De golpeadores de mujeres y paternidades no reconocidas en la Historia del Cine y la Literatura
Septiembre 2021
Por Ulises Paniagua
Hay que diferenciar entre la obra y el creador para no hacer de la historia universal un carnaval de maledicencias y rumores. Es cierto. Esto es necesario porque, de lo contrario, la literatura y el arte terminarían convertidos en una larga lista de actos inconfesables en medio de un intenso chismerío.
Aunque una buena dosis de teoría feminista y nuevas masculinidades (a las que suscribo) dan cuenta de lo difícil que es pasar por alto la patanería de un poeta ante la belleza de su poema. Sobre todo, en el caso de un autor nacido a fines del siglo XX e inicios del XXI. Es un tema complejo. Sucede que las páginas de los libros, al igual que ocurre en las escenas del celuloide, se contaminan por las impurezas de sus autores.
¿Deberíamos reparar en ello? La perfección humana no existe ni tiene porque perseguirse; además, si ahondáramos en la vida de muchas autoras, en sus relaciones como hijas, esposas o madres, encontraríamos también sorpresas desagradables. Los creadores están condenados a la imperfección, estamos condenados a ella todos los seres humanos: ingenieros, contadoras, estilistas, abogados, ejecutivas.
No es lo mismo, eso sí, ser sicario y violador que una madre que toma malas decisiones. Moderemos, atemperemos de este modo, los matices de la imperfección. Las palmas, en ese sentido, las llevan los varones con comportamientos viles o cobardes, replicados durante siglos de opresión femenina, e ignorancia y conveniencia masculina.
Ya sé que soy hombre, pero citando a Neruda, del cual hablaremos adelante, “sucede que me canso de ser hombre”, y cansarme me gusta. porque quiero aprender a ser otro tipo de “yo”. Ello es sano si se procura terminar con los reiterativos micro y macro machismos que, pesados como una losa, atestan de mitologías terribles el universo de las letras.
La vida de los creadores se ha visto arrastrada siempre a escándalos que hablan de oscuras soledades y patologías. Pero algunos, en especial, sobresalen por actos poco honorosos que, si bien no nos distraen del talento de sus novelas, películas o poemas, sí perturban la imagen que nos habíamos formado de ellos. Así, nos internamos, como rezaban los viejos documentales, en una aventura profunda para hallar especímenes que ojalá estuviesen extintos: me refiero a agresores sexuales, padres insensibles y golpeadores de mujeres. Ese tipo de personajes aparecen en el “mee too” (y si no han aparecido muchos más es por una cuestión asíncrona, pues bien pudieron haberlo hecho en la época en que poblaron este mundo).
Comencemos con el Marqués de Sade. Sí, ya sé que Donatien Alphonse François de Sade ha sido estandarte de la transgresión y la lucha contra la moralina. Sé reconoce que la filosofía, explícita en su obra, constituye una disertación acerca del mal, la condición humana e incluso la posibilidad de la redención. Soy consciente de que novelas como Julieta o Justine fueron censuradas, en buena medida, porque representaban un gran peligro para el reinado de Luis XIV y, de manera posterior, para la naciente burguesía “revolucionaria”. Me fascinaría poseer su biblioteca, que constaba de miles de títulos (la cual, por cierto, pereció en un incendio). Alabo el matiz destructor de la hipocresía, matiz que reina en su obra. Pero existen en su vida episodios que lo califican como un misógino, un abusador reiterado, y aunque no lo juzgo, tampoco me quedan ganas de alabarlo.
De Sade hay registros de que se le acusó, más de una ocasión, de contratar jóvenes sexoservidoras para privarlas de su libertad, atormentarlas, y realizar con ellas atrocidades, no por el grado ético de la sexualidad, sino por la tortura implícita y las amenazas de muerte. En la era presente, al gordo autor francés se le hubiese asociado a la trata de blancas, y habría despertado la activación de más de una Alerta Amber en la capital parisina. Esto lo comento sólo para entrar en contexto.
