba y me echaban, y yo pedía: “Help”, pero nadie venía en mi auxilio, pues no tenía edad para ser la Lady Madonna que deseaba, aunque solo fuera A day in the life, ni para caminar por un Strawberry field forever  tarareando Obladi oblada, ni  para viajar en un Submarino amarillo… o en un tren azul.

 

CARMELO GERMÁN GONZÁLEZ ZERPA

 

Escritor, poeta, comunicador y artista plástico.  Cofundador de la Asociación Literaria y Cultural Letras y Sonidos. Miembro de varias asociaciones culturales y literarias (ADOC, ACTE…); del grupo de teatro aficionado El Ómnibus: Teatro del Pueblo y del grupo musical Tabaiba.

Las musas, mi pluma y yo

 

Estoy observando con detenimiento una pintura catalogada como abstracta del artista canario Antonio Padrón. Advierto en ella, una pluma deteriorada, tinta derramada, folios arrugados sobre el escritorio, una regla medio torcida y un tintero ansioso de regalar su contenido.

   Y, mira por dónde, las musas aprovechan mi lapsus mental para atacar mi caja de las letras, indicándome que está vacía y algo tendré que hacer para que gane contenido.

   ─Es el momento de ponerse en marcha —me dicen las musas.

   ─Ustedes están locas —les contesto.

   ─Hace mucho tiempo que no escribes, Izan, y no te lo perdonamos. ¡¡¡Anda, anímate!!! Tienes delante de ti un maravilloso cuadro, no desperdicies esta oportunidad.

   La pluma, que oyó lo que decían las tres musas, automáticamente reaccionó diciendo:

   ─Ni me mires, estoy muy enfadada contigo. Hace mucho que me tienes abandonada, no tienes excusa. Sabes lo que me gusta disfrutar de la escritura, y aquí estoy totalmente deteriorada.

   ─Discúlpame por haberte abandonado durante este período —respondo conciliador.

   Entretanto, saco el tintero de una gaveta, lo destapo y me dispongo a cargar de tinta la pluma, no sin antes tomarla entre mis manos y darle todos los mimos que ella se merece.

   Una vez limpia, le inyecto la tinta en el receptáculo apropiado para ello.

   Las musas, mientras, cuchichean entre sí dándole ánimo a la pluma.

   ─Es probable que ya esté cargada —digo entre dientes.— Aunque no estoy completamente seguro, pues no logro ver el líquido azul en el depósito. Me entristezco, pero las musas me jalean para que siga adelante.

   ─Cuidado, no me asfixies —protesta la pluma.

   ─Debo confesarte algo, en este momento, desconozco el oxígeno que debo insuflarte para que recuperes tu alegría por la escritura y compartamos tantos momentos buenos como antaño.

   Creo que no se ha cargado. ¡¡¡Ufff!!! Es muy duro este instante, pero estoy convencido de que conseguiré hacerla revivir.

   ─Parece que está cargando —digo en voz alta.

   ─¿Por qué lo sabes? —susurra la pluma.

   ─¿Qué por qué lo sé? —le contesto— porque acabas de soltar un chorro de tinta con la sacudida que te he dado. ¿Acaso no te fías de mí? —pregunto.

   ─No —me contesta aún enfurruñada.

   Las musas la increpan pidiéndole paciencia.

   ─Haz la prueba —me dice una de ellas.

   Me dispongo a realizar la prueba sobre un folio. Se emborrona, lo arrugo y lo dejo sobre la mesa. Así una y otra vez hasta que, mi antes abandonada Mont Blanc, comienza a deslizarse sobre el papel como una patinadora sobre la pista de hielo.

   Me mira y me sonríe. Las musas aplauden su danza académica.

   ─Siento mucho esta situación —le confieso─. Ten presente que las musas me están presionando y no entienden como hemos estado tanto tiempo divorciados. Ellas desean que manifieste todo lo que me susurran, incluido lo que provoca la visión de un gran artista canario a través de su pintura.

   Observo mi mesa, se parece al cuadro.

 

 

 

Meditación infinita

 

¡Serena noche de verano! Las estrellas adornan el ennegrecido cielo con la voluntad de mostrarnos la fuerza oculta de un ser —para nosotros desconocido— que nos conduce a un laberinto de ideas abstractas sin hallar una respuesta convincente a nuestro razonamiento.

   Vuela mi mente a regiones etéreas de un mundo poblado de quiméricas ilusiones. El perímetro que bordea nuestro escuálido saber se debilita ante tamaño desconocimiento. ¡Qué lejos estamos, y qué pequeños nos sentimos para penetrar en el mundo de los elegidos!

   Al contemplar este mundo poblado de las más variadas realidades que se han puesto a nuestro alcance, no puedo menos que pensar en nuestra pequeñez, porque es demasiado grande lo creado.

   La mano del humano, ha dominado el mar con sus barcos, el aire con sus aeroplanos, ha conseguido combatir el frío y el calor, convertir lo estéril en fértil, desintegrar el átomo…, pero jamás ha podido dar vida a lo inanimado, ni detener la furia de la madre naturaleza, y ello nos indica que existe algo muy, pero que muy superior a nosotros.

   ¿Quién eres? ¿Dónde estás? ¡A la escucha estoy de lo que quieras revelar! Shhh, no me digas nada más.

   ¡Qué pequeñitos somos! ¡Y qué hermosa la noche! Sin embargo, como obscurece el entendimiento. Cuánto queremos conocer y cuánto vamos descubriendo, y al final no sabemos nada de la fuerza oculta que todo lo hizo florecer.

