Después de unas Yolis
Por Julieta Arévalo
16 Abril 2020
El sol me daba en el cachete derecho y en el antebrazo. Los autos permanecían detenidos en la caseta de cobro; algunos pasajeros compraban platanitos y congeladas, yo preferí abrir la ventana y sentir ese clima cada vez más cerca del mar.
Hace diez años pasé junto con mi familia por este mismo sitio e inevitablemente preguntaba lo mismo: ¿cuánto falta para llegar?, ¿cuánto falta para llegar?, ¿ya llegamos?, ¿ya llegamos? Para evitar la desesperación de mis papás y mi aburrimiento, me quitaba los calcetines y los zapatos para ponerme mis aletas amarillas, así me iba durante las horas que faltaban. En nuestro auto, una camioneta familiar con una cajuela gigante, podía estirar los pies y moverlos libremente con las aletas. Me gustaba imaginar que los baches de la carretera eran las olas de El Revolcadero. Aquí, en el asiento de atrás, sólo escucho el aire acondicionado, la música y mis mensajes del Whatsapp, no me entero de lo que van platicando los demás, entonces mejor me duermo junto con Nelson, mi perro.
Tres horas después desperté con los cabellos enmarañados y asfixiada con los gases del perro, pero contenta de haber llegado para celebrar en Acapulco los 60 años de mi mamá. Nuestro papá murió hace algunos años, así que no podrá acompañarnos, aun así la emoción y los nervios de mamá son más que evidentes. Regresó a Acapulco años después, aunque ahora llevaba a cuestas a dos hijas labregonas –yo no entro en esa categoría. Creo que fui un accidente que llegó cuando mi mamá ya estaba mayorcita–, un hijo fastidioso, nietas frívolas y un nieto maravilloso, su motor. En este lugar fue su luna de miel y aquí perdió la virginidad con su novio, o sea, mi papa.
Mi mamá estaba contenta porque según ella había vivido de más, decía que era una razón para brindar. Yo me perdí en el cielo azul y el mar brumoso. Esta vez no llevaba mis aletas amarillas, pero sí llevaba pegadas a mi cuerpo unas llantitas que salían de mi cintura y que me obligaban a taparlas con una camiseta para evitar miradas y comentarios incómodos. Así que aprovechando la soledad de la alberca, me eché un clavado como cuando tenía ocho años y me sumí en sus aguas tibias, mientras oía los latidos de mi corazón y la voz de mi sobrino burlándose de mi estilo al nadar
Mi mamá se sentó en una mesa con sombrilla y se dedicó a observarnos. A veces creo que sus ojos pueden ver más allá, que son rayos X e identifican lo que nos pasa, pero sé que eso es imposible porque en realidad conoce una parte de nosotros. Por ejemplo, sabe que vendo pasteles de chocolate y de tres leches, pero no tiene idea de que hoy me cargo una cruda de aquellas, que vomité en la colcha de mi cama y que preferiría viajar por el mundo antes que estudiar. Dudo que sepa sobre el apego a los ansiolíticos de mi hermana Chayo o sobre las infidelidades de Jorge, mi hermano o que mi hermana Marina, con todo y su doctorado en Etnología, trabaja de recepcionista en un hotel de paso. Yo tampoco los conozco, también ignoro gran parte de la historia de mi mamá. A veces quisiera saber cómo era en la escuela y cómo se llevaba con sus hermanas, qué le gustaba hacer en las tardes, si sentía mariposas en el estómago por algún pretendiente o mi papá tuvo exclusividad. ¿Fue feliz con él?, no dejo de preguntármelo. Creo que esta familia está en igualdad de circunstancias. No tenemos idea de quiénes somos, de qué sentimos, de lo que nos gusta o nos disgusta, de quién es nuestra mejor amiga, de cómo vivimos las ausencias, de cómo nos llevamos con nuestras novios, de qué pensamos o añoramos. Pero bueno, no venimos a amargarnos, sino a festejar la vida de nuestra mamá.
A la mañana siguiente, Nelson y yo salimos a correr. Cuando llegué ya estaba una comitiva esperándonos para festejar. Cuántas veces habré caminado por esa playa cuando era niña. Veníamos al menos una vez al año, pero a mí me gustaba más El Revolcadero porque había puerquitos bebés y podía darles de mis mangos con chile. Cuando llegamos, mamá suspiró como lo hacía cuando éramos niños. Esos suspiros de antaño eran de alegría, éstos, aunque ella no lo dijera, eran una especie de despedida ante los recuerdos que llegaban. Desde su silla, miró el mar y se perdió en su nostalgia. Comenzó a llorar y dijo unas palabras. Por suerte llegó el pescado a la talla, el ceviche, las tortillas y las cervezas para aligerar el ambiente. A la onceava cerveza de mi hermano, decidimos que era momento de retirarnos; su esposa no sabía manejar y sus hijas sólo manejaban celulares, así que yo tuve que hacerlo a regañadientes. Mi hermano iba de copiloto, me hacía preguntas sin idea y yo le respondía de la misma forma. Estoy convencida de que aún piensa que tengo 8 años y que puede hacerme las mismas bromas que antes me hacían reír y hoy me hacen sulfurar. Tal vez estoy amargada o quizá ya crecí.
