De cómo la humanidad y los intelectuales se han vuelto idiotas / Ulises Paniagua
Por Ulises Paniagua
Enero 2024
Imagen:Cortesia del ilustrador Basurita Blanca
Cover the earth, CCUT
Hace poco tiempo volví a ver la película No mires arriba (Don’t Look Up), de Adam McKay, una verdadera y acertada sátira sobre la estupidez humana. En la cinta, un astrónomo con doctorado, y una aspirante al mismo (protagonizados por Leonardo Di Caprio y Jennifer Lawrence), intentan advertir a la humanidad sobre el inminente impacto en la Tierra de un meteoro de entre 6 y 9 kms de diámetro. La gente, ante la noticia, responde con un olímpico desinterés de catastróficas consecuencias. Fanática de las redes sociales, del comentario superficial, partidaria de la ignorancia y el chisme, la sociedad se ha vuelto idiota dentro de la película. No se requiere mucha observación, por otra parte, para comprender que también lo ha hecho en la vida de carne y hueso.
En el 2023, asistimos a una especie de Edad Media dotada con tecnología de punta. Es la imbecilidad tecnologizada. En el medievo se pecaba de ignorancia por inaccesibilidad al conocimiento; en estos días se peca de estulticia aún con la ventaja de ese conocimiento instantáneo que permiten el internet y las inteligencias artificiales. Hace siglos, la gente no leía porque no sabía hacerlo. Hoy tampoco se lee en demasía, por pereza. Nos hallamos ante un analfabetismo ilustrado. Desearía que lo que narro fuese una ficción orwelliana; pero lo cierto es que acudimos, en pleno 2023, a una espantosa crisis gnoseológica y epistemológica que se ha acelerado, en las últimas décadas, ante la precipitación de un capitalismo sin sentido. Claro, gente imbécil ha existido siempre. El angustiante y aterrador plus del siglo XXI radica en asistir a los efectos devastadores del cambio climático, la escasez del agua, la fusión entre gobierno y crimen, la debilidad del estado-nación y, sobre todo, a la ausencia de espiritualidad. Somos las víctimas y el mal. Citando a Baudelaire: somos la bofetada y la mejilla. El ser humano se ha vuelto huérfano de sí mismo.
Nos hemos destruido. La especie humana se comporta como un alcohólico o junkie al que le comenta su terapeuta que de seguir así terminará por matarse. Este adicto llamado mundo (humano) es un majadero irremediable, pues ignora cualquier indicación lógica sobre su salud; es un cretino de proporciones megalómanas. El antropocentrismo, herencia de un Renacimiento maravilloso y de un positivismo inicialmente floreciente al fin ha acarreado, en su ceguera narcisista, la extinción de los recursos naturales, de muchísimas de las especies animales (casi todas) que nos habían acompañado durante siglos. Es el causante del deshielo los polos, que debía ocurrir en miles de años.
El antropocentrismo es un sistema filosófico caduco. Se requiere una cosmovisión científica distinta, equilibrada, respetuosa de la naturaleza, verdaderamente incluyente con el género femenino. El positivismo es patriarcal y cuadrado. Las nuevas formas serían dúctiles. Sufrimos una destrucción ambiental sin precedentes provocada por la especie y no podemos seguir creyendo, a pie juntillas, porque así lo marcan los ecos de Descartes, que somos los amos del planeta, el centro del Cosmos. Con la información que poseemos, ello equivaldría a seguir creyendo que la Tierra es plana. Es el momento de la transformación, de una transmutación profunda.
El futuro del planeta, desde hace décadas, se ve con desconfianza. No es ya la promesa del mañana gracias a un “progreso” occidental. Ejemplos que demuestran la crudeza de la distopía dentro de la creación artística, el debate filosófico y la política, abundan. Muestran un recorrido de más de medio siglo. Se trata de voces acertadas, y obras preclaras, que cobran más sentido al paso de los años: por ejemplo las novelas 1984, de George Orwell (1932), Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1949) y Fahrenheit 451, de Ray Bradbury (1953); las películas Metrópolis, de Fritz Lang (1927), El planeta de los simios, de Franklin Schaffner (1968), Cuando el destino nos alcance, de Richard Fleischer (1973), Mad Max de 1979 y 2015, de George Miller, Matrix, de las hermanas Wachowski (1999), Avatar, de James Cameron (2009), No, de Pablo Larraín (2012), y Snowpiercer, de Bong_Joon-ho (2013). También se deben mencionar, por supuesto, las teorías filosóficas o sociológicas de Jean Paul Sartre, Albert Camus, Gilles Lipovetsky, Zigmunt Bauman, Noam Chomsky, Byung-Chul Han, y el Ecofeminismo de Fraçoise d’Eaubonne.
