Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Cuitas de muñecos

Autora: Maria Graciela Guzmán Perera. 

Abril 2022

 

“Cuitas amorosas entre Diego y Paquita “

¡Shiiiiip! ¡Jarooooocha!- gritaba la vocecilla. —¡Jarochaaaaa! ¿Estás ahí? ¿Vives en la repisa de arriba?

La jarocha despertó con dificultad.  ¡Ahhhhhhhhhh!  Bostezó largamente, con gran pereza abrió sus ojos y afinó el oído.

-¿Quién eres? ¿Porqué me despiertas a las tres de la mañana?  Yo por la mañana tengo que estar lista para lucir mi belleza, en mi traje blanco como la espuma del mar, mi falda amplia para bailar, mi quexquemetl de encaje y delantal de satín negro bordado con flores rojas, me colocaré mis aretes, mis medallas y retocaré mi peinado recogido de lado con un cachirulo adornado de claveles, siempre del lado izquierdo. Acuérdate que yo soy soltera.

-¡Hay Jarocha! ¡Cuánto rollo! Tu bien sabes que ya estás vestida y peinada, alguien vendrá a quitarte el polvo, pero no lo puedes hacer tu. El tiempo te sobra y no te ha deteriorado.  Dime, ¿Me recuerdas?  Yo me acuerdo perfecto de tu traje y de tu tocado aunque la verdad, no me fijé de qué lado estaban tus flores y qué significado tenía tenerlas a la derecha o a la izquierda. Así que eres soltera, mira: ¡Siempre hay algo nuevo bajo el sol! Y… ¿te acuerdas de mí? tu y yo éramos los consentidos de aquella hermosa dama que nos cuidaba tanto.

-Mmmmmmmm ¿Recordarte? Tienes voz de niño, hace mucho que no veo ninguno, salvo en las fotos que están junto a mí. Es posible que vivamos en repisas distintas.  Dime, ¿Cuándo me viste la última vez? Estuve muchos años en otro lugar donde había muñecos como yo que vestían trajes muy vistosos de distintos lugares…pero… ¿Un niño?

  La Jarocha no pudo ver el efecto decepcionante de sus palabras y lo que le provocaron a Diego, que soltó unas lagrimitas de desilusión.  Tenía la esperanza de haber sido importante en el pasado donde había visto aquella bellísima y presumida muñeca.

– ¿De verdad no recuerdas nada? Tengo más de 55 años de edad, pero represento un niño de 4 o 5, estoy vestido desde entonces con mi overol azul, una camisa de cuadros y gorrita.  Mi cara tiene algunas pecas y una expresión pícara; tengo además un pelambre rubio que se asoma por debajo de mi gorra al que todos los días Paquita peinaba con cariño, allá en la casa de los grandes ventanales que dejaban ver el enorme jardín.  ¡Acuérdate! Había una mesa llena de orquídeas de todos colores que siempre estaban floreadas. Unas manos armadas con un plumero nos sacudían todos los días.  ¡Éramos vecinos!

–Creo recordar que había un niñito siempre sentado en mesa de los mapas y trofeos. ¿Eres tú? ¿Al que llamaban Diego?

–Si, si – dijo con ansiedad – ¡Soy yo! ¡Finalmente! ¿Recuerdas a Paquita?

  -Yo me fui de aquella casa poco antes que tú.   Un día Paquita, hace un poco más de año y medio, me metió a su bolsa y me entregó en las manos de una mujer con bata blanca y le dijo: Yo sé que usted lo cuidará tanto como yo.

  Primero estuve en una repisa transparente junto a Esperanza, Merlina y la bailarina de ballet, eran unas niñas muy amables y platicadoras, por eso no me sentí solo. Cuando miré hacia arriba se veían los pies de “la yegüita fina”, una chica con su uniforme del Colegio Francés y más arriba estaba Prudencia otra muñequita con un vestido verde y sombrero de paja, pero yo solo podía ver sus calzones y su falda.  También estaba Feliciano el castor siempre sentado en su tronco enseñando sus enormes dientes delanteros.  Del otro lado del tronco estaban las catrinas, eran varias, todas distintas y bastante presumidas.

  Había mucho movimiento ahí, la gente entraba y salía. La señora de la bata blanca hablaba con ellos y les explicaba lo que escribía en un papelito.  Era divertido, escuchaba siempre cosas distintas, había gente de todo tipo: los que se preocupaban por su salud, los que se asustaban de todo, los que se ponían blancos y los que se quedaban impávidos.  Lo que decía la señora de la bata tenía muchos efectos en aquellas personas.

