Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

De El fragmento impertinente, Ethel Krauze, Paraíso Perdido

Ethel Krauze

Julio 2022

 

La pregunta de M

Me pregunta M quién era yo cuando no era yo. Tengo que pensarlo detenidamente.

            A veces me vislumbro como una lagartija, espiando el descuido para colarse por el entresuelo, camuflada en la pared de la cocina. O como las tortugas caseras que atisban silenciosas, inmóviles en su caparazón, el advenimiento de las cosas. Tratan de entender, en el minúsculo mundo de su estanque de hule, por qué hay día y hay noche arriba de sus cabezas, y luego otra vez día, mientras sólo esperan el puñado de croquetas diminutas que les caerá como maná tras la voz de su dueña.

            Tratan de entender. Lo percibo en sus ojos inquietos, en sus patas pesadas, urgentes, en su actitud invencible de querer salir del recipiente, encaramándose una sobre otra para construir efímeras Torres de Babel que se desmoronarán en el último peldaño. No cejan. Van creciendo. Pero apenas están a punto de alcanzar la meta, es decir, el borde, su dueña se anticipa mudándolas a una tina más grande. Así, sin tregua. Y sin tregua ellas siguen tratando de entender. Y no dejan de intentar su escapatoria.

            Increíblemente, cuando la dueña las saca para el aseo, y las deja sueltas en el pasto, libres al fin de sus barrotes, ellas se quedan quietas, arrinconadas una junto a otra, oteando la pared; cuando se mueven es para buscar su tina azul, la encuentran, la miran largamente, hipnotizadas, esperando. Llega la mano de la dueña para depositarlas de nuevo en su interior, y entonces las tortugas despiertan a la batalla, rasguñando, brincando, ofreciendo una feroz resistencia que siempre acabará en el agua limpia. Una vez de regreso a su prisión, se solazan agradecidas, chapoteando, para reiniciar su ritual de escapatoria. Miran su mundo, que es una pared azul. Y tratan de entender. Esperan.

            Algo así pienso que era yo cuando no era yo.

            Una vez me preguntó Rolando: “Mamá, ¿tú colgaste ese adorno en la pared?”, “¿Qué adorno?”, le dije. Porque me encantaban las artesanías. No era un alebrije. Era una auténtica lagartija que se había colado en la casa y se había plantado ahí, en plena pared de la sala, entre los cuadros de flores y las mascaritas de Venecia, tratando de entender el mundo.

            Me quedé mirándola. Y ella a mí. Tratando de entender. Sé que ella hubiera permanecido eternamente planchada en la pared si no la hubiéramos sacado al patio. Trataba de entender, y eso toma todo el tiempo del mundo.

            M me ha hecho la pregunta y yo de verdad quiero darle una respuesta. Eso estoy intentando.

            No era yo una hormiga. Las hormigas saben quiénes son y hacia dónde dirigirse. Tienen objetivos claros y metas precisas. Ellas solas hacen sus casas y siempre viven en una gran familia que las guía y las protege. Ellas no se “cuelan” en casas ajenas. No se prestan para ser mascotas de ningún dueño. Ellas sienten que uno se ha “metido” a su casa, invadiendo el territorio que gobiernan.

            Las hormigas, en realidad, son dueñas del mundo. El mundo todo es su casa. Si alguien las ataca, se defienden. Cuando mueren, entienden que ha llegado su fin, pero no se preocupan grandemente, se saben eslabones de su especie, y como tales, perdurarán en su linaje.

            Por eso no era como ellas cuando no era yo.

            Podría pensar en una vaca a la que ordeñan y ordeñan. Está para dar leche. Y ella no sabe con qué fin. Sólo come su pasto, y fabrica leche. Y mira el mundo. El sol sale y se mete. Ella muge cuando tiene que mugir. Sus ojos son grandes, oscuros, hondos. Uno no sabe si muge de tristeza, de cansancio o de placer. O muge como protesta porque no conoce otro lenguaje, no tiene palabras para expresar la madeja de sus sentimientos, la exuberancia del paisaje que la rodea cuando la sacan del establo y puede regodearse en las verdes colinas y los prados silvestres, rociados de sol, de especias aromáticas, de arcoíris en los claros de los abrevaderos.

            Si tuviera palabras, cantaría poemas bucólicos en los atardeceres, aderezando el ritmo con el rabo. Podría haber sido ella, tal vez.