Mientras tanto, ¿qué ocurre con los intelectuales? Parecen agazapados en una comodidad instaurada desde mediados del siglo XX. El glamour de las revistas y editoriales neoyorquinas, los cocteles fashion, las becas, el narcisismo dentro de la carrera literaria o pictórica, la borrachera o las drogas como supuesto modo de transgresión… todo ello ha entorpecido el entramado neuronal de la cultura. Se ha dejado de alimentar el exocerebro de la humanidad, buscando protagonismo. Dicho de otro modo: los intelectuales también se volvieron estúpidos. Se lo permitieron ellos mismos. Olvidaron utilizar aquello que dio nombre a su estirpe: el intelecto. No es que no puedan hacer uso de las redes sociales, como todo el mundo. Sino que, a la hora de generar pensamiento, verdadero pensamiento, hay que ir a fondo en esas circunstancias; y últimamente no parecen decididos a hacerlo. La gran profusión de premios, las constantes peleas por becas y presupuestos culturales, los reconocimientos forzados que comparten grupos que actúan en contubernio, como las hienas, han hecho de las y los artistas perros amaestrados por un sistema. Las croquetas son la fama y el nepotismo…
Pienso en aquella generación de España del 27, que se opuso al franquismo: hay que recordar la valentía de Miguel Hernández y García Lorca, que dieron la vida en su lucha contra el régimen. El mismo Miguel Hernández, escribió al respecto: “Sangre que no se desborda, / juventud que no se atreve, / ni es sangre, ni es juventud…”. Como comentó a su vez Salvador Allende, ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica. Y con revolución, que quede claro, no me refiero al hecho de tirar balas y palazos a diestra y siniestra, o romper cristales bajo un engañoso sueño de la destrucción, manipulada por grupos políticos de choque. Me refiero a la verdadera Re-Evolución, la que nace del pensamiento hondo, original, confrontante. La que modifica el mundo. La que incluye la decolonialidad, el feminismo, la igualdad verdadera. La revuelta intelectual Des-ilustrada. El siglo XXI requiere de un nuevo paradigma. Así como existió la transición del feudalismo al capitalismo, estamos ante una nueva revolución, no industrial sino virtual, y una urgencia ecológica que nos obliga a retomar la reflexión profunda. Se necesitan juventudes conscientes. Una vez escuché al escritor Paco Ignacio Taibo declarar, en una conferencia, una opinión acertada y alentadora: “No hay que preocuparse. Yo también me preocupo por los jóvenes…parecen dormidos… Pero ellos harán lo que les corresponda, cuando tengan que hacerlo…”. Es un cometario útil para aliviar la ansiedad. Pero hay que continuar pensando. Tal como escribió Francis Scott Fitzgerald: “En las cosas no existe la esperanza y, sin embargo, hay que estar decidido a cambiarlas.”
La preocupación es válida ante los hechos que se padecen. Hemos ido perdiendo lo sustancial bajo el invisible peso del confort. Es esa insoportable levedad del ser a la que hace alusión Milan Kundera. Recuerdo el caso del Guernica, de Picasso, cuadro monumental que surgió a modo de protesta tras el terrible bombardeo sobre un humilde poblado de Vizcaya. Acuden a mi mente vida y obra de José Martí en Cuba; la novelas, de algún modo sociales, de Dostoievski o Charles Dickens (por cierto, muy leídos en su momento); la compasión en los cuentos infantiles (y no tan infantiles) en la obra de Oscar Wilde. Poco de eso tenemos en la sociedad que ahora habitamos, y nos habita. ¿Qué decir de la España de 1937, donde se convocó a un histórico congreso al que viajaron figuras como Rafael Alberti, Octavio Paz, Pablo Neruda o David Alfaro Siquieiros, para manifestar una postura firme en contra del fascismo? ¿Qué decir de la acidez subversiva de los poetas beat que incluso encabezaban marchas pacifistas; de la confrontación del poeta Pushkin con el todopoderoso Pedro el grande?
Desde luego, estas preocupaciones no son exclusivas de nuestra generación, llevan décadas gestándose. Ya William Makepeace Thackeray, en plena era victoriana y preocupado por la situación que le rodeaba, escribió a forma de sátira The Book of Snobs (1848). En su momento, Einstein declaró: “Dos cosas son infinitas: la estupidez humana y el universo; y no estoy realmente seguro de lo segundo”. Y en tiempos de este ciego fanatismo “messiánico” futbolero que padecemos; en tiempos de Milei y un anarco-capitalismo atemorizante, una frase de Jorge Luis Borges encaja como anillo al dedo en la sociedad rioplatense: “la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo”.
