
BRUNA
Por Octavio Ollin
«Este lugar no tiene nada de vida». Esas fueron las últimas palabras que recuerdo de Julio antes de que desapareciera. Aún sigo sin entender qué era lo que trataba de decir.
—¿Cómo dijiste que se llama?
—Bruna —me respondió con una pequeña sonrisa.
Bruna, me confesó Julio, era esa mujer que había esperado por mucho tiempo. Para él, ella lo significaba todo. Es por ello que su relación la mantenía siempre muy reservada.
Cuando escuché el nombre de Bruna, por primera vez, vino a mi mente la imagen de una mujer ya grande de edad, de setenta u ochenta años, de aspecto arrugado y seboso, de carácter amargado, de voz enfadada y achacosa.
Al principio, llegué a creer que Julio era gerontofílico. Por fortuna, yo era el único que sabía sobre Bruna. No lo sabía nadie del salón, ni siquiera Brenda, quien hace un año le tiraba la onda. Hoy en día ella ya tiene un chamaco y deudas hasta el cuello.
—Oye, te tomaste muy en serio la novela de Aura, ¿verdad?
—¿De qué chingados me hablas?
—De nada. No me hagas caso.
En realidad, Julio no se había molestado por lo que le dije sino por lo que le había sucedido días atrás. Resulta que Bruna lo había dejado plantado una noche, sin darle ninguna explicación.
Por otra parte, los profesores no dejaban de reprenderlo, diciéndole que dejara el celular, que si ya daba terapias en línea a sus pacientes, que si estaba bueno el partido de fútbol, que si su mamá quería saber su ubicación para ir a recogerlo. Julio nunca se despegaba del celular con tal de saber algo sobre Bruna.
—No responde mis mensajes —me dijo, con una mueca de enfado—. Ya le hice varias llamadas también.
—¿Cuál es el color favorito de Bruna? —pregunté por preguntar algo para intentar tranquilizarlo un poco.
—El rojo.
—¿Y cuál es su pasatiempo favorito? —hice otra pregunta.
—Correr por las madrugadas. Eso le parece muy saludable.
—Para mí es más saludable estar durmiendo.
—Lo mismo pienso. No la voy a estar esperando hasta que amanezca.
Para cambiar nuevamente la conversación, le pregunté a Julio si tenía tiempo para que fuéramos a tomarnos unas cervezas. El calor de la tarde ya era asfixiante y molesto.
—¿Cuánto dinero traes?
—Tú camínale —le dije mientras lo empujaba con todo y mochila para que avanzara—. A ver si con las credenciales de la escuela nos hacen descuento.
Después de varios tragos, Julio me confesó algo que hasta ese momento yo desconocía.
—Bruna odia salir por el día. Por eso eligió hacer su servicio social por las noches.
—¿Qué estudia? —pregunté, un poco mareado por el alcohol.
—Lo que más me enoja es su mamá —dijo sin haberme oído.
—¿Por qué?
—La sobreprotege demasiado.
—¿Es hija única?
—Sí.
—¿Y su papá? —pregunté siendo cuidadoso.
—No sabe nada de él desde hace siglos.
—¿Nunca has ido a su casa?
—No —me dijo, y golpeó la mesa con el tarro—. Quedamos en que sería aquella noche. Algunos muchachos, estudiantes como nosotros, voltearon a mirarnos. El humo de los cigarrillos dentro del bar comenzaba a hostigarme.
Julio bebió lo último que sobraba de cerveza.
—Se llama igual que su pinche madre y su abuela que ya falleció.
—Debe ser un sufrimiento cargar con los nombres de tus ancestros —dije.
—Tú lo has dicho.
Acabé dándome cuenta de que a Julio no le gustaban las ancianas, pero lo cierto era que todo su mundo giraba siempre en torno a Bruna. Y que, a decir verdad, nunca llegó a mostrarme cómo era ella físicamente.
—No te puedo contar mucho.
—Ni que me la fuera a robar —dije a modo de broma—. ¿A poco no tiene redes sociales?
—No, no te voy a decir cómo es, ni qué es lo que tiene, ni nada por el estilo.
—Está bien, está bien.
Julio había cambiado radicalmente. Nos seguíamos hablando, sí, pero ya no era como antes. Dejó de asistir a clases y su rendimiento académico comenzó a decaer. Aunque había veces en las que me enviaba mensajes para pedirme que le pasara los apuntes de las materias.
Hace unos días, Julio me contó que vio a lo lejos a Bruna besándose con un muchacho, cerca de una fuente de piedra, allá en la Alameda Central. Eran entre las diez y once de la noche. La escasa luz del alumbrado y la sombra de los árboles, le impidieron ver bien la cara del güey que la acompañaba.