En el verano de 1772, por ejemplo, en el llamado “caso de Marsella”, Sade fue acusado de intentar envenenar a dos prostitutas con un afrodisiaco llamado “mosca española” (mismo que estuvo detrás de la muerte de Fernando el Católico). En el escándalo de Arcueil, en adición, se rumoró y casi comprobó que contrató los servicios de una mujer llamada Rose Keller, a quien forzó, azotó y torturó derramando cera ardiente sobre unos cortes que previamente le había realizado con un cuchillo, en la búsqueda de que ella consiguiera el orgasmo a través del dolor (por supuesto, no le preguntó a la chica si tal práctica le producía placer). Como buen mirrey mexicano, Sade salió libre gracias a las influencias políticas y económicas. Juzgue cada cual las circunstancias.
¿Y qué decir de nuestro admirado Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, conocido como Pablo Neruda, quien se negó a reconocer a su hija Malva Marina por el pecado de haber nacido (la pequeña) con un problema de hidrocefalia? Aquel hombre de apariencia bonachona, que decía ser gordo por “sentarse a escribir esos poemas tan bonitos que le gustaban a las mujeres”, fue intolerante con la incapacidad física de la niña, a la que llegó a catalogar como “vampiresa de tres kilos, un ser completamente ridículo, una especie de punto y coma”. No reconocerla era suficiente, Pablito, ¿para qué la ofensa?
El escritor mexicano Álvaro Vallarta, por cierto, resume en un magnífico poema metatextual el asunto, saldando cuentas a favor de la ignorada, pequeña Malva: “No te perdono Pablo… aunque éste sea el último dolor que tú me causas, y éstos sean los últimos versos que yo te escribo”. Malva Marina murió a los ocho años de edad.
Otro caso digno de interés es Charles Bukowsky. Un hombre al que le dio por jugar a la pera de box con sus parejas, en reiteradas ocasiones. Si uno indaga en la vida del autor, creyéndolo transgresor y revolucionario, tal vez no le guste mucho enterarse de su joven afiliación al partido nazi, así como su desdén por Jean Genet ante la defensa de los derechos raciales de los afrodescendientes. Sin embargo, quizá el episodio más bochornoso en su vida fuese la manía de violentar a las mujeres (utilizando para ello su cuerpo robusto, y su estatura de 1.83 m.).
Para muestra, un pasaje citado por Mario Campaña en su libro El linaje de los malditos:
“…Fue la primera vez que le pegó a una de sus mujeres, pero no la última. Le rompió la nariz a la poeta Linda King y cuando era ya un hombre entrado en años, delante de una cámara de filmación gritó, golpeó y pateó a Linda Lee, su última mujer, hasta el punto de hacerla caer del sofá en que se encontraba”.
No, estimado Charles, la violencia que tu padre ejercicio contra ti y tu madre no te exenta de las circunstancias. Recuerda, como lo hace saber Jean Paul Sartre, que “cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él”. A Bukoswky le habría hecho bien un poco de existencialismo.
Personalmente, me es imposible comprender cómo un tipo es capaz de atacar, con tal saña, a una mujer (quien está, por principio, y mucho, en desventaja ante las dimensiones físicas de su pareja). No lo entiendo. Debería haber un grado de compasión, por sentido común, en tales brutos.
Supe de algún familiar que golpeaba a su esposa con el puño cerrado, como si se tratara de un rival en el ring; y de un examigo poeta, al que le daba por atizar a sus parejas (a una le rompió la nariz de un puñetazo, y a una más intentó golpearla usando un enorme anillo incrustado entre sus dedos) Una locura vergonzosa ¿Qué deberíamos hacer, celebrarlo?
