Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Dos maestras y dos virus entre “zoombis”

IMG_3922

Por Ethel Krauze

16 Abril 2020

Hoy, convertida en maestra zoombi para la sana distancia, como muchos de nosotros, me pregunto frente a los cuadritos donde los rostros de mis alumnos están encerrados en la pantalla de la computadora, qué tanto estamos conectados alma adentro.

No sé bien qué contestarme, que calme mi ansiedad. Me digo que, al menos, tenemos la tecnología para no perder el lazo.

Entonces, me vienen otros rostros, lejanos en el tiempo, inmarcesibles en el peso que tuvieron para que el virus de las palabras y su danza prodigiosa no me abandonara.

 

1

Le decían “María de la Guerra” por la fama tremenda. Era el coco de quinto de primaria en el Colegio Israelita de México.

-No me importa cómo me llamen –decía, amenazante-, después me van a agradecer, y dirán: “Con ella aprendí”.

Nos llamaba “mueble sobre mueble” y “bodoque con patas”, y a más de uno de mis compañeros de clase lo escoltó por todo el patio hasta la zona del kínder, entre hipos y sollozos del pobre, para regresarlo por burro. A pesar de estas escenas, no fue cruel, su generosidad sin límites y su compromiso con nosotros la llevaba a repetir quince mil veces hasta que entendíamos los vericuetos fascinantes de la gramática y el amor por nuestro idioma.

Qué ciertas sus palabras. La base de mi formación como escritora se la debo a la profesora María de la Paz, porque con ella aprendí a usar el instrumento más fino que tenemos para expresarnos: el lenguaje de las palabras y su río encantador. Mis estudios posteriores, hasta el doctorado en literatura, han sido sólo un eco de ese quinto de primaria inolvidable.

2

Durante las clases de idish me pasaba escribiendo en mi cuaderno las frases que me venían a la cabeza. La maestra hablaba en voz muy alta y siempre me veía concentrada, sin ponerle atención. Un día, escribí en el margen: “¿por qué no se calla de una vez?”. Justo esa vez, se fastidió y me arrebató el cuaderno. Empezó a leer y se le aguaron los ojos. Sentí que me expulsaría y regresé temblando a casa.

Al día siguiente me citó en un Sanborns después de clases. Me pidió perdón por hablar fuerte, me dijo que mis textos eran poesía pura. Me dio permiso de no prestarle atención, de seguir escribiendo. Yo tenía catorce años de edad y era rebelde y grosera. Mi corazón se llenó de una dulzura que hasta ahora me sigue alimentando. En mi libro Cómo acercarse a la poesía, que se ha convertido en una referencia en la educación en México, cuento entera esta anécdota. Es lo menos que pude hacer.

La profesora Jana Shidlo, de tercero de secundaria, es mi faro en la oscuridad.

Gracias a estas dos maestras, hasta hoy he publicado 45 libros, construyo comunidades literarias e impulso a otras mujeres a cambiar su vida a través de la escritura.