 

 

 

 

El amor la mató

 

Gisela irradiaba luz por los cuatro costados. El arroz manaba a puñados en la puerta de la iglesia donde había entregado su corazón a Mario. Pasadas las felicitaciones y la euforia del momento se despidieron de sus invitados. El coche nupcial los trasladó al aeropuerto donde cogerían el avión con destino a Seychelles, islas elegidas para disfrutar de su luna de miel.

   A su regreso, la pareja se instaló en una acogedora casa, a las afueras de la ciudad, en un lugar plagado de tranquilidad. Así lo habían decidido antes de contraer matrimonio para evadirse del loco ajetreo de la ciudad cosmopolita donde desarrollaban su vida laboral. Él, alto ejecutivo de una empresa de calzado, y ella, secretaria de dirección de unos grandes almacenes.

   Económicamente tenían un status cómodo y holgado, siendo bien considerados por la vecindad.

   Habían pasado nueve años de ensueño en los que la armonía y la felicidad les desbordaba, hasta que, un día, despidieron a Mario. En un principio no hubo problema, pero la situación, que se alargó con el tiempo, lo llevo a la bebida, convirtiéndose en un hombre agresivo y violento.

   Una noche llegó a casa muy ebrio, su ira la descargó con su esposa, a la que zarandeó y pegó violentamente. Gisela intento defenderse como pudo, y en el forcejeo se golpeó la cabeza en la esquina de la chimenea cayendo gravemente herida al suelo.

   Recuperada de sus lesiones en el hospital, le dieron el alta médica. Mario, sin embargo, continuó su actitud. Ella explicaba que se quedaba a su lado por temor a represalias y no le denunció. Su familia y amigos le aconsejaban lo contrario, pero ella insistía en que no, alegando que en cuanto Mario consiguiese trabajo, todo volvería a la normalidad. Lo cierto es que ella, incomprensiblemente, aún lo amaba.

   Pasados nueve meses, se repitió la historia, pero esta vez el cuerpo de Gisela yacía inerte sobre la cama de su dormitorio con más de diez puñaladas en el tórax. Las sábanas quedaron teñidas de rojo, su color preferido.

   En su sepelio, su amiga íntima, comentaba a los más allegados: “Ocasión perdida, no vuelve más en la vida”, mientras sus ojos no paraban de derramar lágrimas.

JOSEFA MOLINA

 

Autora de varios obras en poesía y narrativa. Está incluida en el Audioteca de Literatura Actual del Gobierno de Canarias y en la Biblioteca de Escritores-as de Canarias. Presidenta de la Asociación de Escritoras y Escritores ‘Palabra y Verso’ (www.palabrayverso.com), directora del Festival de Poesía Baltasar Espinosa y de varias colecciones literarias.

Mala poeta

 

Me llamaron mala poeta

Me escupieron su recelos

y su arrogancia 

 

Restregaron sobre mí

su elitismo hueco 

Me clavaron las espinas

de todos sus silencios 

 

Me llamaron mala poeta 

 

Me lanzaron a la cara 

sus versos de estrellas 

Y me recitaron, una a una,

sus rutilantes imágenes poéticas 

 

Mala poeta, me llamaron

 

A los cuatro vientos

con la boca llena

 

Quemaron mis cuadernos

y vomitaron sobre mí

sus infames sonetos 

 

Me llamaron mala poeta


Se metieron en mi casa

Se adueñaron sin pudor

de mi despensa 

y me dejaron la basura

llena de palabras muertas 

 

Al mundo dijeron:

Esa, esa que ves ahí

Esa, se cree poeta

 

Desdeñaron mis cuadernos

repletos de frío invierno,

de vísceras sanguinolentas

 

Mala poeta, me llamaron

 

Y yo, dios mío, yo

les creí

                        y cerré la puerta.

 

 

 

 

CONTRA EL AMOR EN LOS TIEMPOS MODERNOS

 

¿El amor? Puaj. Enamorarse es de los sentimientos más patéticos e irreales que existen. Una pierde la conciencia, cae en los brazos de cualquier mequetrefe, para después descubrir que duele, y mucho, y que más fuerte es la caída para los dos. Definitivamente, estoy harta del amor, de tanta película disney y de tanta poesía con olor a adolescencia.

            Levantó la cabeza del ordenador donde llevaba escribiendo varias horas y se quedó mirando a través de la ventana. Aquel artículo iba a resulta más complicado de escribir de lo que había pensado en un primer momento.

            Cuando su redactora jefe le encargó el reportaje de cara a la celebración del 14 de febrero, no le gustó en absoluto la idea. ¿Hablar de amor? Señor, ¿quién era ella para escribir sobre ese tema? Y ah, le advirtió, no quiero la misma parafernalia de siempre, que si los regalitos, que si los corazones, que si el consumismo, que si es una festividad inventada por los centros comerciales, no, escribe algo original, algo inusual, lúcete, anda, que tú sabes hacerlo cuando quieres. En fin, que le doraba la píldora sabedora de que aquel encargo no le hacía ni la más puñetera gracia.

            Rondando los cuarenta, divorciada y escarmentaba de las relaciones amorosas que no cuajaban en nada bueno, no se consideraba la más indicada para disertar sobre el amor. Solo pensarlo le producía la desagradable sensación de millones de pequeños bichejos recorriendo su piel.