La Academia, por su parte, no se salva. Ha olvidado la esencia de la ciencia y el conocimiento, para encorsetarse en la validez oficial de las citas y la bibliografía especializadas. Los académicos se han vuelto “citólogos”, incapaces de liberar teorías hondas y polémicas. Claro, hay excepciones. Pero habría que comprender que ni Shakespeare, ni Cervantes, o Kafka, o Gabriel García Márquez, Alejandra Pizarnik o Sylvia Plath eran académicos, y que se trata de personajes a quienes se cita, con sistema APPA, de manera constante dentro de las aulas de posgrado. Nietzsche y Schopenhauer, por su parte, crearon sus sistemas filosóficos fuera de cualquier círculo autorizado ante el despiadado rechazo de sus ideas. La Academia se ha vuelto elitista, complaciente, y en la mayoría de los casos, irrelevante ¿Cuántos estudios, bien validados, pasan desapercibidos? El académico se ahoga con el hueso que un sistema educativo le otorga, en medio de un prestigio rancio que la autoestima le hace perseguir con insistencia. Y sé de lo que hablo cuando comento esto… Hace falta una academia brillante, original, móvil, incendiaria. Eso sólo podrá ocurrir cuando, al menos en artículos de divulgación, la Academia se despegue de los vicios de la Academia.
Ojalá retomemos el camino. Atrás debieran quedar los autores de ocasión, los falsos marginales, los preciocistas y los exquisitos. Una deuda pendiente, por supuesto, sería liberar la mente del reconocimiento fácil, de la evasión de las redes sociales, del chismorreo facilón. Sería necesario alejarse de las cuotas de poder, de las migajas institucionales que funcionan como grilletes para apagar el intelecto; dejar atrás las premiaciones nacionales por amiguismo. Por supuesto, comentar esto parecería, en estas circunstancias, pura ingenuidad. Me gustaría declarar con ironía, como Groucho Marx: “Estos son mis principios, pero si no les gustan, tengo otros”.
No puedo. No es que se exija a los creadores una obra panfletaria o de izquierda. De ningún modo, y por fortuna, no se tiene una obligación al respecto. Pero sí se debiera reclamar una literatura digna, por una parte; y la presencia social, de vez en cuando, de la autora o el autor, a favor de la vida, la dignidad, las causas ecológicas o humanas. Hacen falta escritoras y escritores que se muestren, que adquieran una postura crítica, de ningún modo complaciente. Hace falta que den un paso al frente.
El artista guarda silencio. Al menos quien tiene capacidad de voz, de verdadera voz. No sabemos si la sed podrá hacerlo volver de su marasmo. La verdadera sed. El consorcio editorial, por su lado, ha corrompido a los autores. Se tienen demasiados compromisos con los editores. Debido al poder monetario que poseen, se han querido colocar (o se han colocado) dentro de un sistema cultural capitalista que pasa por encima del talento de los escritores, a quienes no guarda ningún respeto y a quienes manipula a placer. Los escritores, de paso, en el afán de conseguir una vertiginosa fama, se han convertido en escritores bobos, fáciles, modelos de pasarela, youtubers o tiktokeros de ocasión que han leído un par de libros, desesperados por mostrarse ante las otras y los otros en redes sociales. Simples, aunque exitosos mercachifles. ¿Y qué decir de los editores que viven de las publicaciones, pero se quejan de sus autores? A ellos podríamos dedicar estas líneas que Emilio Salgari escribió a su salud, antes de suicidarse mediante el procedimiento del harakiri: “A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semi miseria o aún peor, sólo os pido que, en compensación por las ganancias que os he proporcionado, os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma”. Y no hablemos de que hoy, con dinero de por medio, cualquiera puede publicar un bodrio, porque a los editores actuales, antes que la literatura, les fascina el dinero.
En mi caso, he sido testigo de verdaderas farsas literarias, carreras absurdas construidas a base de compadrazgos y relaciones sociales que la gente, en su escasa costumbre lectora, compra con facilidad. Me han recomendado, incluso, a mis propios malos alumnos que hoy se hacen pasar por maestros. En los tiempos que corren, acudiendo a un meme (muy de hoy) podríamos representar a los “intelectuales de ayer” como un perro alto y musculoso, mientras los “intelectuales de hoy” corresponderían a un flaco y desprotegido cachorro. La literatura agoniza. Aunque estoy seguro de su resurgimiento. La Historia es una acumulación de capas sobre capas; de oleajes interminables que cambian de rumbo.
Qué se puede agregar sobre la imagen del escritor. Fue una bendición, en otra época, el que no fuera fácil conocer a quien escribía. Había libros que no poseían la fotografía de un autor, ni siquiera en la solapa. No se seguía a los escritores en sus muros, no se les juzgaba buenos por su simple apariencia estética o una fama difundida. O quizá ocurría un poco; pues como he comentado, gente imbécil ha existido siempre. Aunque las cosas se tornan extremas. Ahora, por ejemplo, se acusa a un autor de padecer sobrepeso, como si el control de la masa corporal afectase el desempeño de las neuronas o influyera en las capacidades estéticas. Se le acusa de ser moreno o feo. Qué absurdo. Claro, esto no es un asunto nuevo, pues cuando una mujer molestó a Pablo Neruda hace muchos años, comentando que era un gran poeta, aunque criticándolo por ser “gordo”, éste contestó: “Señora, soy gordo porque me paso la vida sentado ante una mesa, escribiendo esos poemas que a usted tanto le gustan…” ¿Cuál es la ecuación gordura-talento? Ojalá alguien pueda explicármelo con una ecuación científica. Tal vez, de ese modo, me callen la boca.