Todo había salido perfecto, bueno, casi… A la mañana siguiente, el calor y una hormiga roja sobre mi cachete me despertaron. Había bruma y el cielo se confundía con el mar. Oí gritos, era mi mamá.
––¡Este pinche perro acaba de firmar su sentencia! ––gritaba, con el rostro colorado. Era la primera vez que la oía decir una grosería.
––¿Pues qué pasó? ––pregunté.
––La ruina, el caos, esto es una señal, yo creo que ya me voy a morir.
––Ay má, no inventes ––dijo Chayo.
––Tomen nota: mi número de cuenta está en el cajón de mi buró, los dólares adentro de la Biblia y tengo una cripta junto con tu papá en…
––¡Ay ya, má!, cálmate, no hagas drama ––se me ocurrió decirle.
––¿Drama? ¡Tu adorado Nelson se tragó el arete que tu papá me regaló para nuestra boda! ––lloraba mi mamá cual niña chiquita.
––Abuela, ¿quieres que abra la panza de Nelson en dos para que le saque tu arete? ––intentó consolarla de alguna forma mi sobrino Toñito.
A partir de entonces nos dedicamos a seguir los pasos de Nelson y a esperar el momento en que cagara. Las croquetas del perro fueron sustituidas por cucharadas de aceite de oliva, papaya, ciruelas pasas, avena y All Bran. Cada noche yo juntaba las cacas y mi mamá, con un cubrebocas y una cubeta en mano, escarbaba entre los desechos. Se obsesionó tanto en su búsqueda, que no le importó ser atacada por los moscos, ni por el sonido de los murciélagos que daban sus rondines nocturnos y tanto la aterraban. Era una arqueóloga en búsqueda de sus propios vestigios. Nelson no entendía lo que pasaba, incluso prefería alejarse y huir de su peste Varias veces intenté convencerla de que dejara en paz su misión; quizá algún joyero podría hacerle una imitación del arete. Estábamos en Acapulco y era un insulto no ver el mar con una Yoli y unos camarones a la diabla, pero no hizo caso a nuestras súplicas. Estaba consternada de perder una parte de su vida en el intestino de un perro que había cometido el error de comerse las memorias de un matrimonio que duraría más de 30 años.
Habían pasado ya tres días y faltaba uno para regresar. Mi mamá no había querido salir del departamento, se había perdido esos atardeceres que tanto le gustaban, de sus margaritas y tampoco había visto a los clavadistas corriosos de La Quebrada desaparecer en las aguas turbias del mar. Cuando era niña y veía sus clavados, mis manos sudaban porque pensaba que jamás saldrían del abismo. Creía que la virgen de los mares podría salvarlos y llevarlos hasta la isla de la Roqueta donde varias sirenas se encargarían de cuidar a estos héroes y curar sus heridas. La virgen acapulqueña de los mares vivía en las profundidades y muchas veces, desde el fondo de cristal de nuestra lancha, la contemplé, estaba seria como estatua, podría decirse que en paz, acompañada de varios pececillos, seguro nos estaba cuidando. Hoy pensé en ella, hasta le pedí que por favor nos trajera el arete de vuelta.
Decidimos quedarnos un día más y esperar a que nuestra mamá se cansara de tanta mierda, pero sucedió el milagro. Después de revolver los desechos con agua, brilló el tesoro perdido. Mamá lloró de felicidad, lavó el arete con alcohol y no se quitó sus joyas ni siquiera para dormir. Por fin respiramos. Fuimos a Pie de la Cuesta, su lugar favorito.
