Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Crónicas del delirio. Viajes a la luna en el cine y la literatura

Por Ulises Paniagua

Marzo 2021

Escribo, por tanto, sobre cosas que jamás vi, traté o aprendí de otros, que no existen en absoluto ni por principio pueden existir. Por ello, mis lectores no deberán prestarles fe alguna.
Luciano de Samosata
 

La luna es el deseo, la simbología de un anhelo, la transparencia celeste de los enamorados. La luna ha sido de queso; se convirtió durante algún tiempo en la morada de los extraterrestres; es el conejo que los prehispánicos arrojaron al cielo -según una hermosa leyenda originaria-. La luna es la hija y la novia de la Tierra; el lugar al que se asciende por las noches, en secreto, con una escalera; es la madre de los gitanos.

Lunático es, por su parte, el que no logra poner los pies en la tierra, aquel que presenta cambios bruscos de carácter sin explicación alguna. La Selene helénica es extraña, enciende los peores instintos e inspira las más brillantes notas musicales. El hombre lobo, por ejemplo, se convierte en bestia en las noches de plenilunio (la sangre le hierve como hierve la marea). A la luna la relacionamos también con un claro en el piano de Beethoven o la canción Man of the Moon, de la banda R.E.M. (que a su vez remite al comediante Andy Kauffman llevando bromas televisivas a límites extremos). Los licántropos, los comediantes, los extraterrestres tienen algo en común: experimentan sensaciones más allá de los sueños conocidos, a causa de una extrañeza que muchos califican como lunar.

            La palabra luna proviene del latín leuk, y significa luminosa. Posee secretos y curiosidades que apenas unos cuantos conocen: por ejemplo, que cada siglo se aleja más de la tierra, que no posee atmósfera, que experimenta terremotos, que en ella andaríamos más ligeros y que, sin siquiera intuirlo, apenas nos es posible mirar el 59% de su corporalidad desde nuestras casas.

            Luciano de Samosata, en el siglo II d.C. dotó al lugar de extraños habitantes. El autor de “Historia verdadera”, libro al que se considera el precursor de la ciencia ficción, va a describir las primeras experiencias en un viaje espacial. Así, Luciano escribe:

“Por siete días y otras tantas noches viajamos por el aire, y al octavo divisamos un gran país en el aire, como una isla, luminoso, redondo y resplandeciente de luz en abundancia. Nos dirigimos a él y, tras anclar, desembarcamos, y observando descubrimos la región en que se hallaba. Durante el día nada divisamos desde allí, pero al hacerse de noche empezaron a aparecérsenos muchas islas próximas –unas mayores y otras más pequeñas—de color semejante al del fuego. Vimos también otro país abajo, con ciudades, ríos, mares, bosques y montañas, y dedujimos que era la Tierra”. 

Los viajeros de este autor sirio, quien escribiera en lengua griega, han llegado a la luna a través de un relato en el que se experimenta sorpresa, pero en el que la ficción hace al lector apreciar cierta naturalidad encantadora, sensación que vamos a encontrar en obras literarias y cinematográficas posteriores. Es el autor griego, sin duda, el que hace aparecer los primeros habitantes en la superficie de nuestro satélite, para regocijo de la imaginación de los terricolas  antiguos y contemporáneos:

“Entretanto, durante mi estancia en la Luna, observé muchas rarezas y curiosidades, que quiero relatar. En primer lugar, no nacen de mujeres, sino de hombres: se casan con hombres, y ni siquiera conocen la palabra «mujer». Hasta los veinticinco años actúan como esposas y, a partir de esa edad, como maridos. Y no quedan embarazados en el vientre, sino en la pantorrilla. A partir de la concepción, comienza a engordar la pierna; transcurrido el tiempo, dan un corte y extraen el feto muerto, pero lo exponen al viento con la boca abierta y le hacen vivir. A mi parecer, es de aquí de donde llegó hasta los griegos el término «pierna del vientre», porque allí se alberga el feto, en vez de en el vientre”.