            Durante varios días le dio vueltas al modo de enfocarlo. Buscando inspiración, se trasladó a su librería favorita donde compró un par de ejemplares de poetas del romanticismo inglés y otro par de poetisas contemporáneas. Ya que estaba, quería conocer cómo sus iguales abordaban el tema de reflejar ese sentimiento tan huidizo.

            La primera tarde que se tumbó en el sofá y se entregó a la lectura, le pareció que Keats prometía. Pero tanto canto al amor y al paisaje no la convencía en absoluto. No iba por buen camino para preparar su reportaje. Pensó en la poesía española e hispanoamericana. Los hispanos sí que sabían hablar de la pasión y del amor.

            Es el amor la esencia de la vida, no hay vida sin amor. Esta Rosalía de Castro sí que sabe. Y qué decir de Unamuno, con su si tú y yo, Teresa mía, nunca nos hubiéramos visto nos hubiéramos muerto sin saberlo: no habríamos vivido. Y vamos, vamos, ya Rubén Darío se salía: Amar, amar, amar, amar para siempre. Amar por toda ciencia y amar por todo anhelo.

            Pero, ay, no, ya no podía más. Aquel rosario de versos cargados de tanto dulce de leche se le empalagaba en la garganta cual masa viscosa que amenazaba con provocar el vómito menos romántico y más histriónico de la historia de la poesía.

            ¿Y si lo abordaba desde una perspectiva más cinematográfica? Siempre sería más interesante darle un enfoque hollywoobense al terrible y angustioso proceso de enamorarse. Salió corriendo al videoclub en busca de alguna película que le inspirara. ¡Señor, los estantes rebosaban a cintas a cada cual peor, con títulos de lo más insulso y carente de todo atractivo e interés! Loco y estúpido amor, Te amaré por siempre, Diario de una pasión, Votos de Amor, Titanic….¡Era insufrible! Finalmente, y como buena profesional que era, se decidió por una de ellas que resultó ser la típica historia plasta de amor de dos mujeres engañadas que ponen tierra de por medio e intercambian sus respectivas casas durante dos semanas, durante las cuales resulta que de nuevo las terribles garras del amor las atrapa y engulle.

            Por favor, ¡basta! Esto no puede ir peor. ¿En serio? ¿Te vas a un pueblucho perdido de las afueras de Londres y resulta que el hermano de la mujer con la que intercambias la casa es un cachas terriblemente atractivo, un viudo encantador, con el que te acuestas sin más a los diez minutos de tocar en tu puerta? Vamos, hombre, eso no se lo cree nadie.

            Definitivamente, el reportaje se estaba volviendo un auténtico dolor de cabeza. Hastiada se acercó hasta la habitación de tu hija adolescente buscando un motivo para no pensar más en el fastidioso reportaje. Se dejó llevar por la música que la chica escucha en ese momento.

            Claro, esa era una buena idea: centrar el tema en cómo la música actual enfoca las relaciones de pareja. Aquello sí que era un filón. Pero espera, ¿eso qué era,  bachata, reggaeton? ¿pero es que esta música es toda igual? Me vuelvo loco por un beso de tu boca, vamos a ser felices, felices los cuatro, me enamoré, lo vi y me lancé, andas en mi cabeza en todas horas, por siempre te amé… ¡Qué empalagueee! ¿Dónde quedaron las letras que contaban historias, las que hablaban de la vida? ¿Y las melodías? ¿Dónde quedaron aquellos ritmos de los ochenta, aquella capacidad para crear algo nuevo? ¿Dónde quedó la ruptura, lo original, la música de cantautor, la protesta, la reivindicación?

            ¿Y si me paso al ensayo?, pensó desesperada. No era tan mala idea analizar el amor desde una perspectiva de análisis e investigación. Motivada con este nuevo enfoque escribió en el móvil un mensaje que reenvió a varios de su grupo de amistades. Por favor, contéstame a una pregunta, es para un artículo que tengo que entregar la próxima semana: ¿qué es para ti el amor?

            A su móvil comenzaron a llegar en cascadas emoticonos que mostraban muñecos que hacían el gesto de ‘ni idea’ o ‘yo qué sé’ de las amigas que no se mojaban en opiniones de ningún tipo. Sus amigas más enamoradizas le señalaron que sin amor no se puede vivir, que es el eterno sueño al que aspirar. Las pragmáticas le indicaron que, a su edad se conformaban con compartir vida y casa con alguien que, básicamente, no les molestase. Para las desencantadas, el amor era una mierda que no existe mientras que vivir solas era ‘santo remedio del señor’. Para las que comulgaban con la izquierda, el amor era un invento imperialista inventado para subyugar a la mujer y mantener el privilegio y poder del macho sobre las féminas. Para las ateas, suponía una imposición del cristianismo, ideado para controlar el poder de reproducción y sometimiento de las mujeres bajo amenaza de pecado eterno. Y para su amiga la filósofa, amar era una condición impuesta por la sociedad basada en premisas equivocadas como que el amor es eterno e intrínsecamente bello, lo cual obviaba toda lógica racional.

            ¡Pues vaya lío! Así no había quien avanzara. Tocaba volver a la literatura. Aquello era su fuerte. ‘Céntrate en lo que controlas y no divagues’, se obligó a sí misma. Entonces, recordó aquel poema que tanto le gustaba cuando ella también creía en el amor: puedo escribir los versos más tristes esta noche. La piel se le electrificó. Aquello sí que era un poema de amor. No, más bien de desamor. Mejor, el desamor era aún más desgarrador, más auténtico, más visceral, más creativo, más poético.

            Ese sí que era un buen tema para un reportaje. Se sentó delante del ordenador y comenzó a teclear.