Las olas eran unos potros salvajes que no tenían concesiones. Mi mamá las veía desde la palapa, mis hermanas y yo las saltábamos, Nelson les ladraba, creo que era el más liberado. Me acuerdo cuando mi papá tomaba mi mano y me protegía aunque estuviera en la orilla. Yo sentía que nunca me iban a tirar porque era el hombre más fuerte y más valiente de Barra Vieja, de Caleta, Caletilla y de los mares y océanos del mundo. Las olas quedaban reducidas a charquitos y eran incapaces de pelear con ese ser de barbas y bigotes que me protegía de los peligros del mar. Después de lo que sucedió con el arete, nuestro queridísimo hermano quedó en segundo término. Mamá no parecía triste ni preocupada por este detalle. Estoy segura de que finalmente comprendió que los engranes no siempre funcionan, que se descomponen y a veces les hace falta aceite, que algunas personas prefieren cargarse de joyas y apariencias y otras, hacer bucitos en la alberca. Se dedicó a la contemplación y supongo que a sus evocaciones, ¿así se dice, no? Al menos así he oído a la maestra de literatura cuando habla de tal o cual poema.
Antes, cuando veníamos a Acapulco, mamá se ponía su traje de baño y se metía al mar. Podía estar horas nadando de muertito y de crol. Mientras yo flotaba como perrito, ella lo hacía con ritmo, estoy casi segura de haberla visto hacer piruetas de nado sincronizado con sus piernas. Muchas veces estuvo a mi lado, justo cuando llegaban las olas más grandes y uno terminaba de puntitas o sumiéndose. Hoy ya no se mete al mar, con trabajo se acerca a la orilla. Dice que prefiere verlo de lejos y escucharlo. Mis sensores de intuición me han hecho pensar que su miedo al mar está ligado con la pérdida de su fuerza, esa que descansaba a su lado y la protegía de los peligros, esa energía llamada Ignacio Uribe que terminó desintegrándose un 28 de diciembre.
A veces me gustaría darle diez margaritas para aflojar su cuerpo y sus sentimientos y que me hablará de mi papá. Me gustaría nadar con ella en el mar como antes, verla flotar y sumirse sin temor a lo que encuentre en su profundidad, pero es imposible porque lo que sale a flote es lo superficial, lo que caracteriza a la familia Uribe Murillo, mi familia. Hoy caminamos por la costera, había menos turistas que de costumbre y más policías en camionetas. Las calandrias esperaban su turno para pasear a alguien, los caballos parecían agotados y con pereza. Nelson les ladró, creo que les dijo en su idioma: “pobrecitos, están hechos unos palos, en cambio mírenme a mí, un labrador retriever con pedigree y toda la cosa”. Caminamos, hasta que mi mamá quiso detenerse justo en los pozoles, un clásico de la zona. Ella reconoció a uno de los meseros que llevaba toda la vida trabajando allí. Ese lugar se había perdido en el tiempo, pero también gran parte de la costera. Varios establecimientos lucían maltratados por la humedad y el salitre. Tuve la sensación de estar caminando en un pueblo fantasma, donde únicamente podía escucharse el viento y la música de los coches que lidiaban con el tráfico de la costera.
––Vamos al BabyO ––dijo Marina.
––¿Todavía existe eso? ––pregunté.
––Yo creo que ya está demodé ––dijo Chayo.
––Vamos a un antro, ¿qué tal que en una de esas me ligo a algún viejito millonario? ––dijo entusiasmada Marina.
––Ay, Marina, tú ya no estás en edad para pensar así y mucho menos con un hijo ––se le ocurrió decir a mi hermano Jorge, que de milagro se había desafanado de su esposa e hijas.
––Tú ni digas, que le pones el cuerno a tu mujer con una veinteañera, como si pudieras darte ese lujo, ve nada más la panzota que te cargas ––se burló Marina.
––Por lo menos yo sí estoy casado––contestó Jorge.
––Uyyy, más bien infelizmente casado ––se río Marina.
––¡Ya cállense! Los va oír mi mamá ––dijo Chayo.
––No estaría mal que supiera de una vez por todas quiénes somos.
––A ver, ¿quiénes somos?, ¿ustedes saben? ––pregunté.
––No te hagas la chistosita, Paola ––dijo Jorge.
––Mi mamá está bien. No queremos que se le suban los triglicéridos, ¿verdad? ––dijo Marina.
––Somos una familia como cualquier otra, lo que importa es hoy –– aclaró Chayo.
––Somos una familia disfuncional ––expresé yo.
––¿Cómo que disfuncional? ¿Quieres decir de escasos recursos? –– preguntó Jorge.
––Dis-fun-cio-nal… Algo que no funciona, que no camina ni fluye.
¿Que no fuiste a la escuela? No estaría mal que mi mamá supiera qué clase de fichitas somos.
––Estás reloca, Paola, ya no fumes de eso ––dijo Jorge.
––Y tú estás reidiota ––contesté.
––¡Ay, ya cállate! ––gritaron los tres al mismo tiempo.
––Eres bien rarita, me cae ––dijo Jorge.