            También se me ocurre un pepino de mar. Su propio nombre es una discontinuidad o un acertijo. Entre fruto y pez, el pepino de mar se mantiene en el fondo del agua: quieto, sin ojos, sin garganta, como arrojado al desgaire. Rolando se hizo famoso en el hotel, las vacaciones pasadas, sacando pepinos de mar en las clases de buceo. “Mira, mamá, ahí está otro”, exclamaba brotando del agua y me hacía señas para que lo siguiera. En una de ésas, le dije: “¿Ya viste? Parece que alguien perdió su zapato”. “¡Cuál zapato, mamá! ¡Es un pepino!”. Y es que vi una cosa oscura, verdosa, como tirada ahí, no podía imaginar que fuera un ser vivo. Me pareció lo más increíble del mundo.

            —Pobres pepinos de mar… —comenté más adelante, susurrándolo casi para mí, mientras me tendí al sol sobre la plataforma- son tontos.

            Pero Rolando, que ahora jugaba con un graciosísimo cangrejo ermitaño de dos centímetros de largo, había escuchado, y en su tono justo de siempre, natural e incuestionable, me espetó:

            —No son tontos, mamá, son pepinos de mar. ¿Querías que supieran hacer ecuaciones?

            —Bueno, no quise decir tontos, sino que… ¡qué hacen!, ¿no hacen nada? ¿Sólo están esperando a ver quién los agarra?

            —Eso es lo que tú piensas, mamá. Falta ver qué piensan ellos.

            Y con esto, Rolando me dejó helada bajo el ardiente mediodía. Lo vi lanzarse de clavado, como si soltara, de una vez por todas, la infancia en ese brinco, para llegar en un parpadeo al encuentro con su retumbante adolescencia.

            Todavía me pasman los pepinos de mar, los imagino atados al lecho marino, y cuando busco información sobre ellos, sólo aparecen sus cualidades nutritivas y su comercialización.

            No sé si era yo un pepino de mar cuando no era yo. Creo que sus atributos son demasiado plausibles y por eso me entristece. Sólo aquella frase de Rolando me abre una posible redención. Siento que, si hubiera sido un pepino de mar y tuviera un idioma inteligible, probablemente habría podido contestarle a Rolando qué estaba pensando, tirada ahí, tratando de entender la oscuridad, la sal, esa inmovilidad irremediable, rodeada de las sinuosas danzas de los peces y sus fantásticas formas coloridas.

            La pregunta de M debe tener una respuesta. Me asomo por la cerradura del mundo, tratando de encontrarla. Entonces, descubro que tal vez era yo eso: el orificio de una cerradura. Estar del otro lado del mundo, fuera de él, detrás de una puerta infranqueable, con la llave perdida. Más aún, sin saber que existe llave, sin saber que hay puerta que puede ser abierta. Ser un orificio por donde se mira.

            Durante todo el tiempo en que no fui yo, ser el orificio de una cerradura me permitió ver desde fuera lo que me ocurría, no sentir, no convertirme en una llaga viviente, me mantuvo hibernando en una nuez hasta que una mano tuviera la atingencia y el cuidado de sacarme de ahí. Yo vi esa mano, juro que vi, con toda claridad, la mano que tomó del suelo los cables que me habían trozado muchos años atrás, y los reconectó al instante. Entonces, se encendieron los motores de mi fuego interior.

            Pienso que, en realidad, y siguiendo con la pregunta de M, a la que quiero responder con la profundidad que se merece, yo era esa mano esperando saber que la tenía. Una mano buscando a ciegas un cable en el piso de una historia cruel.

            La mano me llevó a mí misma, conectó el corazón con el cerebro, encontró la llave, abrió la cerradura y franqueó la puerta. Supe que dentro de mí había existido una niña tratando de entender el sufrimiento al que la sometían, su soledad y su indefensión.

            Tal vez nunca dejé de ser enteramente yo cuando no era yo. Tal vez hay diferentes formas de ser uno mismo, según las circunstancias. No sólo somos carne y hueso para correr del peligro; aún en la atadura, uno puede convertirse en una ensoñación, una estela de humo que envía señales a las almas inquietas; también, se puede ser un roce delicado de las sábanas durante una pesadilla; también, un borbotón de lluvia en la maceta seca del balcón para que emerja el botoncito de la rosa. ¿Por qué no? Es posible que yo haya estado siendo esto y lo otro, sin perder el zumo que me alienta, ese único caligrama con el que se escribe mi huella.

La esencia de Ethel Krauze

por Didí Gutiérrez

Siempre he tenido una fantasía, pasarme el día entero, perfumándome el cuerpo en una tienda departamental, llámese Suburbia, Sears, Liverpool o Palacio de Hierro, o un lugar donde las vendedoras, en lugar de obsequiarme papelitos con la muestra del nuevo perfume en tendencia, me rocían toda con los aromas de su catálogo y yo huelo rico durante horas. Ya sé, soy una atascada. Pero es una fantasía, pues si lo pienso como un hecho real hasta me mareo.

