Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Cuento relleno de cuentos

Autor: Alejandro Paniagua

Julio 2023

 

          Dos semanas después de mi fiesta de cumple, pasaron dos cosas horribles. La primera tragedia: mi papá amaneció balaceado enfrente de mi casa. Me desperté enojada, salí al balcón, como siempre, y vi su cuerpo tirado abajo en la calle. Le grité: «¡Papá, papá! ¡Levántate!». Pero ya no oía nadita. Su cuerpo quedó tirado encima de un tablero de avión que yo rayé en la banqueta. Rapidísimo tomé el gis más oscuro que tenía, porque pensé que era una buena idea bajar corriendo para dibujar una caja negra junto al avión: así la policía podría descubrir fácilmente quién había balaceado a mi papá. Y es que las cajas negras registran los accidentes aéreos con mucha precisión. Intenté salir, pero la puerta de mi cuarto estaba cerrada con llave. Mi mamá no quería que me acercara al cuerpo agujereado. Le daba miedo que alguien me disparara también a mí. La segunda tragedia: se le cayó un ojo, el derecho, a mi muñeca de trapo oaxaqueña (la de cintas moradas; la que tengo desde los cinco años; la que se llama Cloralexa; la que compone sonatas y sonetos dedicados a J Balvin; la que una vez se peleó contra una versión robótica de un cíclope, usando como arma sólo unos chacos de bambú, y le ganó). Por un momento, pensé que había encontrado el ojo de tela junto al buró, pero era sólo un hoyito en el piso. Ese agujerito, más adelante, se convirtió en un hoyo negro interdimensional que se tragó todo el espacio-tiempo de mi cuarto. Pero ahorita no es momento de contar esa tragedia. Creo que hacerlo le quitaría importancia a la historia de mi muñeca tuerta y de los balazos de mi papá. Dibujé la caja negra en una hoja (no me salió muy bien por las prisas) y la aventé a la calle, el aire hizo que aterrizara junto a la basura. Al menos así, pensé, se podría saber cómo se murió la rata que llevaba días ahí tirada. Boté la idea de la caja. Mi mamá dice que debo crecer, que ya soy una niña grande, que a mi edad ella ya se había enamorado de mi papá (se conocieron desde el kínder), había tomado un sorbo de mezcal con gusano y había cambiado sus muñecas por discos de El Haragán. A mí no me gusta el rock urbano, ni crecer, ni el olor del mezcal; a mí me gustan Superman, Linterna Verde, los Trans- 129 formers y J Balvin. Yo escuché los balazos en la mañana, pensé que eran los de siempre y me volví a dormir. No podía saber que éstos eran especiales, sonaban igualito que los otros, así que no había forma de saber que eran los que se le clavaron a mi papá en la panza, en la cabeza. Me costaba trabajo llorar porque nomás conocí poquito a mi papá. Como no me salían las lágrimas, eché la cabeza un poco para atrás y me iba poniendo canicas junto a los ojos, luego las dejaba rodar por mis cachetes como si fueran lagrimones. Tenía muchísimas canicas, así que estuve chille y chille un rato. No todas mis canicas eran transparentes, por eso solté algunas lágrimas lilas y hasta unas de color verde fosforescente. Pero no importó que fueran de colores, también contaron como llanto, eso que ni qué. Incluso encendí la sirena de mi ambulancia de control remoto para que sonara como los ruidos de un lloriqueo retetriste. Por fortuna, las baterías de la ambulancia aguantaron hasta que me desahogué por completo. Me gusta escribir fanfics y usar personajes famosos de cómics o películas para inventar mis propias historias. Una semana antes de las tragedias, escribí un cuento bien bueno. Comenzaba con todos los enemigos de Superman (Lex Luthor, el General Zod, Lobo, Darkseid, Brainiac, Mr. Mxyzptlk y hasta el méndigo Doomsday) rezando un novenario por la muerte del superhéroe gringo (que estaba todo tieso en un féretro, en medio de la habitación). El ataúd tenía el escudo de la S en la tapa. Los supervillanos rezaban a coro: «Oh, dolorosísima Madre de Jesús… este Misterio te lo ofrecemos para que, por tu intercesión, nuestro hermano