 

 

 

El desamor en tiempo modernos.

 

Para el inmortal poeta chileno Pablo Neruda, amar es un viaje con luz y con estrellas, un combate de relámpagos y dos cuerpos por una sola miel derrotados. Sin embargo, para el siempre irreverente escritor norteamericano Charles Bukowski, amar es intentar cruzar un río de mierda llevando un cubo lleno de orines sobre la cabeza.

Lo cierto es que el amor, el enamorarse, el hecho de decidir compartir tu vida – quizás, para siempre- con otra persona, es un viaje lleno de curvas, de largos y tortuosos caminos que nos llevan hasta una puerta que permanece cerrada, como ya cantara lánguidamente el afanado beatle Paul McCartney.

Partiendo de que el amor es un sentimiento loable y hermoso que nos hace más humanos, terriblemente humanos, al mejor estilo nietzschiano, enamorarse es con frecuencia un ejercicio harto peligroso y desconcertante, producto de un fulminante flechazo que nos obliga a caer cual soldados fulminados al suelo como diría Radio Futura y, a veces, se convierte en un imperdible perdido en la solapa del azar, como cantara nuestro eterno poeta de la calle, Joaquín Sabina.

O tal vez el amor sea tan solo una costumbre, un refugio, una cueva de la que no queremos salir porque no logramos acostumbrarnos a ser adultos, siguiendo al Último de la Fila.

Porque, ¿quién nos asegura que el amor no es una cuestión de costumbre? ¿Estamos seguros del amor?

¿Quién nos puede asegurar que el desamor no es algo más que el resultado consecuente y lógico del amor? ¿Quién nos puede demostrar, con pruebas tangibles, medibles y reales, que no es el desamor el único y auténtico rey de nuestra vida moderna? …

LUIS ALBERTO SERRANO

Titulado en Realización de Audiovisuales y Espectáculos. Autor de la novela ‘Las tres reinas’ (www.lastresreinas.es). Compagina su actividad profesional con las conferencias sobre los Relatos en su web (www.fotomasrelato.com) y la redacción de artículos para su blog “Desde mi propia luna” (https://luisalbertoserrano.wordpress.com) cuyos reseñas son publicadas en más de 20 medios de varios países.

LOS MUDOS

Soy muy metódico, lo reconozco. En eso mismo estaba pensando ese día en la estación de metro. Todos los días salgo a la misma hora de casa y tomo el que pasa a las y diez. Siempre, con disciplina. Les contaré que llevaba, desde hacía tiempo, observando a aquella chica que toma el tren que va en sentido contrario. Igual de metódica que yo. En el último mes sólo hemos dejado de coincidir una vez. Una estadística cuasi exacta. Ella es la más puntual de la parte subterránea de la ciudad, en la que nadie habla con nadie. Por eso, aquí, me siento como pez en el agua. Soy mudo de nacimiento y, a veces, en sitios donde todos hablan; me desubico. Aquí no. Aquí no habla nadie, solo se miran. Como yo a la chica.

            Ella no era consciente de que me alegraba verla desde el andén de enfrente, todos los días. Pero, cual no fue mi felicidad al ver que, haciendo una video llamada, empleó el lenguaje de signos. No sé si es muda o no, pero lo habla correctamente. Un día, me atreví a hablarla desde lejos. Con una sonrisa, que me lleno por completo, me respondió. Ahora, todos los días, puntuales; nos preguntamos cosas. Sé que sus padres se van a separar, que su novio encontró trabajo, que su jefe es un machista hediondo y que, por las tardes, estudia piano. Y ya ven, mis queridos lectores, que paradoja; los únicos mudos del subsuelo, somos los que más hablamos en esas sórdidas profundidades.

 



LOS TRES DISCÍPULOS

El maestro puso a sus tres discípulos delante, puesto que solo uno de los tres accedería a ser su alumno predilecto. Los otros dos se tendrían que conformar con aprender del mentor en las horas lectivas marcadas. El seleccionado sería acogido por el propio tutor en su seno como si de un hijo se tratara. Sentado frente a los tres, les hizo una pregunta clara: —¿Qué es la sabiduría?— Los seguidores se miraron con miedo a contestar, porque la cuestión entraba más dentro de la filosofía que de las reglas matemáticas. Uno, el más atrevido, se lanzó a ser prudente y contestó que no sabía. El segundo, titubeando, contestó que era la capacidad que tenían, unos hombres, de ser más listos que otros. Sonrió, además, sabiendo que no se había quedado en blanco como su otro compañero. Al tercero le pareció grotesca la respuesta del segundo y quiso ser más profundo, a lo que respondió que la sabiduría es la capacidad que tenemos los humanos de diferenciarnos de los animales. El maestro, decepcionado, le dio una segunda oportunidad al primero y éste respondió que para encontrar esas respuestas había cruzado medio continente, y que todavía era demasiado pronto para saber qué responder.

      El maestro les mostró que, para él, la sabiduría es la capacidad que tenemos los humanos de diferenciar el bien del mal. Los tres, sincrónicamente, hicieron una reverencia al escuchar una de las enseñanzas del ilustre anciano. El primero preguntó que cómo podría él diferenciar el bien del mal. “Buena pregunta” respondió el profesor, e invitó a que le respondiera alguno de los otros compañeros. Uno de ellos, viendo que se estaba quitando a un rival fácilmente, comentó que el bien es lo que está escrito en las leyes y el mal es lo que las incumple. El otro, contestó que le parecía lo mismo, añadiendo que las leyes deberían ser las sociales y las divinas.