Hay que leer los cuentos de Ethel Krauze poco a poquito. Uno por día. Tal como ponemos el perfume en el cuello, detrás de las orejas, en las muñecas y en el escote por la mañana, tras la ducha, cuando la piel está limpia y los poros abiertos. Y así poder percibir la fragancia de sus palabras. Cada relato de El fragmento impertinente, su nuevo libro, es un aroma distinto, floral, cítrico, amaderado o dulce, pero todos tienen la misma naturaleza, son esa loción que se prende a nosotros intangible, como una emanación fragante. Y según nuestro propio pH nos resulta agradable o nos incomoda. Como cuando hueles el Carolina Herrera desde el atomizador en el frasquito del perfume y te atrae pero cuando te lo pones encima algo se transformó. Pue así con estas piezas de Ethel, que exigen un lector activo, que ponga en juego su propia experiencia al olerlos, al experimentarlos, al sentirlos. Y que a cada quien le resuene lo que le ha de resonar.

Ethel Krauze ha realizado un trabajo alquímico, al convertir lo prosaico de la prosa, tal cual, de las palabras, del lenguaje como mero medio para transmitir un mensaje, en una sensación, con todo lo tentador de su naturaleza, de la naturaleza de lo sensitivo, que es inasible, por momentos ambiguo, misterioso y relativo. Las sensaciones, otra vez, como los aromas, son inasibles, se escapan, son fugaces. Más que contar de qué trata cada uno de los cuentos de este libro, pienso más en ellos como imágenes vívidas que saltan de las páginas, como aquella de un higo cuyos jugos escurren por la barbilla de una mujer o la de una carta de reconciliación nunca leída por su destinatario que se desintegra entre las llamas como se consume la esperanza de la remitente. Su prosa es sensual, descansa en los cinco sentidos, suena, huele, sabe, es palpable y puede verse. Estos relatos palpitan.

Se dice, en la cuarta de forros de este libro, que está compuesto por “ficciones cargadas de erotismo”, pero yo las calificaría más bien de voluptuosas, todas las protagonistas, que son mujeres, salvo por uno de los veinte cuentos, están deseosas. La autora nos invita a presenciar ese preciso momento en el que se ha revelado ante ellas su más profundo deseo o, cuando menos, su capacidad para desear, incluso lo más oscuro. En “La rata”, que es durísimo, se describe, la forma en que se nos aparece ese “fragmento impertinente”, ese hallazgo íntimo sobre nosotros mismas: “…salió de sus profundidades, como una avispa que despertara en el centro de las entrañas, parecido a un surtidor de luces de bengala que iluminan, queman y extasían al mismo tiempo. Todo secreto desnudo es un pez que ha llegado al océano. Ebrio de luz y lubricidad. Untuoso, impúdico, ronroneante”. Los relatos de El fragmento impertinente procuran el placer a través de la postergación del deseo, de la preservación de éste, más allá de consumirlo y consumarlo, el deseo como una forma de vida, como una forma de resistencia frente a la apatía.

Sus personajes son mujeres que han descubierto que no son lo que les contaron que eran o que creyeron que eran o que aprendieron que eran, son mujeres que ahora son conscientes de que son muchas mujeres a la vez. Ahora, una, luego, otra. En “La página que falta”, otro de los cuentos de este volumen, Ethel pone al descubierto precisamente esto, al iniciar con la línea: “Recuerdo que me gustaban la mujeres”, que, si nos circunscribimos al binarismo del género, podríamos calificarlo de un relato de temática gay u homosexual, y no sólo éste sino varios de los textos aquí incluidos, pero creo que más bien muestra todas las diferentes versiones de nosotros mismas que nos habitan.

Me gustaría terminar con unas líneas del cuento “La pregunta de M”, en el que la narradora intenta responder precisamente a la pregunta de M, acerca de quién era cuando no era ella. Ese estado de ser que todos hemos experimentado alguna vez. Ella dice: “Tal vez hay diferentes formas de ser uno mismo, según las circunstancias. No solo somos carne y hueso para huir del peligro: aún en la atadura, uno puede convertirse en una ensoñación, una estela de humo que envía señales a las almas inquietas; también se puede ser un roce delicado de las sábanas durante una pesadilla; un borbotón de lluvia en la maceta seca del balcón donde emergerá el botoncito de una rosa. Es posible que yo haya estado siendo esto y lo otro, sin perder el zumo que me alienta, ese único caligrama con el que se escribe mi huella”. En medio del horror, la autora ha trazado con palabras su propia redención, que ahora es también la nuestra. Como los buenos perfumes que vienen en frascos pequeños, El fragmento impertinente, publicado por Typotaller, es un libro breve, condensado, pero de notas duraderas, con la esencia de Ethel Krauze.

 

 

 

*Didí Gutiérrez, Ciudad de México, 1983, narradora y editora. Su más reciente obra publicada, Las elegantes.