Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Delevery

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Por Jaime Martínez 

16 Abril 2020

Cada quien agarró el suyo. Lo desenvolvimos. Lo sacamos de la bolsa de lavandería, como artefacto antiguo y delicado. José cuidándose de que no nos vieran y acostumbrado al erótico escrutinio empezó primero. Desenvolvió el calzón para mirarlo bien por la parte de adentro, en la zona más acolchonada en donde reposa y se fricciona la vagina. Empezó a tocar con suavidad con la punta de la nariz la mancha roja.  Me llegó el tufo a menstruación y posteriormente a recto de mujer. Se lo acercó con delicadeza a la boca. Le dio una leve lambida en el área de la sangre e inhaló. Respiró largo y profundo, se sacó la verga y empezó a frotarse. Me invitó con la mirada a restregarme el mío. Decidí rápido, tenía una erección como nunca. El mío era de color rosa claro, con encajes en los resortes de las piernas. La tela era suave. Seguro era de una mujer gringa con mucho dinero. Lo agarré con firmeza y mostrando la parte donde cubre el recto vi el rastro de las heces fecales, ligeramente marcados en el color rosa. Era un trazo fino. Pegué mi nariz a la línea. Exhalé profundo. Al momento de soltar el aire quedó el olor a mierda registrado en mi labio superior y en mi bigote. De repente era todo verga punzante. Voltee a ver a José, estaba jalándosela mirando el espacio de reojo, como cuervo divisor del peligro. Saqué mi verga. Agarré otro calzón, esta vez escogí un tanga con rastros de sangre. Voltee a ver a José, seguía concentrado. Me desinhibí un poco con éste y, me lo acerqué a modo de chupar ligeramente con mi lengua los rastros de la menstruación. Me enredé el primer calzón en la otra mano y froté los rastros de mierda en mi pene. En cuestión de minutos, rítmicamente orquestados soltamos toda la leche entre los calzones. Yo fui el que más soltó, no sólo leche, sino un grito desnaturalizado que hizo que toda la lavandería concentrara su atención en nosotros.

*

Cuando Rogelio, amigo y compañero de estancia me consiguió una vacante en la lavandería en donde él trabajaba no dude en aceptarlo. Las actividades a realizar iban a ir acompañadas con trabajadores mexicanos, como yo. Por fin después de un largo tiempo de deambular en varios trabajos sin hablar inglés me sentí alegre. En los trabajos anteriores me sentía solo por no tener a alguien con quien platicar y poder maldecir mi vida de indocumentado.

Llevaba más de seis meses en intentos fallidos al acercarme a las mujeres. Mi sequía sexual se fue agravando seriamente. Complicaba mi situación el lugar en donde vivía. Mi residencia en los Estados Unidos trascurría en un sótano de un edificio construido a principios del siglo pasado en la zona de Corona en Queens. Compartía el humilde hospedaje con una familia conformada por tres personas. Mi estancia trascurría en un catre desplegable ubicado en la sala con medidas de: cuatro por cuatro metros, sin ventilación. Me tocaba escuchar la orquesta de pedos en la noche cuando se utilizaba el baño. Las paredes de tabla roca no guardaban discreción y dejaban escuchar el caer del bolo alimenticio o la diarrea salpicando el retrete. La mayoría de las veces cagaba en el trabajo para no tener que toser y disimular el momento de sacar la mierda. Ninguna privacidad para sacar el semen acumulado. Y, al bañarme imposible, pues era recibir el agua helada a las seis de la mañana con tres personas haciendo fila esperando el baño.