—Y tú, ¿qué hiciste?
Julio guardó silencio.
—¿Fuiste a dar la cara? —volví a preguntarle.
—Ella había desaparecido.
—O sea, ¿te vio y se dio a la fuga?
—Sí —me dijo, absorto, mirando a la nada—. Era como si se hubiera dado cuenta de que yo estaba allí.
—¿Y se fue con ella?
Volvió a quedarse callado.
—Y el chico con el que estaba, ¿se fue con ella? —le pregunté de nuevo.
Julio se rascó la cabeza como si con eso tratara de arreglar sus pensamientos.
—Es difícil de explicar. Sentí como si algo detuviera mis pasos en ese momento. No podía moverme, ¿me entiendes?
—No te estoy entendiendo nada. Discúlpame.
—Olvídalo mejor.
—Yo creo que lo que sentiste fue… —quise añadir, tratando de hallar una explicación.
—Olvídalo, olvídalo —Julio insistió en que me callara. Parecía ser que algo lo tenía, no solo intranquilo, sino también atemorizado. Sí, esa era la palabra que yo tenía justamente en la punta de la lengua: temor.
Una ocasión, Julio me envió por WhatsApp una nota de voz contándome que había encontrado a Bruna en el piso del baño después de que él salió de afeitarse. Me corté la barbilla por accidente, me dijo. ¿Y qué estaba haciendo ella?, le pregunté por mensaje. Creo que limpiando algo, me respondió. Yo acabé diciéndole que tal vez era una de esas mujeres a las que no les gusta ver nada sucio por pequeño que sea.
—Entonces, ¿fue en tu casa? —le pregunté al día siguiente.
—Sí, la llevé a escondidas.
—¿Ella aún no te ha llevado a la suya?
—No —me dijo con molestia y, a la vez, decepción—. Ayer le hablé por teléfono para que me explicara lo del güey ese, y me dijo que no, que ella a esa hora aún estaba en su servicio social.
—Probablemente viste a una chava idéntica a ella.
—No, yo estoy seguro de que era Bruna. No creo que tenga una hermana gemela, ¿verdad?
—¿Y si no quiere hablarte de ella? A lo mejor la odia o, lo peor, ni siquiera sabe de su existencia —dije a manera de hipótesis.
—Yo creo que voy a preguntarle sobre eso ahora que la vea.
La última vez que tuve comunicación con Julio fue por teléfono.
—¿Qué pasó?
—Quiso matarme —me dijo, con una voz ronca y agitada.
—¿De qué hablas güey?
—Bruna quiso matarme.
—Trata de relajarte y cuéntame qué diablos pasó.
Julio alcanzó a contarme que Bruna se abalanzó encima de él para intentar morderlo en el cuello.
—¿Dónde estás ahora? —le pregunté.
Recuerdo cuando leí la noticia de que habían encontrado degollado, allá en la Morelos, a un muchacho que estaba siendo buscado desde hace unas semanas. Imaginé que se trataba de Julio. Mi hermana entonces abrió la puerta de mi habitación, y me arrebató el periódico de las manos. La luz entró de golpe y lastimó mis ojos. ¡Te he dicho que no agarres nada, pinche mongólica!, me gritó. El bebé, entre sus brazos, no paraba de llorar. ¡Brenda, cierra ese lugar que huele a mierda!, le ordenó su marido. Julio me pareció, al principio, un hombre muy atractivo para mi hermana, tan idéntica a mí. Llegué a creer que él podía salvarme, pero me equivoqué. Mi mamá y mi abuelita sí lo hubieran hecho, pero ellas ya no están aquí conmigo. Lo único que me queda de ellas es el nombre que llevo, pero muy poco me sirve, incluso para defenderme. Defenderme como la vez que Julio me dio de patadas en el piso porque, según él, intenté morderlo en el cuello. La verdad es que yo solo quería sentir un abrazo, el afecto, el cariño de alguien.
Ahora no me queda más que seguir aquí encerrada como castigo por haber hecho que Julio desapareciera de la vida de mi hermana.
¿A qué se habrá referido cuando dijo que mi habitación no tenía nada de vida y que olía a mierda?
Participó en el 1. ° Festival de Cine y Literatura de Horror y en El Encuentro de Escritores de
Narrativa: la literatura está en todas partes. Ha publicado textos en Revista Anestesia, Revista
Perro Negro de la Calle, Revista Pluma Literaria, Página Salmón, Lenguaje Perú: red peruana de literatura y Palabrerías.