   Cuando me trajeron aquí, me sentí muy extraño pues estoy junto a un conjunto raro de sujetos. A un lado tengo un ángel de latón que no habla, pero toca día y noche una música celestial con su gran tololoche, con él no se cuenta.  Hay también unos seres raros como de fierro dorado: uno con cara de elefante al que le dicen Ganesh, es amable pero tiene un aire muy potente de sobreprotector.  Junto a él está Parvati una mujer que tiene muchas manos, Ganesh le dice mamá, no entiendo como una mujer puede tener un hijo con cara de elefante, pero la señora es muy vivaz, tú me entiendes… La verdad me cae bien, siempre habla con doble sentido, cuenta chistes verdes, aunque es extranjera es muy alburera y se sabe seductora, le encanta la buena vida y disfruta el momento.  Hay una tercera, muy distinguida y reservada, tiene un nombre raro… algo así como ¿Saraswati?  Es como el ángel, habla poco y pasa todo el tiempo tocando una especie de guitara con un diapasón muy largo, sus amigos reconocen que es sabia y protege a los artistas.  Me contaron que vinieron de un país del otro lado del mundo, donde ellos son dioses, allá les rezan y los llenan de flores, por eso saben escuchar, pero no hablan mucho. De repente les da por cantar, cuando se enciende un rectángulo con sonido y movimiento que está enfrente de nosotros, a veces suena una música en un idioma que yo no entiendo…me dijeron que esas canciones se llaman “mantras” y sirven para proteger o relajar a las personas.  Cada uno de ellos tiene su canción y si la escuchan se ponen a bailar dejándose llevar por las notas musicales vibrando en una forma muy extravagante. Por cierto, la señora de la bata blanca suele oírlos mientras medita y a veces se aloca como esos mini dioses, se pone a cantar a todo pulmón en la regadera y baila mientras se viste. Me parece que le faltan algunos tornillos ¿No crees?

  En mi repisa también hay fotos, son de gente que parece vivir un momento feliz, unos son muchachos barbudos como talibanes (creo que es una moda actual) y una pareja de personas mayores que están abrazados y contentos. No puedo hablarles, pero mirarlos me hace sentir que hay mucho amor entre ellos.

–Pues qué afortunado, aquí arriba solo están las fotos de una bebé, hermosa la criatura… pero, como tú dices, las fotos no hablan.  Yo no tengo con quien platicar, mi vida es un mundo de silencio ¿Cómo supiste que yo estaba aquí?

–No lo sabía hasta que ayer, cuando la mujer de la bata blanca hablaba con un rectángulo de luz repleto de caras de señoras, nos bajó a ti y a mi y nos puso delante de esa cosa.  ¿No te diste cuenta?

–La verdad cerré los ojos, la luz intensa me molesta y cuando me mueven me mareo, prefiero no ver, además siempre que se menea mi peineta, se me encaja y me da dolor de cabeza.

— Hay Jarocha ¡Que delicada! No te fijas en nada. Dime, ¿Habías visto esos artefactos?

— Qué artefactos?

–Los rectángulos que hablan y tocan música, hay uno enorme enfrente de nosotros, ahí cuentan muchas historias, pero nuestra señora prefiere oír cantantes.  

–Ahhhhh!! Esa cosa tan ruidosa, la puedo ver desde aquí, a veces es muy entretenido aunque en muchas ocasiones hablan o cantan en idiomas que yo no entiendo: ¡Yo hablo español! y…un poco de veracruzano, pero contigo no me atrevo, dicen que es de mal gusto.

–¿Has visto también el rectángulo parlante mediano?

–¿Hay otro aparato?  Desde aquí no puedo verlo, yo no miro hacia abajo, me da mal de altura.

— Ese es más interesante, su forma muy particular,  son dos rectángulos uno parado que emite  luz y fue donde vimos a las señoras parlanchinas del otro día, y otro  acostado lleno de cuadritos con letras.   No sé exactamente para que sirva, pero la señora de la bata blanca pasa horas mirando el rectángulo de luz y moviendo los dedos a toda velocidad. ¿Qué será esa cosa? ¿Para qué hará tanta gimnasia con los dedos?

— Pero no es todo… Hay otro rectángulo más chiquito, es como una mezcla de los otros dos, se puede hablar y ver a las personas, escribir, buscar información, oír música, parece servir para todo y yo creo que atonta, porque todo el día lo ven, sin poner atención a nada más, como si hubieran nacido con esa cosa pegada a las manos.  A veces la mujer lo olvida sobre la cama o la mesita y regresa muy preocupada a buscarlo. ¡Qué raro es todo esto!

