Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Dos ciudades

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 Por Jonatan Frías         

16 Junio 2020                                                                                          Imagen: Herles Velasco

Vivir en dos ciudades es un poco como vivir en ninguna. Uno nunca está realmente en ningún lado: siempre se extraña lo que queda detrás. Cuando me mudé a Pueblo Viejo, lo hice movido más por una idea que por un impulso: fue una decisión consciente. La literatura tuvo todo que ver en esta decisión, como también ha tenido que ver en tantas otras en mi vida.

Dejar atrás Pueblo Quieto tampoco es que me haya resultado sencillo. Era, en el más profundo de los sentidos, mi hogar: hijo, familia, amigos y sí, mi biblioteca, se quedaban atrás. Tampoco es que me fuera lejos, son apenas 94km lo que divide un lugar de otro, pero también dividen una realidad de otra. Mientras en un sitio se goza de un carácter afable y un clima generoso, en el otro reina la distancia, el recelo. Quizá, o mejor dicho, seguramente, provocado por su clima frío que obliga a todos a caminar con la cabeza metida en el pecho y las manos en las bolsas. Rebasada esa frontera, saben ser amigos y su sonrisa suele ser franca y abierta.

Mi carácter frontal y a un tiempo distante, tampoco ayuda mucho. Es un poco penoso confesarlo, pero sí prefiero la soledad a la compañía. Cuatro personas en una mesa para mí son multitud. Me vuelvo torpe, inoportuno, y a veces grosero. No se culpe a a nadie por mis arrebatos desmedidos. Es simplemente que prefiero la compañía de una mujer en una mesa con café y pan, durante horas, que la estridencia del grupo. Así, con una sola persona, puedo manejarme con cordialidad y ser no sólo franco, sino además puedo ser íntimo y vulnerable.

La ciudad -Pueblo Viejo- en ese sentido, se volvió un paraíso para mí. Esa distancia inicial de ellos, me permitió recorrer sus callejones torcidos, sus plazas desoladas, sus cuestas y sus abismos. Tengo eso sí mis fetiches arbitrarios. Jamás he visitado los dos o tres lugares que todos me dicen que visite. ¿Cómo poder apropiarme de un espacio que le pertenece a tantos? Prefiero los lugares poco comunes. En el callejón del Deseo, por poner un ejemplo, hay una esquina desde la que se puede ver un balcón con flores; en sus bordes, se deja ver de fondo, un callejón que parece subir interminablemente y que se desborda en un abismo del que surge una cresta cobijada por una pátina hecha de tiempo y de memoria. Lugares así.

Pero apenas encuentro esos rincones que sólo yo conozco, pienso en la otra ciudad -Pueblo Quieto- y en el horizonte desbordado bajo su cielo epónimo. Sus atardeceres son violentos. Comienzan con un color dorado de una temperatura cálida, igual que las manos de la abuela o ese beso desvelado que nos cuida cuando dormimos, y luego se precipita a traveseando los naranjas, rojos, azules, para por fin despeñarse en un negro profundo. En un abismo que nos mira desde arriba con sus millones de ojos.

 

Estoy sin estar.

 

En ambos lugares tengo un lugar favorito al que suelo ir con regularidad. En Pueblo Quieto es un café tendido sobre una plaza casi siempre vacía pese a su belleza. Está cercado por árboles altos de cabelleras frondosas que saben escuchar. Hay también un templo al que sólo asisten las viejas devotas y hay un museo lleno de calaveras que sonríen sin dientes como mazorcas peladas. Ahí suelo ir a leer y a escribir. El café no es el mejor, pero es barato y el dependiente me deja estar sin hacer tanta ceremonia. De tanto en tanto se acerca discreto y me cambia la taza vacía por una llena. El ritual no termina ahí. Luego de unas horas camino con los audífonos puestos hasta una panadería donde compro tres o cuatro piezas y un chocolate. Camino sin rumbo hasta que se terminan la bebida y los panes: esta es mi propia eucaristía.

En Pueblo Viejo todos los viernes, justo a la hora que termina mi trabajo, camino hasta un museo custodiado por una plaza abierta y unos arcos viejos. Dentro, las formas se disuelven en colores y los colores en palabras: trazos y reflejos. Hay un arte monumental en una de sus muchas salas en la que suelo quedarme. Apenas entro y saludo con el mismo cariño con el que se entra en la casa de los abuelos. Hay una banca dispuesta frente a un cuadro de Lilia Carrillo que es mi preferida. Ver su obra es verla a ella, con sus ojos redondos como canicas. También está Fernando García Ponce, Vicente Rojo, Roger Von Guten, Francisco Corzas, Cuevas, los hermanos Coronel, Alberto Gironella, Carlos Mérida, Mathias Goeritz, Gunther Gerzo, Juan Soriano y claro, el anfitrión: Manuel Felguérez. Con ellos nunca me siento solo; con ellos siempre puedo platicar así, sosegadamente, hasta que el hambre me dice que es hora de partir. A la salida del museo que es mi casa, hay una modesta librería de la que siempre salgo cargado a manos llenas. Vuelvo sobre callejones, me detengo en un café de la plaza Miguel Auza y escribo y hojeo lo recién comprado.

Como ven, en ambas ciudades estoy solo en compañía y acompañado en soledad. En ambas ciudades en compartido la cama y la mesa y eso ya por sí mismo las hace inolvidables. En ambas ciudades he caminado acostumbrando una mano entrelazada y también en ambas ciudades he cuidado celosamente los desvelos y han cuidado maternalmente de mis tropiezos y mis pesadillas.

Ambas ciudades son entonces, los extremos remotos y cercanos de lo que amo: signos y colores.