Mucha gente ha comentado, por ejemplo, que debería dejarme la barba todo el tiempo y usar anteojos, para “parecer escritor”. ¿Sabemos acaso como era Homero? Thomas Wolf tenía poco de establishment en su imagen. Nadie está seguro de la imagen de Bruno Traven ¿Qué significa parecer escritor? No se escribe con imagen ¿De qué carajo hablamos?… La gente deja a un lado el talento, para fijarse en banalidades. Una pena. Recuerdo haber acudido, hace un par de años, a la presentación de un libro de una universidad particular. Me causo mucha gracia (desde luego interna) mirar a una fila de asistentes con el mismo look: cabello castaño, usando los famosos anteojos, con barba desde luego; delgados todos ellos, usando un saco casual casi del mismo color. Fue una epifanía descubrir que me hallaba ante una serie de clones colocados en batería. Digámoslo de una vez: no se trata sólo de parecer escritor, sino de serlo. Un escritor puede no parecer escritor. Por supuesto, bajo estas circunstancias hoy en día sus libros serían un fracaso. Lo lamento, querida Rosario Castellanos, hoy no serías un hit.
Es, quizá, momento de que los verdaderos intelectuales abandonen la comodidad y tomen una posición congruente dentro del mundo. Existen muchísimos artistas brillantes que han descuidado su importancia ante los otros, Son aquellos que, por ejemplo, debieran ser los primeros en advertir que el cambio climático terminará, si no ponemos atención, por aniquilarnos a todos: ignorantes o letrados, ricos o pobres, azules o amarillos. No habrá más Williams Shakespeares, o análisis profundos de la obra de Immanuel Kant. No habrá más Tik Tok, ni lecturas acompañadas por un café. No habrá exposiciones, ni libros, ni lectores. No habrá tertulias donde corran la cerveza y el vino a raudales. No habrá futuro humano para lo que hoy entendemos como progreso porque la humanidad habrá sido domesticada a base de un falso confort. Se asesinará a sí misma, siguiendo principios ciegos y anacrónicos. Les recuerdo: el café y la cerveza se preparan con agua… De nada.
Ante estos hechos turbulentos, uno parece el loco de a la aldea advirtiendo de un tsunami casi invisible. Sé que habrá muchas burlas, malos comentarios contra este artículo. No importa. El papel del delirante no me disgusta; es más, lo disfruto, porque sé que la responsabilidad de los intelectuales ha sido siempre, y continuará siendo, muy grande. Podría pensarse que todo está perdido, que el fin es irremediable, que no se puede reforestar un bosque, recuperar el planeta, por ejemplo. Entonces yo les invitaría a mirar La sal de la tierra, de Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado (2014): un canto de vida para una humanidad rota. Y a recordar que, como comenta Aristóteles, “la esperanza es el sueño del hombre despierto”.
Hoy en día nadie se atrevería a rechazar, como lo hizo Jean Paul Sartre, el Premio Nobel. Incluso alguien con un libro mediocre publicado sería capaz de considerarse digno de alcanzar un premio de esa magnitud. Es más, sería capaz de exigirlo. No me extrañaría. Hoy en día no se publicaría a Cervantes, a Joyce, a Beckett. Les acusarían de complicados. Los editores se la pasarían lloriqueando, quejándose de que los libros de tales autores no se venden tanto como los de cualquier guapo, o escritora voluptuosa de ocasión. Hoy en día casi nadie se atrevería a criticar este mundillo cultural, como lo hace este humilde escritor (a riesgo de que le den de palos). Hoy en día se puede cometer la profanación de escribir sin leer, sin consecuencias intelectuales. De hacer crítica literaria a modo de vendetta, antes que de reflexión, para humillar a quien odias de forma personal, sin sustento. Hoy en día la gente prefiere beber cervezas y destilados antes que rescatar los ríos, sin comprender que sin esos ríos no habrá cerveza, y sin lluvia no habrá destilados, porque todo proviene de la tierra y a la tierra vuelve. Hoy en día la gente no comprende que no se puede comer un celular, ni siquiera el mejor iphone. Los billetes, por cierto, tampoco se comen.
Queridos lectores. Amados intelectuales: somos una vergüenza. Recapacitemos. Ya basta de comportarnos como estúpidos.