Superman y aquellos que están en el purgatorio sean confortados por Jesucristo». Al final, resultaba que todos los rosarios que tenían los malos en las manos estaban hechos de kriptonita, y eso mantenía muerto al pobre súper héroe. Me puse a buscar el ojo de Cloralexa debajo de la cama; estaba bien sucio, hasta una popó de gato había. También encontré: una lata de atún abierta, miles de pelusas, un compás sin punta, un ojo cercenado (pero era de humano, por desgracia), unos 130 dados del Turista, un lanzallamas Flammenwerfer M.16 y una colilla de mi tío. Muchos creen que si tu papá trabaja con los del cártel, entonces ya eres rico y te pueden comprar todo lo que quieras. Pero no es cierto, había veces que mi papá no tenía ni para pagar mi escuela. La vez que me sacaron las anginas fue un problemón, lo tuvo que pagar mi mamá. Incluso, hace poco, cuando le dijeron a mi papá que él iba a necesitar un trasplante de riñón, se hizo un despapaye. La operación iba a costar un montonal y quién sabe si le hubieran conseguido un riñón que le quedara. Mi mamá dice que mi papá se enfermó por tomar tanto KoolAid y Tecate, y por comer tanta birria. Pero luego dice también que se enfermó porque era malo. Sonó en la calle el afilador y me sentí triste. Y es que cuando el afilador pasa por mi casa, siempre me acuerdo de mi abuelita, que murió de una embolia (y entonces sí chillo a veces, sin necesidad de canicas o ambulancias). Empecé a golpear la puerta de mi cuarto para que mi mamá me abriera, quería despedirme de mi papá antes de que se lo llevaran, necesitaba decirle que lo quería, aunque lo hubiera visto poquitas veces. Quería abrazarlo, aunque me embarrara de sangre. Me preocupó que mi muñeca hubiera perdido el ojo porque era mala. Me angustió que me pasara algo feo porque yo también lo he sido. Quería que mi muñeca recuperara su ojo porque Cloralexa era una de las pocas personas (junto conmigo) que había visto feliz a mi mamá. Fue un día que mi papá llegó a la casa y nos prometió que se quedaría para siempre. Se fue tres días después y luego sólo venía una o dos veces al mes. A mi papá nunca lo vi contento. Sólo mi abuela sonreía a cada rato, y yo igual. Hablando de familias malas, en mi cuarto vivían tres fantasmas. Las primeras veces que los vi me espanté un chorro, una vez hasta me hice pipí. Los fantasmas eran familia. Estaba primero la mamá, una señora que usaba un vestido largo, largo y un peinado alto, alto. Ella daba aullidos para asustar, era su técnica favorita. El papá era un espanto muy flaco que usaba un traje de rayas de tres piezas y un bombín. El señor fantasma, 131 cuando quería asustar, se convertía en lo peor que te hubiera pasado. Después de la balacera, el fantasma se convirtió, varias veces, en el cuerpo agujereado de mi papá. Entonces tenía que sacar las canicas y ponerme a chillar al recordar su muerte. La ambulancia se me descompuso, así que ya no había sonido. El hijo fantasma era un chiquillo con chapitas y pecas trasparentes que siempre le andaba del baño. Él todavía no sabía espantar y más bien daba ternura. Una vez vino la abuela, una fantasma gordota que nadie soportaba. Pero sólo se quedó seis días, luego se regresó a su propia casa, qué bueno. Oí que mi mamá giró la llave de mi cuarto para abrir la puerta, corrí para empujarla y salir hecha la mocha, pero ella es muy rápida y fuerte, me aventó algo de comer y volvió a cerrar. Le grité todas las groserías que me sabía (eran quince ese día, hoy me sé veintiséis). Agarré las Barritas de piña y me las comí. A mí me gustan las de fresa. Me gusta más mi imaginación que la realidad, incluso más que mis sueños. Mi mamá se enoja conmigo, dice que invento demasiadas historias. Y sí, unas las invento, pero la mayoría son verdad, pasaron de alguna forma o de otra. Busqué el ojo perdido en los cajones del buró y nada. Abrí con la llave especial mi alcancía de cochino, saqué las monedas y tampoco. Hasta me subí a la silla para asomarme adentro de la