 

Allá en la casa de las orquídeas nunca los vi, recuerdo que había unos barcos chiquitos, sobre unos objetos dorados que brillaban, tenían unas letras grabadas, pero como yo no sé leer no supe lo que decían; solo sé que vinieron en la misma maleta en la que yo llegué hace 55 años de un lugar llamado Canadá.   Si, aunque no me creas soy extranjero, estaba en la vitrina de una tienda, los que pasaban me miraban con atención detrás de un vidrio, a veces entraban y preguntaban cuál era mi precio.  Un día un señor, al que le decían “Capitán”, me compró como regalo para de bodas para Paquita.

 Horas después aparecí en las manos de una hermosa niña, creo que tenía 16 años, en aquella época no tenía arrugas, ni bolsas bajo los ojos, parecía no dolerle nada, sonreía todo el tiempo y se veía muy feliz.  Cuando me sacó del paquete en el que me habían envuelto me dio miles de besos… ¡Ahhh !¡Qué lindo es! ¡Muchas gracias mi amor! – suspiró- ¡Lo llamaré…Diego! ¡Cuánto nos quisimos desde el principio! yo era su Diego y ella mi Paquita… Lo “nuestro” era muy especial, no era una pasión prohibida, pero era amor.

 Fuimos a navegar en un velero ¡Apa mareo! Ella y yo regresamos demacrados, la vi vomitar mil veces y otras tantas caerse en la cubierta del barco, lo único que queríamos era bajarnos de ahí.  El capitán en cambio estaba encantado, porque había ganado una competencia muy importante.  Entonces le dieron esos fríos objetos dorados que venían junto a mí en ese viaje, de ellos él estuvo siempre muy orgulloso.

   Después vi la vida real de Paquita, tuvo lidiar con 3 niños traviesos, que no eran sus hijos, pero así los quiso, como si fueran de ella.  A ratos la sacaban de quicio y la hacían gritar, luego cuando estábamos solos me acariciaba y sus lágrimas eran una lluvia sobre mi cabeza.  Un día empezó a engordar, se veía hermosa con su carita llena, fue entonces cuando apareció una bebé de ojos risueños.  Engordó y enflacó 4 veces más y todas las veces la vi amamantar a sus hijos.  Cuando ellos crecieron, eran muy peligrosos para mí.  Paquita tenía que defenderme de sus manos, las niñas querían jugar conmigo, sin embargo ella no lo permitía, cada vez me ponía en una repisa más alta y decía: Pueden jugar con todo lo que quieran pero nunca con mi Diego.  Nosotros dos teníamos nuestra historia y ella lo sabía.

–¡Hay Diego! ¡Cuántas aventuras! Yo llegué a esa casa más tarde.  También estuve en una tienda allá en mi Veracruz, donde diario escuchaba a los jaraneros tocar sones y fandangos, coplas en doble sentido, ciertamente muy divertidas.  Cuando los escuchaban tocar, la gente se paraban a  bailar, con unas canciones zapateaban y con otras bailaban abrazados despacito, como si estuvieran parados en un ladrillo.

  La dueña de la tienda, estaba orgullosa de ser veracruzana. Todos los días la escuchaba relatar la historia del vestido que llevo puesto a los turistas que entraban a preguntar.  Un día   muchacho de ojos verdes se me quedó mirando fijamente, lo escuché decir: ¡Se la llevo a mi mamá! ella adora las muñecas y más las vestidas con trajes típicos mexicanos. 

   Me encerraron en una caja y aparecí debajo de árbol lleno de pelotitas y de luces de colores.  En medio de una gran fiesta el chico dijo: Esto mamá, es para ti, yo sé que esta le falta a tu colección.  Ella rasgó el papel que me envolvía y abrazó a su hijo efusivamente.  ¡La Jarocha! – gritó — ¡Muchas gracias m’hijo!  Desde entonces vi esa casa desde las alturas, porque mis compañeras y yo estábamos hasta arriba, cerca del techo, eso nos daba un poco de inmunidad contra los diablillos destructores que vivían ahí. 

  Un día escuché a Paquita decir:  Carolina, tráigame a la Jarocha, entonces me entregó a la señora de la bata y ella me puso aquí entre las fotos de la bebé.  Estoy arriba de ti, solo viendo de frente, ya te he dicho que sufro mal de altura.