     El maestro dio por finalizada la prueba. Uno de ellos le recordó que él había dicho que serían tres preguntas y que faltaba una. El anciano, levantándose, se dirigió a la puerta de salida y antes de abandonar el templo se giró y les dijo que había dado un punto a cada repuesta acertada o cero a cada respuesta fallada. Por tanto, como el primero había conseguido dos puntos y los demás cero, no cabía la tercera pregunta. Uno de ellos, un poco indignado, interpeló, diciendo que el primero no había contestado a ninguna de sus preguntas, ¿cómo es que había conseguido dos puntos? A lo que el maestro manifestó que “seguramente los tres serían grandes monjes en el futuro pero que solo la gente que busca respuestas, necesita un maestro”.

 

 

 

EL AULA VACÍA

Presentía que algo no iba bien cuando el chófer que me fue a recoger al aeropuerto se limitó a saludarme y nada más. No es que tuviéramos mucha confianza, pero yo ya había impartido clases magistrales en esa universidad varias veces y habíamos llegado a tutearnos. Al llegar a la puerta, me recibió el secretario del director, muy serio. Ya deduje que algo fallaba. —Sólo se ha apuntado una persona a tu clase—, me dijo preocupado, antes de preguntarme si la quería suspender. Me negué en rotundo. Una persona merece el mismo respeto que cien, contesté sin dudarlo.

            El director, más sonriente, me agradeció la deferencia y alabó mi determinación. Sospecho que pensaba que yo estaba fingiendo y que la decepción la llevaba por dentro. Nunca había dado una charla a menos de cincuenta personas y eso era lo único que me preocupaba. ¿Sabría desenvolverme y hablarle a una persona sola como cuando lo hacía para cientos? Aunque, a decir verdad, lo que realmente me estaba incomodando era ver a todos los que me rodeaban, tristes y; más aún, las muestras de condescendencia con las que intentaban alegrarme. Como si les diera pena por lo que ellos calificarían de extremo fracaso el tener un aula vacía.

            Yo decidí tomármelo en positivo. Se me estaba dando la oportunidad de probarme una faceta nueva. Agarraría la charla en serio, para que esa persona, fuese quién fuese, saliera de mi disertación con la sensación de que había valido la pena haber pagado por ella. Qué menos.

            Como soy un poco supersticioso, me encerré un rato conmigo mismo para hacer mis rituales: meterme bien la camisa dentro del pantalón, soltarme un poco el cinturón para que no me apriete, mojarme el pelo para que se quede bien repartido, colocar en el bolsillo mi bolígrafo de la suerte, etc. Y, allí que me fui. Expectante, excitado, seguro de que iba a ser una clase que no olvidaría nunca. Entré en el aula y allí estaba ella, sentada mandando mensajes con el móvil. Desde que me vio entrar, lo apagó y lo guardó con prisa. Y yo, me puse nervioso como nunca lo había hecho en mi vida.

            Era una joven rubia de mirada dulce. Por su tópico físico no pegaba en una charla sobre la ausencia de lluvia en los procesos eruptivos. Pero, ahí estaba. Empecé hablando de los distintos tipos de magma, atendiendo a su composición mineral. con una torpeza inusual en mí. A trancas y barrancas, terminé y la chica solicitó hacerse una foto conmigo. Cosa que agradecí y acepté con la condición que me la mandara por wasap. Nos dimos los teléfonos y nos dispusimos a salir. El director, que venía con su esposa, me pidió que le acompañara a comer a un restaurante cercano. Accedí y le pedí a Irene que si se apuntaba con nosotros. El nombre me encantó cuando me lo dio al proporcionarme el número de teléfono, porque se llamaba igual que mi abuela.

            Al año siguiente tuve que volver a la universidad a dar otra charla. La cara que puso el chófer al venir a recogerme al aeropuerto y verme salir de la mano de Irene. Me sonrío, me abrió la puerta, me tuteó y me trasladó; sin parar de hablar y de lo mucho que me admiraba. Yo no entendía el porqué de tanta devoción. Me explicó que en primer año que nos habíamos conocido le di un consejo: “trata siempre de disfrutar el éxito y de transformar el fracaso en una nueva oportunidad”. Y yo, le había demostrado que soy de los que cumplo mis propios consejos.

 

 

 


LA ESCALERA DE LA FAMA

 

Qué lejos quedan esos aplausos. Todavía los escucho cuando veo esas fotos, muchas de ellas en blanco y negro, de mi época de esplendor y triunfos. Pese a mi ancianidad que me adormece, todavía conservo intactos los recuerdos, quizás de tanto evocarlos en mi cabeza, al escuchar mis canciones para no olvidar quién fui.

            A pesar de mi edad, he sabido mantener con discreción los amores que pasaron por mi vida. No creo que a ustedes les haga falta saber los nombres. Lo que sí deben de notar, llegados a este punto, es que se morían a mis pies los más ilustres. Y les aseguro que habría ganado mucho dinero, en su momento, revelando las identidades. Pero, esa no es mi guerra.

            De todos los recuerdos, el más doloroso es el del día que me di cuenta que ya no era esa estrella que llenaba escenarios y revistas. Me situaba en lo alto de una escalera y se tiraban centenares de hombres a darme la mano para bajar. Luego fueron decenas, luego unidades. Hasta que, un día, me tocó bajar la escalera yo sola. Hundida, me retiré a esta apartada estancia desde donde les escribo. Feliz. No lo niego. Solo les digo que llenen su vida de amores, vivencias y anécdotas que haga que, recordarlas, los mantenga como si estuvieran vivos. Muy vivos.

