Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

De amor y muerte entre pandemias

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Por Herles Velasco

16 Abril 2020

El amor puede llegar cualquier tarde, como la muerte. Algo sabremos nosotros de todo eso, en lo individual, en lo colectivo, lo llevamos aprisionado en lo más profundo de nuestro imaginario, en nuestras células. La muerte, eso sí y a diferencia del amor, suele ser más sagaz: “La muerte (y no el crush) había fijado su mirada en mí, notándome” dijo Turguéniev. A todos nos llega el final de nuestro capítulo, de nuestra novela, pero espere, todavía no, el amor son las vueltas de tuerca, las anécdotas de esta minificción o de nuestra saga épica, en donde, perdón, no hay finales felices, todo es crónica de una muerte anunciada.
La primera plaga, literariamente hablando, la trajo la poesía, obvio (como el amor); el poema de Atrahasis hace unos 3,600 años, en lo que hoy es Irak, antes que Jehová a través de Moisés, o que Satán a través de Bocaccio o Baudelaire; plagas y más plagas. El primer texto de amor, ya dijimos, también es un poema, un poco anterior al texto sumerio, por si es usted uno de esos escasos optimistas, poco más de 4 mil años atrás (porque podremos ser polvo, pero polvo enamorado) en un poema cargado de erotismo, camas y amantes. De eso va esto, y no tocaremos aquí a la sobresobada “Peste”, de Camus, (no por su falta de calidad, evidentemente, sólo por lo sobado). Pero dígame ¿hemos escrito más sobre el amor o sobre la muerte, o sobre el amor y la muerte? Ahí tiene una tarea para esta ociosa cuarentena, amigo lector.
Pero volvamos a esas “plagas y más plagas”, esas que no dejamos de personificar: tenemos ahí al famosísimo Nosferatu que es, etimológicamente, el que “trae la enfermedad”, y hay que decirlo: todas las culturas tienen a su vampiro con sus pestes legendarias, no lo digo yo, lo dijo Rousseau; ahí está el Tlahuelpochí de los nahuas para justificar sepa usted cuántas pandemias, un ser que se convertía en vapor y se alimentaba de la fuerza vital humana, cual “coronaviru”, o los Tlacatecolótl, hombres búho que provocaban la desgracia sólo de verlos volar cuando se convertían en esos demoniacos bichos: los tecolotes, y a quienes no mató ninguna cura en la conquista y que podemos ver todavía representados en los carnavales de Chicontepec, en la huasteca veracruzana, romantizados y hermosos, como la muerte… o el amor.
Pero no sólo la literatura y culturas ha personificado a la peste como el castigo más demoniaco que puede acaecerle a las masas en forma de un padecimiento que se manifiesta en la carne, o de un ser despreciable en algún melodrama mitológico; Michael Ende en “La historia sin fin”, por ejemplo, la peste es también personificada por la depresión, la indiferencia, el miedo… ¿le suena? Y qué tal las desgracias que le suman las pinches burocracias, tan inútiles aquí como en el “Ensayo sobre la ceguera”, de Saramago, y en todo termina (porque todo termina) no por ellas, sino a pesar de ellas; la muerte se ha vuelto sofisticada a partir de nuestras propias incapacidades, de nuestra pobre psique a la que, cuando la sacamos un poco de su cuadrícula, se cae a pedazos y saca lo peorcito de nosotros (que también somos, aunque no queramos aceptarlo), de nuestras frágiles instituciones que se tambalean como castillos de cartas con las corrientes huracanadas del vuelo de la mariposa; ¡Ay! Si la casa de los tres cerditos la hubiera construido el Infonavit, amigo lobo.
Distopías, les dicen, que han marcado, como nunca antes en las letras, la historia de esta nuestra llamada posmodernidad. Las distopías están llenas de amor y de muerte (con sus pestes) y, aunque lo pareciera, no es una contradicción, uno (o su falta) hace más evidente al otro, se necesitan, ya dijo Proust que “el amor es una enfermedad inevitable, dolorosa, fortuita”, y también que, aunque la felicidad nos resulta saludable, “la pena desarrolla la fuerza de nuestro espíritu”, pareciera que necesitamos a la muerte tanto como al amor, o quizá más. Pero no, no son tiempos de sacar el cobre a la menor provocación, uno no le desea a (casi) nadie, un desenlace tan fatídico, tan prematuro. Yo, si acaso, deseo que enferme, sí, que enferme sobre todo de amor; aunque traiga, también, sus propias fatalidades, que ya habrá de llegar al encuentro con una muerte a la altura de nuestra propia historia. Mientras, enamórese y lávese las manos; todo y por favor, un chingo de veces.