Colofón
Por Julieta Arévalo
16 Octubre 2020
A las cuatro de la tarde el sol invade el jardín, aprovecho para leer y calentar mis huesos. La falta de ejercicio ha hecho que mi cuerpo parezca mayor, me ha debilitado al grado de agotarme cuando camino para ir al mercado. Diario tengo frío, un frío que antes no había sentido. Me acuerdo que varias veces, buscando estacionamiento para dejar el auto, cuando me tocaba hacer algún proyecto, se me erizaba la piel porque entraba justo a las entrañas de la muerte. Podía respirarse cierta humedad, un aire viciado que circulaba y se iba pegando a la piel; incluso los empleados del estacionamiento tenían ese color que delataba nulo contacto con el sol. Parecen vampiros, les decía; a ellos les causaba gracia, a mí no. Hoy estoy más jodido que ellos porque yo no chupo sangre, a mí me la chupan.
Las plantas de mi jardín han crecido, la vida fluye en los jitomates, en la albahaca, las lechugas, los chiles, la mariguana (tanto que me burlaba de los amigos pachecos de mi hija y ahora soy yo el más pacheco. Con este analgésico se van las náuseas y esa neuralgia que cada vez me visita con mayor frecuencia.) Fumó la hierba cuando el sol cae en el estudio, allí me acuesto y miro el cielo mientras los rayos me calientan.
Tengo una lista de libros que me esperan apilados, aprovecho esos ratos en los que alcanzo cierto ánimo e incluso fuerza para detener los libros, cuesta trabajo si son de más de 500 páginas. “Alcanzar”, cómo cambia el sentido o más bien, el contexto de las palabras. Antes me ocupaba en “alcanzar” el orgasmo, “alcanzar el pan calientito”; la recta final en mi bicicleta.
Mi bicicleta arrumbada ya tiene polvo. Antes la sacudía al menos cada semana porque estaba seguro de que yo me iba a liberar y a tomar de nuevo el manubrio. Dejé de sacudirla cuando el médico me dijo que el protocolo no había funcionado. A veces me dan ganas de decirle a mi bici negra: “lo siento”, ya no puedo salir contigo, nuestras citas tienen que terminarse, no eres tú soy yo, no eres tú, es mi cansancio. Seguido sueño que voy montado en ella y que bajamos por una avenida sin autos donde puedo payasear y sacar las manos del manubrio para comenzar a mover los brazos como si hiciera nado sincronizado en el aire, en dos ruedas, una impecable sincronía de brazos y piernas, el baile perfecto. En realidad el único que me salía; era demasiado malo cuando mis pies se topaban con los tacones de alguna mujer e inevitablemente los pisaba. Otra vez en pasado, carajo.
Estaba hablando de las hierbas de olor y de los jitomates; los parto y el jugo se resbala por mis muñecas y esa sola imagen me recuerda cómo me gusta (¿o debo decir gustaba?) el sexo. Supongo que a estas alturas es normal hacer una retrospectiva de las mujeres que me abrazaron y de quienes me sacaron de quicio. Me he dedicado a evocarlas; sus cuerpos, las conversaciones, el aliento de sus mañanas, de mis mañanas; los desayunos en el balcón, las siluetas que dejaban en la cama cuando se iban para siempre.
Las mujeres me han acompañado, mis amigas, Luz, mi hija, Dorita, la mujer que viene a barrer y a hacerme de comer, aunque sepa que probablemente tendrá que tirar la comida del refri por mi escaso apetito. Dora, se volvió mi sombra, sabe cómo me gustan las cosas, sabe que el mate lo tomo ardiendo aunque me queme, que odio los pantalones con la raya a la mitad, que me fascinan sus chiles en nogada y sus verdolagas (he intentado comerlos, pero los medicamentos que flotan en mí lo impiden. Los odio y a la vez les he pedido que me curen, como si fueran un dios al cual asirme, mi última esperanza.) Yo que siempre renegué de Dios, que cuando veía que Dorita se ponía a rezar en mi casa, me burlaba de ella y le decía que trabajaba en la casa de Lucifer, que rezara más alto, que se encomendara a los santos porque el señor, o sea yo, estaba enfermo. “Enfermo”, debí haber empleado otro adjetivo para describir mi herejía, debí haberme asido a la fe de Dorita, pero nunca pude encomendarme a algo o alguien. Yo era de todos, de la comunidad, del mar y los veleros que manejé, de las copas de vino que bebí, de las conversaciones de política, de las novelas y ensayos, de los barrios cutres y de los paisajes verdes. Vuelvo a hablar en pasado como si ya no estuviera, como si mi cuerpo hubiera desaparecido y mi presencia también. A veces siento que soy un despojo, como esa foto del desierto que cuelga de la pared y que tomé cuando fui con Esther a limar nuestras asperezas y a tratar de encontrar nuestro norte. Por supuesto se perdió entre las biznagas, en el paisaje con huesos de animales que vimos a lo largo de nuestro recorrido, en el frío abismal. Esther y yo llegamos vacíos y decidimos que lo mejor era separarnos. Miro esa foto detenidamente y contemplo mi propia metáfora. Soy como ese desierto, mi cuerpo está despojado, poco a poco va desapareciendo para terminar en la nulidad. Aún es difícil hacerme a la idea.
Me preocupa mi querida Luz. No quisiera dejarla sola, ni pensar en el momento en que tenga que recoger mis cosas y guardarlas en cajas o regalarlas, los libros, las fotos, mi aliento en la almohada (ese no se regala). Hoy le dije que me iría más tranquilo si coincidiera en espacio y tiempo con un buen hombre, un hombre que la hiciera reír y pensar, uno que la abrazara en momentos difíciles y que también la cuestionara. Me contó que estaba saliendo con Paulo, su amigo de toda la vida. De pronto mi cansancio se transformó en tranquilidad, sonreí como antes. Sé que Paulo es grande y que sólo él podría ser capaz de lidiar con el carácter fuerte de Luz. Me dan ganas de llorar cuando me cuenta sobre su trabajo, cuando mis amigos vienen y me traen higos en almíbar o libros para leer. También son mi familia, así que lo que sienten yo también lo padezco. Ellos no pueden imaginarse lo que realmente siento hoy, veo cómo les brillan los ojos en cada una de sus visitas, cómo buscan palabras para animarme y no meter la pata. A mí también se me mojan los ojos cuando se despiden y me abrazan tan fuerte que me quitan aire. Los encamino y me topo con sus bicicletas sucias, llenas de vida.
Los días van ocurriendo. Me perturba ver cómo mi cuerpo ha perdido volumen, cómo se ha ido aligerando, a veces creo que desapareceré entre las cobijas. Me siento pequeño, yo, el hombre alto y apuesto soy diminuto en mi propia cama. Mi cama se ha vuelto mi casa, mi cocina, mi baño, mi sala y comedor, mi confidente en momentos difíciles cuando despierto empapado en sudor.
Hoy se fue Dante, mi perro. Estaba más viejo que yo. También se enfermó, lo tuvimos que operar, se recuperó. Anduvo contento varios meses, incluso lo vi rejuvenecer. Dicen que cuando alguien está a punto de irse, hay un momento de vida en que parece que las cosas se van a poner bien. Así le pasó a Dante. Se le veía contento, comió de nuevo como si no hubiera un mañana, jugó con su pelota, se masturbó con sus cobijas, ladró, me olisqueó, era el cachorro que hace 14 años encontré abandonado en el parque. Luz no ha dejado de llorar, está devastada. En el fondo los dos sabemos que esto es el preámbulo de lo inminente. Hay que prepararnos.