 

*Dedicado a la mujer que me lo contó (y de la que no necesitan saber el nombre)

 

 

 

FELICIDAD BATISTA FARIÑA

 

Escritora, bibliotecaria, articulista y viajera literaria. Ha publicado en más de sesenta antologías en Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Honduras, México, Nicaragua, Perú, Venezuela y España. Así como artículos literarios en diferentes períódicos y revistas literarias nacionales e internacionales. Su actividad literaria fue declarada de Interés Cultural por la Secretaría de Cultura de Mar del Plata (Argentina). Pertenece a la colección de entrevistas Palabras Mayores de la Biblioteca de Canarias. Ha recibido premios literarios en Argentina, Chile y España. Virginia Woolf. 

Libros en la noche

 

 

Desde mi perspectiva en la librería, frente a aquellos palcos que aplaudieron a Lorca y escucharon las emisiones radiofónicas de Gardel, lo contemplaba todo. La platea, donde las butacas fueron sustituidas por estanterías en diagonal o paralelas. El escenario en el que, tras el telón escarlata entreabierto, aparece el Impresso Café con sus aromas a alfajores y medias lunas.

El sótano, antiguo depósito de tramoyas, baúles viajeros, vestidos de Hamlet o ropajes de Bodas de sangre, junto al laberinto de camerinos ya demolidos, es una juguetona sección de literatura infantil.

A veces me distraía el bullicio y las fotos de los visitantes. Sólo encontraba paz cuando los lectores eran sus únicos habitantes. Los observaba recorrer parsimoniosos los anaqueles. Se detenían y extraían un libro buscado o al azar. Lo hojeaban como si se tratara de un viejo pergamino del medievo. Y se zambullían en su interior. Parecían columnas o estatuas. Apenas veía moverse una pierna, una leve inclinación de cabeza, una caricia al rozar el papel. En las librerías no se mide el tiempo en minutos o en horas; en las librerías el tiempo es un instante infinito en el que transcurren días, meses, siglos o Cien años de soledad en el imperceptible movimiento de la muñeca y la mano al pasar las páginas.

Una mañana, una lectora se detuvo delante de mi sección. Confieso que sentí un escalofrío que recorrió mi lomo. Noté la suavidad de sus dedos sobre mi piel. No me devolvió al anaquel. Pasé a las manos diligentes de la cajera. Salí, envuelto en papel de regalo, a la avenida Santa Fe y me adentré en Buenos Aires. Atrás, quedó mi librería El Ateneo Grand Splendid.

Echo de menos sus noches. Cuando cierra, las luces se apagan y el telón se levanta. Los libros se abren, aletean sobre palcos y platea. Se posan en cualquier parte y cuentan historias y entonan poemas.

 

 

 

 

 

La Bestia

 

 

El tren traquetea, traquetea tembloroso. Viejo tren, desvencijado tren que teje vías y esperanzas. Sísifo de vagones que se adentra exhausto en el norte y regresa al sur con cuerpos vacíos. Harapiento, culebrea parsimonioso en el desierto. Piel salteada de costras oxidadas. Aire polvoriento que avienta olores nauseabundos.

Lo veo pasar sentada en el sillón de casa. A mi lado, el celular, la tableta encendida, un libro a horcajadas sobre la mesa. Regulo el aire acondicionado que ha enfriado la sala. Mujeres, niños y hombres inundan el ferrocarril, amontonados, olvidados. Salvadoreños que no se salvan. Hondureños que emergen del barro desde la hondura. Guatemala que expulsa hijos como magma de volcán. Mexicanos huérfanos de Zapata, Pancho Villa y Adelita. Los que no caben, se agarran como pueden en el exterior. Trepan a los techos. Clavan sus uñas rotas en la piel casposa del tren. Sol despiadado del desierto. Manos desiertas, cuarteadas como tierra reseca de salinas que buscan asirse al tren de los sueños. Chirrían, gimen los raíles aplastados por el peso incesante, derretidos por el calor rastrero. Más y más soñadores se suben, se lanzan al paso imparable del tren. El traqueteo, el traqueteo que se va alejando. Pone rumbo a la frontera, a la frontera norte como un vapor tierra adentro navega con aspas de ilusiones hambrientas hacia el faro fantasma de una costa que no existe. Al otro lado esperan los rifles, las gorras de plato y los sombreros tejanos, los barrotes, las esposas en las muñecas, las miradas azules, la piel blanquísima y sonrosada, los escudos bordados, los uniformes pulcros, las placas plateadas en el pecho donde el sol se enjaula. Estrados con maderas de roble y preciosas banderas. Los cactus silenciosos ven pasar a la Bestia. Abandono la sala y por las ventanas del luminoso pasillo se agitan las hojas resplandecientes de verdes arces y lilas jacarandas que danzan en el jardín recién regado. Alcanzo la cocina. Abro la nevera y dudo si tomarme una cerveza fría o un refresco de cola. Cuando regreso a mi sillón, un estruendo a ferrocarril retumba en la casa. Dejo mi acomodada estación frente al televisor. Porque he visto a la Bestia atravesar mi sala hacia la muerte, hacia la nada, hacia el mayor de los desiertos: la injusticia. Y sé que después de miles de kilómetros, cuerpos rotos, agonías y hambres, invisibles rostros, los volverán a apresar, a procesar, a encarcelar, a expulsar. Pero, qué alambradas detienen a los sueños, qué muros impiden pasar las ansias de la libertad, qué fosos ahogan alas desplegadas como cóndores, qué rejas podrán contener el proyecto trazado. Qué, quiénes pararán a la Bestia. Ya no teme a nada ni a nadie. Nada la asusta, nada tiene que perder. La Bestia traquetea, traquetea desde las entrañas del averno, desde el sur, sur sin esperanza, sur de los olvidados. Y cualquier fragmento de espacio, de tiempo al otro lado de la frontera será lo más cercano al cielo, aunque ese cielo solo sea otro infierno.