Luciano narra, además. la sorprendente naturaleza de los selenitas, a los que sitúa con características semihumanas. Menciona a los “arbóreos”, seres que nacen del modo siguiente: “Cortan el testículo derecho de un hombre y lo plantan en la tierra; de él brota un corpulento árbol de carne, semejante a un falo: tiene ramas y hojas y su fruto son las bellotas, del tamaño de un codo; cuando están ya maduras, las recolectan y extraen de su interior a los hombres”. En la ficción de Luciano, los selenitas hilan los metales y el vidrio; o se quitan y se ponen los ojos.

Después de esta “Historia verdadera”, a lo largo de los siglos aparecen otros títulos en alusión a los viajes lunares y espaciales, en una persistente búsqueda que va desde el ensayo hasta la fantasía. Ludovico Ariosto, por ejemplo, narra en “Orlando furioso” (1516) cómo Astolfo encuentra en la luna lo que se extravía en la Tierra: los suspiros de los amantes, los proyectos fútiles, los anhelos no correspondidos. A inicios del siglo XVII aparecen, ante el asombro de los lectores, tres libros determinantes en la historiografía literaria de este género: “El hombre en la Luna”, de Francis Godwin (donde el viaje al espacio se hace a través de una máquina propulsada por gansos), el “Civitas Solis”, de Tommaso Campanella, y el “Somnium Astronomicum”, de Kepler.

De la encantadora locura literaria de Luciano de Samosata se nutrió, siglos después, Cyrano de Bergerac (1619-1655). Este personaje, que diera vida a múltiples adaptaciones cinematográficas no era, por cierto, un romántico dulzón -como lo muestra la dramaturgia de Edmond Rostand más de doscientos años después-, sino más bien un tipo liberal, un tanto hedonista. Cyrano de Bergerac escribió, en su tiempo, un libro bien interesante: “El otro mundo”. Como J.L. López Lasala lo hace saber, tal libro es a la vez un ensayo y un relato lleno de humor, de corte fantástico, donde el autor, influido por las ideas racionalistas de su tiempo, repasa diversos aspectos de la condición humana, desde los trascendentales como la existencia de Dios, la creación del mundo o la inmortalidad del alma, hasta otros que descubren los prejuicios e incongruencias de nuestras costumbres.

De tal texto, es de resaltar el capítulo “Historia cómica de los estados y los imperios de la luna”. Aterricemos en sus páginas. En el satélite terrestre de Cyrano, sólo los animales andan en dos patas, por lo que confunden al viajero con un avestruz. Los selenitas poseen dos idiomas: el que habla el pueblo, y el de la grandeza. El último, es melódico; el primero, a base de gestos y convulsiones. Por su parte, el sistema monetario es ejemplar, pues la moneda de cambio son los versos. Los poemas son tasados de acuerdo a su mérito literario. Qué hermosa utopía; sin duda, la de vivir en un mundo donde pudiésemos cambiar poemas de Quevedo por algunos de García Lorca; o un texto de Sor Juan por dos de Anne Carson. Hay más curiosidades en el texto: en la luna los libros se leen con las orejas, es más grave cortar una col que matar a una persona, los médicos cuidan a los sanos, y los padres obedecen a los hijos.

Ahora bien, ¿cómo consigue el protagonista, antecediendo a Julio Verne y a la propia NASA, alcanzar la superficie del cuerpo celeste? Lo hace lanzando un gigantesco imán desde un artilugio de hierro. “La aeronave –decíamos– se eleva al encuentro del imán, hasta que es cogido por el piloto para ser así sucesivamente tirado y recogido en dirección a la Luna”. Original y seudo-científica, imaginativa e inteligente es, sin duda, esta propuesta de Cyrano de Bergerac.

En Francia, las aventuras de Cyrano tendrían continuación en el Barón de Münchaussen; un personaje que, aunque también curiosamente real, fue sublimado y mejorado por la pluma de Rudolf Erich Raspe, bibliotecario, científico y escritor, convirtiéndose en un protagonista completo, a veces quijotesco, otras tantas torpe o antihéroe, de una de las joyas literarias más exóticas jamás escritas. De las aventuras del Barón de Münchaussen, la del viaje a la luna es una de las más célebres. Según la novela, en plena batalla contra los ejércitos turcos, el barón es lanzado al satélite terráqueo montando una bala de cañón. El mundo que describe Raspe, en la luna, es digno del aún no naciente surrealismo (baste decir que allí se encuentran seres que son capaces de quitarse y ponerse la cabeza). Es importante destacar, en este punto, la espectacular y acertada versión cinematográfica que hace el director Terry Gilliam, en 1988, de esta obra literaria. Se trata de un verdadero concierto visual y sensitivo.