Afortunadamente José, compañero de trabajo me enseñó cómo masturbarme en la lavandería y contrarrestar las calamidades naturales de la sequía. José era el que mayor tiempo tenía trabajando en la lavandería. Era el mejor en el trabajo, planchaba por las mañanas, embolsaba lo planchado antes de la hora de comer y cuando terminaba su horario, y todos huían como roedores indocumentados, se quedaba para apoyar en lo que hiciera falta en la lavandería. Eso le gustaba a los jefes, mano de obra ofreciendo más de lo tratado. Convicción de superarse, me decía José cuando separaba la ropa entre las lavadoras. Él era el encargado de esa área por las tardes. Diez años conociendo el oficio lo respaldaban. El trabajo era separar la ropa por color, para después lavarla y por último mandarla al área de planchado. La ropa interior venían separadas por los clientes por género, parte de nuestro trabajo consistía en separarla por color. Y ahí estaba yo con él, entre bolas llenas de calzones de hombre y mujer embarrados de mierda y orines. Las últimas dos máquinas eran las más separadas de toda la hilera eran apartadas para nosotros, para trabajar tranquilamente, decía José. Con la sobriedad de un artesano que conoce bien el oficio, José, abrió con mucha delicadeza la primera bolsa de nylon que contenía la lencería. De inmediato afloraron varios tipos de calzones de mujer. Algunos eran tangas, otros, en su mayoría de tamaño regular y, el resto del tipo que usan las ancianas.

 

Al oler aquellos calzones comprendí, que era cuestión de tiempo, de pasar en olerlos, a beberme los fluidos que emanan los genitales vaginales. Trasgredir, era lo que deseaba. Ir cada vez más allá. El sudor y las secreciones que provienen de la vagina y zonas adyacentes me hicieron reconfortarme con la vida miserable que llevaba como indocumentado. Era un trato: yo doy mi esfuerzo y mi sudor, a cambio de una vida tranquila oliendo y sobre todo, bebiendo cuanta ascosidad salga de los genitales de una mujer.  El primer placer que obtuve en Estados Unidos provenía de los fluidos llenos de sangre, mugre y heces fecales que las gringas dejaban postradas en su lencería. Después se mejoró con apestosos líquidos provenientes de las vaginas que tanto mamé y así, encontrar mayor excitación al estar con cada pareja o novia que tuve. Después de mi carencia con mujeres y llevar a la primera a la cama, las demás fueron fáciles. Pues me hice famoso en el barrio latino por como las trataba en la cama. Le lamía el recto a cada una, me respiraba sus excrementos en forma de gases con unas cuantas nalgaditas que les daba, y me tomaba cualquier fluido expulsado por sus vaginas. No me lavaba la boca por varios días después de hacerlo. Pero, ¿sigo siendo el mismo? No se trata de distraerme en mi soledad de indocumentado o ser un desquicio pasajero. Es cierto qué se necesita arte y técnica para hacerlo. Entonces, ¿por qué llamarlo desquicio o insano? El arte necesita el objeto y el artista en un juego recíproco de ambos, diferentes maneras en que converge el uno al otro. El espacio es ocupado y la materia moldeada por el artista para crear una figura enigmática y así, provocar armonía. Entonces, ¿he hecho mal al trasgredir e interrumpir la unidad del juego? No, creo que no. Al igual que el artista siento que moldeo el espacio artístico que sigue oscuro a la dicha y el placer del humano. Tendríamos que reconocer que el arte está en todas partes y no se limita a un lugar. Movido por todas estas preguntas me es preciso confesar: He lambido fluidos provenientes de vaginas chiclosas de olor concentrado de señoras de la tercera edad, punzantes y esponjosas de obesas, con grandes labios y, las mejores de todas: las sudorosas, su sabor agrio y saladito me pone bien caliente. También puras y prohibida. Y frías y muertas como pescado muerto como las de la morgue del distrito de Corona. Ahora que entre a trabajar ahí, vistiendo  y oliendo a los difuntos, me siento el hombre más afortunado. Mi pene revienta tan sólo en relatarlo Nada más reconfortante que lamber el clítoris de una vagina muerta, apagada y desdeñada, pienso que son las más ricas, pues la mayoría antes de morir sueltas líquidos repugnantes y heces fecales. Esta combinación es la más rica y sabrosa que he probado. Espero durar mucho en mi empleo. Me dedicaré a él cabalmente. El mexicano es buen trabajador y lo demostraré siendo puntual y dando un extra en todo lo que haga con el fin de ser siempre el mejor y nunca ser despedido.