Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

De peores lugares me han corrido

Por Jonatan Frías

Noviembre 2021

 

 

 

Para bien o para mal tuve la suerte de crecer en una familia católica pero desobligada. No recuerdo ni una sola ocasión en que mi madre o mi padre me hayan llevado a la iglesia, con las notables excepciones de cuando íbamos a comprar unos chicharrones preparados con cueritos y mucha salsa. Mi abuela —que en muchos sentidos fue como mi madre— sí que no faltaba a misa y no perdonaba sus dulces a la salida que se comía camino a casa, previo rodeo, para que mis tías no la regañaran por andar comiendo cochinadas. La abuela era diabética, evidentemente y evidentemente le valía madre.

            El caso es que en casa eran una suerte de catolaicos con extravagancias tipo nunca ir a misa ni cumplir uno solo de los mandamientos, pero eso sí, traían a Jesús como trapo de cocina para arriba y para abajo, mentándomelo cada que no me quería comer la sopa de chícharo o la emulsión de Scott. Hablaban tanto de él que yo me llegué a convencer de que ese tal Jesús era uno de los amigos de borrachera de mi papá a los que tanto odiaba mi mamá.

            Mi abuela era de otro orden. Ella era esencialmente uno de los seres humanos más maravillosos, sensibles, nobles y más groseros que he conocido. Ella se preocupaba un poco de mi alma y seguro más de dos veces habrá querido lavarme la boca con agua bendita, pero siempre se impuso su buen juicio. Jamás escuché de ella una sentencia de miedo de esas con las que le atiborran el inconsciente a los niños, tipo: si no haces esto diosito te va a castiga o si no haces lo otro el niño Jesús se podrá triste. A ella debo la felicidad de haber crecido sin culpas, de haber crecido sin sentirme observado, de haber crecido con la seguridad de saberme querido, pese a mi conducta que, hay que decirlo, sí daba para pensar que tenía a Pazuzu adentro.

            En todo caso es maravilloso saber que le debo mi ateísmo a una de las personas más religiosas que conozco. Quizá sea que ella me dio todo el amor y el cariño que necesitaba, al grado que el cariño de Dios ni me hace falta ni me interesa.

            El caso es que uno de esos días en que mi madre se levantó particularmente extravagante, pensó que no estaría mal que yo me acercara a Dios, dado que la última vez que había ido a misa con ellos, lo había hecho a la fuerza y bajo protesta el día que me llevaron a bautizar. Entonces juzgó que yo, con seis años, podría estar al borde del final de mi vida y que sería prudente que hiciera cuentas con Dios. Con suerte tendría algo de saldo a favor y si no, podrían decir que lo intentaron.

            Se acercó al sacerdote del templo de la colonia en la que vivíamos y bajo no sé qué acuerdos, decidieron que harían de mí un acolito decente. Volvió a la iglesia conmigo un jueves y me dejó ahí en la sacristía, antes de pasar a tomar su lugar en la misa. Hasta donde puedo recordar, la cosa es que llegaría otro de los niños monaguillos, el que le ayudaría al padre ese día con la misa, y mi misión era observar todo con atención. Memorizar las intervenciones, estar pendiente de los detalles, atender el sentido de los signos.

            La cosa es que ese día, por alguna razón que debe tener que ver con el destino, el niño en turno no llegó. Jamás supe por qué y seamos francos, tampoco es que me preocupara. Al menos hasta que el sacerdote me dijo que entraría yo a oficiar misa con él. Bueno, yo haría las suertes de barman. Ya saben, acercarle el pomo, rellenarle la copa y repartir la botana. Así que básicamente en ese momento me sentí como el gordo que siempre le menta la madre a los jugadores desde la grada y de pronto el quarterback se voltea y te dice: vas, cabrón, éntrale tú.

            Eso sí, me dijo que no me preocupara, que lo iba a hacer bien, que él me iría diciendo lo que tenía que hacer y la mamá del muerto. Francamente confieso que eso sí me ayudó. Me dio cierta confianza y me relajó. Me relajó a tal grado que apenas entramos a la misa, me senté en la sillita que me correspondía y me quedé dormido.

            Cuentan más de dos asistentes, entre ellos mi mamá y otro de dudosa procedencia,  que mis ronquidos se escuchaban hasta la última fila. Cosa que yo siempre he asegurado que habla muy bien de la acústica del lugar y que nada tiene que ver con el volumen de mis estruendos.

            En todo caso yo no escuché nada. Lo que recuerdo es haber despertado cuando el padre ya punto encabronado, fue y sacudió la campana como si le fuera la vida en ello, al lado de mi oreja. Sí, confieso que yo le menté la madre, pero qué haría ustedes si de pronto un cabrón los despierta a campanazos cuando ustedes soñaban plácidamente que les regalaban el Castillo de Greiscol con todas las figuritas.

            Sí, terminamos con la misa, diríamos, de panzazo. Acerque la charolita esa para las babas a la hora de la comunión, le serví su chupe al padre, pero nunca supe dónde mierda guardaba el hielo, la sal y los limones, así que se lo serví derecho. Le cambié la bufanda esa morada que traía y todo el pedo.

            A la salida el padre me llevó a la sacristía y me pidió que lo esperara ahí porque tenía que hablar seriamente conmigo. Decir que estaba emputadísimo es usar un eufemismo bastante generoso. El caso es que por la razón que sea, no regresaba, se estaba tardando, yo tenía varios compromisos de orden urgente en casa, así que comenzaba a desesperarme y además tenía chingos de hambre.

            Me puse a esculcar en las gavetas que había ahí y que me encuentro la bolsa de obleas más grande que había visto en mi vida. Hay que decirlo, sin salsa valentina no son lo mismo, pero ya con hambre, chingue su madre. Me di una empachada de cuerpo de Cristo que no-ma-men. Comulgué como para el 3045. Yo creo que por eso tampoco voy a misa. ¿Ya pa’qué?

            A mi madre se le caía la cara de vergüenza con el padrecito y yo francamente decía que no era para tanto, pinches obleas tampoco estaban tan chidas y total, ¿cuánto te debo, culero? Mi madre me miró con una cara de que si no me callaba me iba a reacomodar la cara de un madrazo. Acepté la derrota con gesto compungido.

            Debut y megadespedida. No nos dejaron ya no digamos regresar, ni siquiera podíamos caminar por la misma banqueta. ¡Pfff! De peores lugares me han corrido. Al cabo que ni quería, pinches mojigatos.

            En ese momento yo no tenía muchas pretensiones: ni de perdón ni de sobrevivir ni de nada. Sabía que de jodido, me pondrían una madriza que equivaldría como a siete, y que sería el tema de la cena navideña de ese año, seguro. Lo fue de cuatro al hilo. Fácil. De tanto en tanto todavía sale la tía simpática que al tercer rompope pregunta: ¿se acuerdan de cuando el niño se comió todas las ostias de la iglesia? Chingado, sí hubiera estado chido tener aunque sea dos sobres de valentina.