Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Debrayes frente al librero

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Por Herles Velasco

16 diciembre 2020

Cada que voy a tu librero pienso en las recompensas, unas más grandes que otras; mirarte de reojo ya es suficientemente satisfactorio. Juarroz, Hinostroza, Castellanos o Deniz, no te pierdes en el rabillo del ojo. Casi escucho esa respiración desnuda que es distinta de los demás sonidos, y se distingue el olor de las piernas y sus diferencias con el olor de las manos; entonces recuerdo lo que aseguré en otra vida: Hay un sitio en el mundo que es como la orilla de todo, donde los campos parecen encanecer, el mar se funde con el cielo y puedes ver, no muy lejos, como se abre una rendija entre ambos hacia la nada, la verdadera nada, sin una sola duda. En ese lugar, dicen, huele permanentemente a azúcar quemada y quienes llegan nunca se van, no porque no quisieran, sino porque hay un sonido que una vez que lo escuchas te pierde; es como el sonido de todos los sonidos, el murmullo de todas las cosas que va a vibrar permanentemente en aquel lugar; desde los cantos de Homero, hasta el zumbido de la bala; el canto de las ballenas y la carne reventando en ampollas en el gettho; y puedes saber, sin ningún problema, qué es cada cosa, aun si nunca la has visto o escuchado antes, por eso quien escucha no puede dejar de hacerlo, porque por más terrible que sea lo percibido nunca hay incertidumbres y por alguna razón se enloquece de modo distinto, quizá por no encontrar nunca tus propios sonidos dentro de aquel murmullo universal. Ese lugar, que parece ser conocido por solo unos cuantos, en realidad está en la memoria colectiva, porque ahí nació la memoria, y dicen que todos sin excepción lo veremos por una milésima de segundo justo antes de morir, no importa cómo mueras acabarás viéndolo, no importa si debes pasar un túnel, veas a los ángeles o te estén esperando, para devorarte los gusanos ateos, ahí estará. Pero eso no tiene que ser intrínsecamente bueno, dicen que después, si lo mereces, irás a unir tus sonidos a todos los demás, te quedarás a susurrarle a la poca carne que ha llegado ahí, incluso puede que te divierta contribuir a su locura; pero si no, acabarás lanzado al vacío, donde solo permaneces consciente, pero no puedes ni oírte a ti mismo, a tus pensamientos, es solo el infinito envuelto en nada, sin recuerdos concretos, sin azúcar quemada, solo la conciencia en el presente permanentemente, como ese efímero momento en que despiertas y jalas aire, antes de saber cómo te llamas, o de qué color tienes el pelo, o que tienes que correr al trabajo. Es despertar sin despertar, sin darte la oportunidad de verte o de saberte.

¿Y cómo saber en qué situación terminarás? ¿cómo te ganas una cosa u otra?

Nadie lo sabe, nuestros conceptos de bueno o malo no existen ahí, quizá incluso tendrías que haber hecho cosas terribles para acabar encontrándote con tus sonidos. Después de pensarlo por tantos años simplemente creo que tendrías que acabar haciendo lo que debías hacer: ya sea sacrificarte por el niño que se está ahogando en la pileta, o matar a Lennon.

Terminar espantando a los elegidos no parce ser la mejor recompensa de nada, y diría que terminar en ese limbo, del que nunca acabas de tener conciencia, bien lo valdría a cambio de matar a uno o a diez Lennons, o por haberles pateado el culo, con todo el gusto del mundo, a quien se haya cruzado por tu camino. Certezas, quizá después de todo es lo único que se busca. En aquel vacío la incertidumbre eterna bien podría ser el peor castigo, y reencontrarte a través de los sentidos, sin ninguna duda, simplemente saber, esa es la única y total recompensa. Abro un libro y leo.

 

herles@escueladeescritoresdemexico.com