-Entonces tu no estabas en contacto con ella, nunca supiste que te adoraba, estaba muy orgullosa de su colección de niñas vestidas de trajes regionales, solo había un hombre, con un traje todo bordado de colores y un raro sombrero del que colgaban una especie de mechudos rojos. ella le decía algo así como el “Chol”.

  •  
  • No Diego, no era el “Chol”, era el Huichol… Creo que también se lo dió a la señora de la bata blanca, porque un día desapareció de la vitrina. ¡Que extraño! porque no nos dejó con ninguna de sus hijas o nietas.
  • Me imagino que pensaba que cuando ella se fuera nos regalarían a unos desconocidos, no todo el mundo está orgulloso del colorido y significado de esos vestidos. Ella sí, decía con frecuencia que las manos de las artesanas mexicanas hacían maravillas.

Diego, se detuvo súbitamente y recordó la cara de Paquita que vió cambiar lentamente con los años.  La niña tenía su piel tersa y sonrosada, no tenía arrugas, su mirada era brillante y alegre.  Con los años aparecieron unas rayitas junto a los ojos, las ojeras por la falta de sueño y las jornadas de trabajo interminables.  Al último la recordaba demacrada, con la piel flácida y un color extraño entre gris y blanco.  Los labios a veces estaban morados y sus ojos cansados.  No solo eran los signos de la edad, sino también del cáncer.  Suspiró y continuó su relato.

  • Con el paso de los años vi envejecer a Paquita, poco a poquito. De un día para otro las arrugas comenzaron a profundizarse hasta que su piel parecía papel crepé, el peso del tiempo empezó a pasarle las facturas. Tenía 91 años cuando enfermó gravemente, el “capitán” ya se le había ido unos años antes. Sabía que el tiempo se le terminaba y no quería dejarnos solos. Se despidió de mi y me dijo: buscaré alguien que te cuide, yo creo que me iré pronto.

 La escuché hablar con otra mujer que la cuidaba:  ¿Viste Carolina? a la doctora le gustan las muñecas ¿Crees que cuidará de mis niños?…  Finalmente caí en la cuenta de que la señora de la bata era su doctora.  Cuando Paquita me puso en sus manos, sentí que se conmovió profundamente, no sé porqué, pero recibí otra lluvia de agua salada sobre mí cabeza, ¡qué rico se siente que esas gotas me refresquen las ideas! La doctora me abrazó con fuerza, como lo hacía Paquita.  Sus manos también son amorosas, cree que de alguna forma estamos vivos y que despertamos a las 3 de la mañana para hablar y bailar.

 Un buen día me dijo: ¡Vámonos Diego! y me trajo aquí, a su casa, me puso en la repisa que está debajo de la tuya, cerca de ella, entre las fotos de sus seres más queridos, arriba de su cama para acompañar sus días y velar sus sueños.  Desde aquí la escucho cantar, la veo estudiar, distraerse con sus rectángulos parlantes. La oigo hablar de nuevos proyectos o locuras que se le ocurren y meterse en innumerables problemas. ¡No para! ¡Solo de verla me canso!  Pero… ¿Sabes una cosa Jarocha? gracias a nosotros no se siente sola y mi Paquita sigue viva en su recuerdo y en el nuestro. 

La luz del día empezó a colarse entre las rendijas de las cortinas, un sonido empezó a salir del rectángulo pequeño que servía para todo.  Diego suspiró profundamente y dijo:

–Buenos días Jarochita, creo que por esta noche se nos agotó el tiempo, te agradezco que hayas escuchado con paciencia mi historia de amor. ¿Cuánto tiempo estaremos aquí? no lo sabemos, aunque extraño a Paquita, me siento feliz de ser apreciado y no ser un adorno cualquiera en una repisa.

 La Jarocha no contestó, las lágrimas brotaban de sus ojos y corrían como riachuelos traviesos sobre sus mejillas. En ese momento decidió que valía la pena observar lo que pasaba a su alrededor en vez de repetir como perico la historia del traje jarocho. Era mejor sentirse viva, como aquella noche en que se dio cuenta de todo lo que había pasado ante sus ojos sin que se diera cuenta.  Había mucho amor concentrado en su historia, ella había sido un precioso regalo de un hijo a su madre en navidad, tenía un hogar nuevo ya que Paquita se había preocupado de no dejarla a la deriva. Por primera vez sintió que su existencia tenía un significado para alguien, recibió ese cariño en su corazón de muñeca y pensó… ¡Qué hermoso es sentirse amado!

  No me lo van a creer, pero he encontrado a la Jarocha tirada en el suelo dos veces, ya la cambié de lugar, para que pueda ver lo que sucede en mi vida.