Huevos para todos, pensé. Me he sentido excluida desde el día uno cuando no me invitaban a jugar por ser la “chiquita”. Sí, soy la más rarita de la familia y eso me ha hecho pensar de distinta manera, hasta mis novios han sido extravagantes en estos 20 años: un paralítico, un sanjudero, mi profesor de química, ellos probaron mis babas y mis fluidos, no tuvieron quejas de mí.
Este viaje era una oportunidad para acercarme a mi familia y de alguna forma conectarnos, aunque los silencios y la fallas de origen en la comunicación complicaban las cosas, pero no lo hacían imposible. Hoy nos vamos en la noche, así que aprovechamos para volver a Pie de la Cuesta. La playa era para nosotros, ni siquiera había pasado el vendedor de los pareos ni el de las cocadas. El mar estaba intenso. Toñito dijo que las olas sonabam igual que unas sirenas enojadas. Mamá sonrió y por primera vez, al menos yo, supe que en este lugar mi papá le había dado un anillo de compromiso en un viaje que habían hecho las dos familias: Uribe y Murillo. En mi mente cochambrosa pude ver imágenes de mis padres dándose besitos de lengüita y hasta fajando, pero mi lado romántico también los vio abrazados como en película de Hollywood.
Preparamos las sillas para despedirnos del sol y caso raro, mamá quiso ir a la orilla del mar, hasta traía debajo de su pantalón y de su camisa su traje de baño. Nos sorprendimos, pero también nos alegramos. Tomó una de mis manos para no caerse. Nelson les ladraba a las olas, Chayo nos tomaba fotos; mi sobrino y Marina brincaban en las olas y lanzaban gritos, mientras Jorge nos miraba sonriendo. La familia disfuncional gozaba aquel momento, tal vez el más íntimo que habíamos tenido.
Vimos aquella ola, pero no le dimos importancia, sin embargo se transformó en una inmensa pared de agua que cayó enfurecida y nos tiró sin piedad. Caí de cabeza y tragué agua salada, pude escuchar mis latidos, los gritos de mis hermanas y los ladridos de Nelson. Cuando me incorporé, vi las piernas de mamá igual que cuando hacía ese nado sincronizado, sus brazos se movían con desesperación. Finalmente logramos sacarla, estaba pálida y escupiendo agua. Cuando pudo salir a la superficie, lo primero que hizo fue revisar sus dos lóbulos: el mar había devorado sus aretes.
Los ojos de mamá estaban más claros que de costumbre, quizá la sal del agua los había limpiado. La llevamos a la palapa, fue recobrando el color, su ropa y sus cabellos escurrían. Nelson se sentó a su lado y se dedicó a lamerle los pies. Nos había dado un buen susto y no sabíamos qué decir, ¿debíamos darle un abrazo?, ¿debíamos preguntarle cómo se sentía?, ¿debíamos irnos de ese mar salvaje?
––¡Ay Dios, por poquito!––dijo adivinando nuestros pensamientos. Mientras tragaba agua, vi a su padre hablarme, me decía que no tuviera miedo, que acá me esperaba. Vi a Jorge cuando aprendió a caminar, a Marina en su primer día de escuela, a Chayo haciendo trompetillas con la leche y a ti Paola, brincando las olas con tu papá.
Cuando conocí por primera vez el mar, lloré y lloré, no entendía cómo podía almacenarse tanta agua en un solo lugar. A veces me angustiaba ver cómo crecían las olas porque pensaba que iban a llegar hasta mi cama y me iban a llevar muy lejos. Hoy les tocó a mi aretes, las olas no quisieron regresarlos, pero a mí sí. De niña me daba por hacer dibujos del mar en mis cuadernos, también coleccionaba postales, leía libros sobre sirenas y monstruos marinos y hasta ahorré en una alcancía de puerquito porque quería regresar. Ya ven que aquí su papá me pidió matrimonio y aquí también fue nuestra luna de miel, igual que María Félix y Agustín Lara.
El mar se había calmado, mi mamá no le quitaba la vista de encima. Quizá se estaba despidiendo de sus aretes, de sus añoranzas y de nosotros. No hubo necesidad de darle diez margaritas para que comenzara a hablar, la sacudida fue suficiente para que sus palabras salieran a flote. Este viaje había sido revelador, el mar se había llevado el tesoro de nuestra mamá, pero había regresado sentimientos que permanecían enterrados en el fondo de las aguas saladas, junto a la virgen de los mares. Sentados en la arena yo y mis hermanos intercambiamos miradas, creo que comprendimos que era tiempo de adentrarnos en nuestras propias profundidades y dejar a un lado los monosílabos para comenzar a ser nosotros.