 

 

 

Canción para un adiós*

 

 

El sol amanece vago por el resquicio del horizonte. Un rayo desangelado se desparrama por una nube. Otro chapotea en la mar que se despereza. Y los hay que se agitan al roce de la brisa o se anclan en la velas de algún balandro. Pienso en el iglú que se ahueca bajo mi sábana, en el cepillo de dientes  huérfano, en tus pasos perdidos, en el espejo que aún busca tu rostro, en las ramas del arce que tocan en la ventana, desde que no estás. En mis pechos que abandonaron tu boca.

            Un haz arrebolado de amarillos, rojos y naranjas se atrinchera en el alba. Me siento frente al piano y deslizo mis dedos por las notas de Les moulins de mon couer. Cada tecla que vibra bajo mis yemas son frases que se incendian en la memoria. Como un blues que gime sin tregua en la frontera deshecha de tu piel. Que al unísono, cual voz que gira en un vinilo, ruedan nuestros cuerpos y esa nostalgia insaciable que penetra. Y mis manos caen en lluvia sobre el piano y entre la música, regresa el sabor acompasado de tu nombre. El alba me alcanza y tu sombra se diluye.

Pero hay un instante, un breve fogonazo de faro, un pentagrama que se ilumina, un latido que golpea. Y llegan aquellas palabras que nunca nos dijimos, que viajaron en el tren de nuestro largo silencio y se sientan ahora a mi lado. Tocan conmigo la última nota, al borde de nuestro fin del mundo. No importa que te dijera adiós. Quedan las canciones y las películas que quisimos ser. Y me refugio en el deseo de que para ti mis labios, en la distancia, sean tu noche interminable.

 

 

*Del libro Por las calles de la vida. Editorial Escritura entre las nubes, 2023

 

 

 

Mientras duermes

 

 

Mientras duermes, al otro lado del mar, camino por las calles de Nueva York. Cruzo el puente de Brooklyn y tarareo una canción de Sinatra. Bordeo el río Hudson y me siento en un banco a contemplar la ciudad.

            Mientras duermes, me adentro en Bryant Park hacia la Biblioteca Pública. Desde la Quinta avenida, la luz atraviesa los vidrios del hall y le da un aire a templo. Recorro salas cubiertas de anaqueles que exhiben seductores libros. Mientras duermes, elijo uno al azar. Tiene una carretera solitaria e interminable en la cubierta. Lo abro. Soy incapaz de detenerme en un párrafo, abandonarlo en un capítulo, cerrarlo un instante o para siempre. Porque sé que, mientras duermes y yo lea, caminaré por las calles de tu sueño.

INMACULADA FLORES  

 

Autora de «Quimeras de sal» (2016). Ha participado en varios libros colectivos: “Camada”, “Los hijos de Alan Poe”,“Cuentos de Navidad”, “El amo de la isla”, “El peligro de amar” y “Violeta de Manganeso” a través de la web y (Anaquel literario) y en  varias antologías de Relatos y de Poesías. Pertenece a varias asociaciones de escritores y amantes de la literatura, entre ellas, Asociación de Escritoras y Escritores ‘Palabra y Verso’.

Vida

 

Las gaviotas, surcando el cielo azul

hoy echaron de menos nuestras voces

y las risas y las pausas y el mirar al infinito

buscando a Tenerife.

 

Hoy el mar pinta de otro azul;

las olas acarician la costa

convirtiendo las lajas en bellas curvas

a modo de sonrisas que aguardan.

 

El eco de tu voz a la deriva

aviva los recuerdos compartidos

y queda henchida la nostalgia

al saber que “existes”, que me hablas.

 

Lo que antaño pintaba bien difícil:

compartir charlas, los paseos, la poesía,

el café, un buen vino, la esperanza…

se vuelven tan sencillo que parece cotidiano.

 

Se suceden los días y ya nada es lo mismo.

Sin que algo cambie, todo es diferente;

¿Qué es distinto, dime, si tú lo sabes?

Quizás sólo ha sido el poder compartir nuestras miradas.

 

Mirar al infinito. Descubrir

el abismo que aguarda en el mañana

y sentir el placer que envuelve siempre

el otear unos ojos ya despiertos.

 

 

 

 

 

Soñándote

 

Quisiera caminar descalza

por la playa de tus atardeceres

y sentir en las plantas de mis pies

el calor al hundirse en tu presente

mientras tú, presuroso, libas

cada poro de piel que crece

sediento ante ese hálito feliz

que inunda la mañana y reverdece,

haciendo florecer cada minuto

presencias matutinas en mi vientre.

Sé tú, amor, la vida que en mí late;

siente mi pulso andar junto a tu pecho

a un ritmo acelerado, con la prisa

de tener, de tenerte… ya tan dentro

que quizás por vivir mi pecho muera,

quedándose el presente casi yerto

sin un mañana amor, en rebeldía,

desde un hoy ya perpetuo e imperfecto

impidiendo a la noche sembrar sombras

para impedir llorar este lamento.

