Despropósito
Autora: Ana Chiw
Enero 2023
Una muñeca de tela a medio rellenar, sin terminar de cocer, con el estambre rojo aún enhebrado por la aguja. La sección que faltaba por zurcir era la zona de la entrepierna. La abuela tenía una forma extraña de demostrar su cariño, ese fue el regalo de fin de año que recibí de ella y me entregó un papelito con el mensaje: Cierra las piernas.
A mis 9 años ella esperaba que yo estuviera preparada para menstruar, comportarme como una señorita decente y en un futuro no muy lejano: traer hijos al mundo. Yo sólo quería seguir jugando al caballito mientras montaba con destreza uno de los brazos del sofá.
A mí hermano le dio un carrito miniatura como todas las navidades, sin tarjetita ni ninguna recomendación para sus 12 años. El destino de Rafa era seguro y sin complicaciones: sería contador como mi padre, como mi abuelo, como todo hombre en la familia. ¿Pero de mí qué se podía esperar? ah sí, que cerrara la piernas; pero no por mucho tiempo, no demasiado, no para siempre…
Esa noche mi abuela me preguntó si tenía ya listos mis 12 propósitos para recitarlos después del brindis. Yo aún no había pensado en nada. Era tradición familiar que los niños de la casa leyeran su lista de metas infantiles. A los adultos les resultaba simpatiquísimo la ingenuidad con que escribíamos trivialidades como caerle bien a la maestra de español o tomar clases de canto. También acostumbraban invitar a recibir el año nuevo al jefe en turno de la empresa donde trabajaba mi padre. A mí ni el recital, ni los invitados me importaban un maní; sólo quería llegar al momento de atragantarme con las uvas, era lo más emocionante de la velada.
Antes de vestirnos para la cena, Rafa y yo estuvimos jugando con nuestros regalos. Como siempre, mi hermano se aburría de sus carritos si yo no participaba en el Grand Prix sobre la pista de plástico. Entonces me molestaba con cualquier cosa o me hacía plática como esa vez que me arrebató la muñeca de las manos.
—¿Y qué es esta mona? ¿Por qué está incompleta?
—Se llama Domitila y no está incompleta, sólo falta que la termine de cocer.
—Sí está incompleta, no tiene suficiente relleno, ve qué guanga está.
—Ah, sí es cierto; es que ya no tengo algodón.
—Ay, pues métele los cochecitos.
Rafa introdujo sus miniaturas por la abertura de la entrepierna de mi muñeca.
—¡Parece embarazada!
Eso nos causó mucha risa; pero accidentalmente al meter el último carrito mi hermano se pinchó con la aguja que aún colgaba del estambre rojo. Una mancha de sangre se extendió sobre la tela del calzoncito y hasta impregnó la falda que cubría las partes íntimas de Domitila.
Ambos corrimos al botiquín, él se curó con alcohol y con mucho cuidado yo le coloqué un vendolete. Más tarde nos llamaron al comedor, la cena estaba servida.
Cuando vi llenar las copas de champaña me acordé que no había escrito mi lista de propósitos para el año que estaba por iniciar. ¿Qué iba a hacer? Decir lo primero que se me viniera a la cabeza. Antes de mí tocaba que Rafa leyera su listado, con aires de gran señor hacía ademanes de esgrima, baloncesto y demás actividades extracurriculares a las que pensaba inscribirse. Todo el mundo rió con su doceava ocurrencia de pintar en el patio, en lugar de un avioncito, la “T” de mayor, para registrar el debe y el haber de sus juguetes. El jefe de papá sonrió complacido. Cosas de contadores, dije para mí.
Finalmente todos voltearon a verme, era mi turno. La presión era mucha.
—Sólo tengo un propósito, —exclamé: —Lavar la mancha de sangre en los calzoncitos.
—¿¡Qué mancha de sangre!? —preguntó mi madre asustada.
Los demás en la mesa me miraban, unos con asombro, otros con preocupación.
—Pues la mancha que me hizo Rafa en la entrepierna, —balbuceé nerviosa sin pensar en lo que respondí.
Mi padre de inmediato se levantó de su lugar y enojado iba a agarrar a Rafa por el brazo cuando este alcanzó a gritar:
—¡Se refiere a la muñeca! ¡La mancha que le hice en la entrepierna de su muñeca! ¡Es que me pinché con la aguja!
Fui por Domitila y se las mostré a todos. La mancha de sangre y el estambre rojo aún sin zurcir la abertura, demostraban lo que Rafa decía. Una cascada de carritos se regó en la mesa. Mi padre estaba furioso.
—¡Éstos niños!
Se disculpó con su jefe y luego observó la mona deshilachada. La frase también hizo su aparición, como si fuera una etiqueta colgada de la ropa se alcanzaba a leer: Cierra las piernas.
—¿Pero qué carajos?
Mi abuela enrojeció, se sintió avergonzada por lo que me había regalado, se echó la culpa por todo el malentendido; pero aún así a mi hermano y a mí nos castigaron. Tuvimos que ir a dormir antes de las doce campanadas. Yo me quedé sin uvas esa vez y con un consejo que hasta la fecha se sigue quedando en el papel.