pantalla de la lámpara. Me picó la nariz el olor del polvo. Mi cuarto tiene muchos olores distintos, el piso huele a cloro porque mi mamá dice que, si no, se hacen cucarachas. Mi escritorio huele a frutas por mi colección de gomas con formas de duraznos, mangos, kiwis, fresas, manzanas y hasta dos chicozapotes. Mi cama huele a mi tío desnudo, es un olor asqueroso. A la pared nunca se le quitó el olor a humedad. Pero mi olor favorito es el de mi almohada: huele a mí. Se me ocurrió sacar la almohada de su funda para buscar el ojo adentro y nada tampoco. Me asomé a la calle para revisar que mi papá siguiera ahí. No se lo habían llevado. Tuve una idea genial: aventar mi almohada a la banqueta para arrojarme luego yo y amortiguar el trancazo con lo mullido. La almohada cayó cerquita de mi papá. Aventé 132 mi alcancía para probar el plan, a pesar de que cayó justo en la almohada, se hizo pedacitos. La bronca era que mi almohada estaba toda apachurrada por mi cabeza grande. Mi abuela también tenía una cabezota. Un segundo antes de que le diera la embolia a mi viejita, se había parado para decir: «La vida es muy hermosa», y luego: chíngale, se cayó despanzurrada. Se dio un golpazo en la nuca, la boca se le movió a la derecha y hasta empezó a mover sin control las piernas. Se murió a los tres días. Todavía extraño su carita como de bola de papel que arrugas y luego abres sobre la mesa. Mi mamá se acercó a la puerta y me gritó: «Perdóname, hija. No quiero que salgas, la cosa está peligrosa». Yo guardé silencio, sabía que eso es lo que más le duele escuchar de mí. Cuando supe que mi papá necesitaba el trasplante de riñón, escribí un cuento. Ai les va: resultaba que un día, Linterna Verde decidía generar, con su Anillo de Poder, cientos de órganos artificiales hechos de luz verdosa. Entonces agarraba y salvaba a muchos desahuciados metiéndoles adentro las vísceras luminosas para que no se murieran. El problema era que Linterna Verde tenía que estar despierto día y noche para que los órganos no se esfumaran (puf). Además, esta responsabilidad lo cansaba muchísimo y no le daba chance de seguir peleando con sus enemigos. Al final, el héroe se quedaba dormidote y los órganos se evaporaban (puf) matando, en unas horas, a muchos de los enfermos, y ocasionando que todos odiaran al pobre Linterna. Entendí que a lo mejor lo de mi muñeca era karma: por haber matado a un cíclope, perdió un ojo. De haber sido un monstruo normal la víctima, hubiera perdido los dos. Le acaricié los pelos a Cloralexa. Luego la saqué al balcón para que viera, a medias, a mi papá tirado y se despidiera, aunque fuera de lejos. Volvimos bien sacadas de onda al cuarto. Oí balazos, muchos. Tuve miedo de que fueran adentro de la casa, de que le hubieran disparado a mi mamá. Por fortuna, no fue así. Ella me habló desde detrás de la puerta (se había quedado allí todo el rato). Me dijo: «Aquí estoy, no te vayas a asomar por la ventana». Pero sí me asomé. Un señor en moto le disparó de nuevo, cinco veces, a mi papá. ¿Para qué le disparas a 133 un muerto? Sigo sin entender. Una vez desperté y había desaparecido del mundo el color azul. Había sido sustituido por un tono amarillento que al verlo daba tristeza y revolvía la panza. Todas las cosas azules se volvieron de ese tono. Ver el mar, aunque fuera en una foto, provocaba mareos, como el mar de a deveras. El cielo parecía un batidillo asqueroso, como un flan echado a perder. Por fortuna, luego de dieciocho días, el color azul volvió al mundo. Vi al tipo que le disparó a mi papá huyendo en la moto, entonces pensé que un día alguien iba a escribir una historia sobre mí, sobre el día que balearon a mi papá y a mi muñeca se le perdió el ojo. Un día yo voy a ser el personaje de un cuento, los que me lean van a quedar encantados conmigo. Bueno, si es que el escritor tiene la habilidad suficiente, si no, quizás les parezca odiosa o rara o tonta, pero de que seré la protagonista, lo seré. Cada quince de mes, mi mamá