Aquel viaje a horcajadas en una bala de cañón dejó huella. Julio Verne toma la idea para sus novelas De la tierra a la luna, y Alrededor de la luna (publicadas en 1865 y 1867, respectivamente). Verne es un precursor y un continuista. Lo que hace es perpetuar una tradición literaria que viaja desde la antigüedad hasta la época moderna y, al mismo tiempo, acerca la literatura a una utopía realizable; ejerce una propuesta casi científica. Incluso se atreve a calcular la potencia del despegue en el cañón que lanza el cohete; cálculo que, comentan los entendidos, no resulta del todo descabellado.

George Méliés, en su cortometraje silente de 1902, Le Voyage dans la Lune, lleva al cine la proeza espacial, aunque más en tono de fábula, en un tono onírico y humorístico, pues Méliés era, ante todo, un mago al que le gustaba despertar el asombro. En el célebre corto hay alusiones a “Historia verdadera”, y se nota una gran influencia de la opereta de Jaques Offenbach, de 1876. La imagen de la luna, con un cohete clavado en el ojo, es mítica, y corresponde a los orígenes de los efectos especiales -que hoy vemos en el séptimo arte sin exhalar un solo ¡oh!, a fuerza de la costumbre-. En Méliés lo extraño, las pesadillas y el delirio tienen en particular tres reinos: el infierno, los sueños y la luna.

Desde entonces, la historia posmoderna es de todos conocida: Italo Calvino escribiría sus imperdibles “Cosmicómicas” entre 1963 y 1964; la NASA haría llegar, en 1969, el primer hombre a la luna, el astronauta Neil Armstrong (en un viaje del que se sospecha un montaje en el desierto norteamericano, en la desesperada competencia con la antigua URSS). Luego, el grupo progresivo británico Pink Floyd ocuparía la inspiración de dicho alunizaje para visitar, musicalmente, el lado oscuro de la luna a través de un disco lanzado el 1 de marzo de 1973 y, a su vez, una de las películas de la saga Transformers, ocuparía dicho elemento para crear un misterio tecnológico-ficcional, en el año 2011.

En el retorno de Calvino a Luciano de Samosata, y de Pink Floyd al barón de Münchaussen, se advierte ese río de Heráclito del que habló Borges, aunque esta vez con alcance multidimensional, cuántico. Cada obra acerca de la luna es un continuum; es origen de algo nuevo, y se catapulta hacia una idea que habrá de impulsar a otras posteriores, hasta llegar a la idea original, de algún modo, para iniciar de nuevo. Con este asunto sucede un viaje astral y temporal, literalmente hablando, como el que muestra la película “Interestelar” (2014). Hablar de ello implica, entonces, una serie de multi-referencialidades que hacen del gran libro y la gran película de la luna un único tratado universal, dividido en capítulos.

El cuerpo celeste, de alguna manera, es también sabiduría. Federico Fellini, en una de sus últimas obras, “La voce della luna”, estrenada en 1990, muestra en la pantalla un lago donde, en un mundo posmoderno en el que los programas de televisión y los satélites sonoros ahogan la poesía, el silencio hace hablar a nuestro amado astro, compartiendo alguna especie de revelación.

Y dirá Júpiter, cansado de tanta alabanza en este artículo a nuestra querida, idealizada y metafórica amiga: ¿Para qué tanto escándalo por una, si yo tengo 69 lunas que giran a mi alrededor? Si hubiésemos nacido en Júpiter, la literatura sobre el tema sería interminable, febril, porque ya no hablaríamos de uno, sino de muchos deseos, anhelos, y múltiples transparencias cósmicas de los enamorados. Qué suerte que tenemos solo una, para no enloquecer. Amémosla. Es nuestra. Y es necesaria. Ya lo dijo bien, alguna vez, el poeta ucraniano Úldrich Pávlov: la luna es un homenaje al delirio.