Y de pronto amanece, sin ti, vida…

Cruel lamento sembrado e incandescente.

 

 

 

CRUCE DE CAMINOS

Habían transcurrido los años a través de los surcos dibujados en su rostro, algunos en su frente, otros dando algo más de luz a sus ilusionados ojos color aceituna. Sus hebras plateadas embellecían su moreno rostro, trazando un porte señorial a su figura.  Ese porte le era fundamental. Había renunciado a ser feliz por conservar ese porte ante lo ajeno.

            Un día, sin pretenderlo, se dejó llevar por la ilusión. Sus versos se enredaron en unos ojos donde consiguió ver reflejada su alma, su aroma acarició una melena risueña, que le aportaba alegría, sus manos serpentearon la fuerza de unos fuegos de artificio en la blanquecina piel de la persona amada. Fueron dos en uno, sin dejar de ser dos.       

            Fue consciente de la llegada del otoño cuando un frío viento, llegado de ultratumba, escandalizó sus oídos con ruidos de sables encendidos. Tuvo miedo. Le temblaron los recuerdos.

            Su mente ya no fue capaz de recordar el sabor del néctar que libó en la piel de su amor, ni de sus labios cada amanecer, tampoco lo hizo del placer producido por las caricias en las noches compartidas, cuando ambos despertaban cogidos de la mano.

            El estruendo era demasiado fuerte, tanto que temió por su cordura. Tuvo miedo a que los Dioses no le permitieran ser feliz —quizá no se lo merecía, pensaba— y volvió a la esclavitud de antaño, donde decía sentirse libre, dejándose consumir en la pira que encendieron para su alma.

            Gritaba al eco que escuchaba a su alrededor, produciendo un nuevo eco, y creyendo que ese era el sonido del silencio.

            Se ilusionaba con las titilantes estrellas alejadas cuando, con sólo estirar sus manos, pudo poseer la luna.

            Se ilusionaba pensando que el agua estancada del viejo lago era parte del mar, donde podría navegar, libre, algún día. 

            Y así, poco a poco, se fue consumiendo hasta que ya no era nada. Un cuerpo sin alma, sin luz, sin amor. Todo porque pensó que “amar era prescindible”, menos importante que el halago interesado o la serenidad del alma enamorada y correspondida, hasta que después de perder su último aliento le llevaron a reposar al lugar donde ya no había problemas, donde sólo habitaban las gentes que habían conseguido besar el frío mármol de la tranquilidad.

OLIVIA FALCÓN

 

Es miembro y fundadora del Taller Literario “Espejo de Paciencia”. Organizadora de actividades dentro del Festival Atlántico de Poesía “de Canarias al Mundo” y del Festival Internacional “Grito de mujer”. Autora de los poemarios “La culpa es de las palabras” (2017) y “En este país de hojaldre” (Colección Palabra y Verso, 2024). Miembro de la Asociación de Escritoras y Escritores ‘Palabra y Verso’.

A propósito del poema de Pino Ojeda “Si las cosas hablaran”.

 

Tu vida

en una caja.

Recuerdos.

 

 

 

Anglicismo terapia

 

La utilidad del delete,
en todas las áreas,
aprendes.

 

 

 

 

 

Donoso verbo

Reposa sobre la sed,

Mientras de piel, el hambre

Familiar, arrebola.

Solazes labios

La cubren sin apuro.

Simiente amada .

 

 

 

Amada

 

Sumergirse en las aguas,

a los juncos,

de tus pestañas,

asida.

El corazón en que vivo.

Anda un hombre

 

Un hombre,

sólo por un hombre

se condena

o salva

la humanidad.

BERE L.M

 

Joven de México de 15 años que, desde muy niña, soñaba con escribir. Sus maestros del Instituto Aberdeen la encaminaron a conocer a autores que le animaron a hacerlo y le mostraron apoyo. Fruto de ello son la publicación de sus relatos “El museo, el joven y el arte” y “Memoria de un piano”. Comienza sus estudios encaminando sus pasos hacia la escritura con el afán de seguir cumpliendo etapas y de realizar ese sueño de escribir.

 

Café”

 

¡Qué lindo es el café!, el café que reúne y el café solitario.

 

Qué lindas son esas caras cansadas por los años que aún preparan los labios para sorber aquella bebida. Qué dulces esas risas que surgen al hablar por más que en la lengua tengan un amargo sabor de un fuerte café.

 

Entro a una cafetería y un fuerte olor penetra mi nariz, mis ojos observan la maravilla de la humanidad; gente reunida, gente feliz, cansada, descansada, concentrada o vaga.

 

Veo como las personas mueven sus manos mientras cuentan sus anécdotas, miro todos esos ojos, ahora adultos, debatiendo sobre temas que, por niña, no comprendía.

 

Escucho toda esa sabiduría que sale de las ancianas ideas de los amantes de aquella bebida, mi boca se muere por hablar y mi mente se impacienta al ver que el tiempo va tan lento para que, algún día, yo pueda estar sentada ahí, en aquellas gastadas mesas con pequeñas tazas blancas encima, hablando de lo fascinante que fue mi juventud, o alardeando de mis opiniones críticas.

 

Mi cuerpo sabe que tendrá que esperar hasta que mi pelo se vuelva blanco como nieve, mi piel arrugada y mi cuerpo cansado para que, tal vez, deje de ser una alocada…

 

Salgo a la calle y vuelvo mi vista hacia el inmueble. ¡Qué lindas se ven esas sonrisas que se alegran con una taza de café!

 

Bere L.M