Las mismas razones me han llevado a cuestionar la novela negra. Lo he hecho ya en artículos anteriores. Si bien he sido su fiel partidario durante décadas, es cierto que estamos en pleno siglo XXI. Atrás debieran quedar las historias del detective gordo, cínico, alcohólico, alburero y maloliente que se tira a todas las chicas; un casi chichifo quien, en las versiones mexicanas, suele ser un policía o expolicía. La misoginia de la novela negra aburre. Sería bueno la aparición alguna anti-heroína. Pinche país. Pinches detectives poco originales.
Y ya que voy en camino de destruir a mis ídolos, valgan en cine dos ejemplos: Bernardo Bertolucci y Woody Allen. Del primero se cuenta un asunto bochornoso durante la filmación de “El último tango en París”, una gran película que aborda una relación tormentosa entre dos adictos al sexo. interpretados por María Schneider y Marlon Brando. Durante el filme aparece una escena de violación, de sexo anal no consensuado. Bertolucci le comentó a Brando que debía tener relaciones salvajes y reales con la actriz, más a ella no le previno de la escena. De este modo, el abuso sexual resulta real, y aparece en cámara. Schneider, la protagonista, confesó años después haberse sentido confundida y humillada, aunque en ese momento no quiso revelar los hechos. Me pregunto, ¿no había un crew presente, alguien que ayudara a detener aquello? ¿Cuáles son los límites del arte?
A Woody Allen, por su parte, se le acusó de mantener relaciones sexuales con su hijastra, menor de edad, en un caso similar a lo ocurrido a Roman Polansky años atrás (por el cual Polansky decidió residir en París para escapar de la justica). Si bien es cierto que admiro las comedias y tragedias de Allen, en especial “Así pasa cuando sucede” y “Match point”, es innegable cierta misoginia en estas cintas y cierta preferencia por las colegialas, como se demuestra durante la trama de Annie Hall. Woody Allen fue acusado de estar “obsesionado con chicas adolescentes”, a la luz de unos archivos personales que fueron hallados de forma reciente. Ello, en mi opinión, no demerita la calidad de su cine, aunque sí hace que cuestionemos nuestra perspectiva del mundo y, sobre todo, del personaje al que rendimos admiración.
Ello me recuerda el momento en que supe que a Salvador Dalí, sin previo aviso, le daba por masturbarse sobre los cuerpos desnudos de sus incautas modelos. Utilizo el adjetivo incautas porque las chicas se acercaban al estudio del artista por fines laborales; de ningún modo preveían ser parte de un perturbado ritual, fetichista y antihigiénico, por parte del estrambótico creador, nacido en Figueres.
¿Qué se deba hacer antes estos casos? ¿Debe uno dejar de apreciar El gran masturbador de un pintor superlativo? ¿Se debe ignorar la original propuesta literaria de Charles Bukowsky? ¿Es necesario mantenerse lejos del cine de Allen y Bertolucci, aunque tanto nos gusten, a causa de sus conductas? Desde mi punto de vista, la obra debe medirse con una vara distinta. Ética y estética, sin embargo, invitan a debates necesarios hoy en día.
Lo que sí debemos tener en cuenta, a pesar de cualquier defensa de la obra, es que los creadores citados no tuvieron consideración del daño físico o psicológico infligido en ciertas mujeres que tenían nombre, voz, que no eran en evidencia pedazos de carne. Estoy a favor de la libertad creativa, de la transgresión. El punto es que, en este camino de buscar nuevas y sanas masculinidades, es necesario encontrar modos distintos de sacudir al mundo.
El cine y la literatura necesitan replanteamientos. Es un asunto necesario, y en gran medida, urgente. No se puede generar una escena brillante, en una película, si ello implica la agresión sexual de una actriz; no se puede sino despreciar a quien discrimina las incapacidades físicas de sus hijos. No se puede aplaudir lo inaplaudible, dentro del comportamiento de los creadores, y mucho menos en el de los seudo creadores. Es lo justo. Sucede que el arte también “se cansa de ser hombre”.