amanecía con un nombre distinto. Al principio eso me daba miedo. Pero me acostumbré. Cada día quince, abría su bolsa pirata de Chanel y revisaba su ife para ver su nuevo nombre. Se llamó: Concepción, Renata, Adela, Próspera, Ifigenia, Carmen, Cristina, Maya y hasta Cloralexa, como mi muñeca. Muchas veces aproveché cuando revisaba y le saqué cien o doscientos pesos de la bolsa. Pero yo no era tan mala, si me compraba un Gansito o un taco de canasta, también le traía uno a ella. A partir de que se murió mi papá, no volví a robar dinero. Mi mamá pasó sus dedos por debajo de la puerta trancada. Tenía las uñas pintadas de dorado. Yo le agarré la mano y me puse a chillar. Ella igual. Se podría haber jugado a la choya con nuestras lagrimotas. Antes usaba mis cartas de la lotería para leer el futuro, como si fueran un tarot. Hace meses me leí yo sola la baraja, salió el anuncio de todo lo que pasó el día de las dos desgracias. Estuve bien segura, desde entonces, de que iban a balacear a mi papá tarde o temprano. Primero me salió la carta de El Borracho, que por supuesto era mi papá. Luego El Alacrán de cabeza, que 134 hablaba de la traición que le harían. Luego Las Jaras, que son lo más parecido a las balas en la lotería. La Muerte salió volteada, y anunciaba el horrorífico final de mi papá. Después, La Calavera al revés, por si me quedaban esperanzas de que sobreviviera. Al final salió La Luna, no la entendí. Después me cayó el veinte de que, como está en fase creciente, nomás se le ve un ojo: las cartas también me estaban anunciando lo de mi muñeca oaxaqueña. Pateé la puerta sesenta veces, se amoló toda la parte de abajo. Me dolieron los dedos y me lastimé la rodilla por mensa. Volví al balcón para gritarle al cuerpo: «¡Papá, orita voy! ¡Espérame!». Escuché a mi mamá hablando por teléfono. La oí gritar que había «una niña imprudente que estaba terca con ir a ver el cuerpo». Me molestó. Ya después me dijo que estaba apurando a los señores para que vinieran más pronto por mi papá. Mientras esperaba a que se abriera la puerta, me puse a escribir. Inventé una historia sobre los Transformers que llegaban a la cdmx. Bumblebee elegía convertirse en un carrito de camotes. Para hablar hacía varias veces el pitido del vapor. Atacaba a sus enemigos lanzándoles camotes con lechera radioactivos. Ironhide escogía convertirse en un vagón del metro, pero tenía que andar a vuelta y vuelta de seis a once, después ya andaba bien cansado como para pelear. Optimus Prime escogía convertirse en un altar de la Virgen de Guadalupe, de los foquitos navideños aventaba rayos láser. Su problema era que siempre había un montonal de fieles arrodillados a su alrededor mientras luchaba contra Megatron (quien, por cierto, se transformaba en una caja de Olinalá y era bien fácil andarlo pateando). La puerta del cuarto finalmente se abrió. Mi mamá me dijo: «Vas. Córrele». Bajé las escaleras a toda prisa. Unos hombres se llevaban a mi papá en una camilla. Me acerqué y le di un abrazote, grité: «Papá, te voy a extrañar más que antes. Yo te hubiera compartido mi riñón izquierdo (porque soy diestra y el otro me sirve más). Adiós». Su sangre olía como el tanque del gas. Parecía que traía adentro tres tanques de a 30 kilos, porque su sangre apestaba. Le dije lo de mi muñeca y, como si me hubiera contestado, en ese instante entendí algo. La respuesta siempre estuvo ahí, 135 debí haberlo sabido cuando confundí el hoyito del piso con el ojo de Cloralexa. Agarré uno de los hoyos de bala en el cuerpo de mi papá (me sorprendió que pude agarrarlo como si fuera sólido) y lo apreté dentro del puño. Abracé a mi papá de nuevo. Subí a mi cuarto toda emocionada y toda manchada de sangre. Me acerqué a mi muñeca y le puse, como si fuera un ojo, el agujero de bala de mi papá. Se veía preciosa. La peiné un poco. Me guiñó el hoyo, sonreímos. Mi mamá entró a mi cuarto y también nos sonrío. Ella me peinó a mí. Ya después, no me quedó de otra más que empezar a crecer. Fin.