Regresó de nuevo a aquel lugar. En su cuerpo se conjugaba un sentimiento de protección con un palpitar nervioso, como si fuera la primera vez que tuviera que teclear y archivar el nombre de la ausencia.
Eran tiempos de niebla inesperada, furiosa y extenuante oscuridad aun de día. Acaso por ello el regreso a donde había permanecido más de quince años, le parecía un espacio detenido en el tiempo, como si las flores estuvieran disecadas y con ellas se atenuara el doloroso misterio de la vida.
“Hay un trabajo pendiente”. Recibió un cúmulo de oficios mandados por la autoridad. Bastó que leyera la petición para recordar que existía un pasado, en efecto, los tiempos de utopías, de sueños, incluso de ligas políticas. Sí ese, como otros tiempos, habían existido. ¿Por qué sentía entonces la zozobra como algo único que abarcaba todos los cuerpos?
Se abrió el recuerdo. No quedó duda. Había una historia en la que se concentraba una pléyade de jóvenes cuyo paradero fue el absoluto silencio. Ahora buscar en los archivos, teclear con vehemencia. Ningún nombre encontrado.
Eran, he dicho, tiempos de muerte extendida. Urnas con nombre propio, mientras los otros, los olvidados seguirían sin epitafio.
Redactó los oficios. El mensaje se hubiera resumido en “todo es muerte”. Pero había que explicar, anotar números. Danza macabra en las oficinas grises. Tiempo de neblina. No pudo evitarlo, salió cargando un dolor perenne y entre las tumbas sólo retumbo el grito: “Todos desaparecidos”.