Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

César Alain Cajero Sánchez

Chapultepec 2018 (2)

César Alain Cajero Sánchez

 

Como la mayoría de niños, tuve una madre y un padre; como la mayoría de personas, no recuerdo cómo fue el venir al mundo.

 

Lo que sí recuerdo es que nací en diciembre de 1982 porque así me lo dijeron mis padres. Nacer durante ese mes es buena puntada, pero no lo es tanto hacerlo después de Navidad y el mismo día que llegaría unos años después una prima. Te toca el puro recalentado, pues. Aunque si lo piensas bien, ese resulta ser lo más sabroso.

 

Por diversas razones nací en un hospital de la Ciudad de México, pero casi toda mi infancia viví en la zona metropolitana del Estado. Vi nacer dos ciudades: Nezahualcóyotl —con sus remolinos de tierra gris y su llanura salitrosa donde alguna vez hubo un lago y hoy surgen templos al consumo—, y Valle de Chalco —con sus charcos donde se criaban ranas, sus desagües entonces al aire libre y sus avenidas sin asfaltar donde era imposible leer durante el transporte—.

 

Viví entre dos casas que crecían como las de Cien años de soledad, rodeado de primos, tíos, música e historias. Mis padres me leían cuentos, mis primos bailaban y mis tíos nos contaban historias de miedo; escuchaba rock, jazz, salsa y un poquito de música clásica. En la escuela ponían a Cri Cri y en casa teníamos una radio de bulbos junto a una televisión en blanco y negro. Llené ambos aparatos de estampitas con las caricaturas de los ochenta.

 

En tercero de primaria recuerdo, junto a los primeros episodios de los Caballeros del Zodiaco, empezar a leer libros por mí mismo. De la biblioteca de casa tomé dos volúmenes de una vieja colección de pastas cafés. Primero intenté leer Ficciones, de Jorge Luis Borges y no le entendí; luego tomé La ciudad y los perros, de Vargas Llosa y tampoco le entendí… Tomé La historia interminable y sí le entendí. Hasta sexto de primaria pude leer los otros dos.

 

Por razones que tal vez vengan al caso y que, sin embargo, no voy a contar, entré a la Preparatoria 2 de la UNAM, pero me refugié en la música, diversos parques y bibliotecas de la ciudad. Mis lugares favoritos eran los Doors, de Jim Morrison, las zonas poco transitadas de Chapultepec, Capital del dolor, de Paul Eluard, Personae, de Ezra Pound, y varios otros libros en la Biblioteca de México.

 

Tiempo después entré al CCH Oriente, donde conocí a muchos de mis mejores amigos a los que aún veo con frecuencia — mucho después volví a saber de mis compañeros de primaria y secundaria—. Al terminar el bachillerato, no me gusta hacer lo que no me gusta y disfruto leer, decidí estudiar Lengua y literaturas hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras. También pensé en algún momento en la Filosofía, la Física y la Biología. Algunas veces creía querer ser escritor, otras, revolucionario y otras, no sabía qué. Hasta la fecha sigo en esto último.

 

En la universidad conocí nuevos amigos y a algunos inolvidables maestros. Huberto Batis, me hizo entender que la literatura tiene la crueldad de la vida, pero que está despojada de toda solemnidad; Guillermo Sheridan, me hizo tenerle respeto a la profesión de lector, y Alicia Correa me introdujo al mundo de la docencia y a respetar a los alumnos como iguales, sin subestimar sus capacidades.

 

Como repetía Huberto: todo lo sabemos entre todos.

 

En la Facultad de Filosofía y Letras trabajé unos semestres como profesor adjunto del maestro Huberto Batis y de la doctora Alicia Correa. De Huberto fui amigo hasta el día en que nos dejó; de la doctora Correa recuerdo los últimos días en que la vi, enferma y perdida poco a poco en su memoria. También yo perdí las maneras que tenía de contactarla… si alguien me puede decir cómo está o cómo puedo saber de ella, le agradecería mucho.

 

Al terminar la carrera quería conocer otras formas de vivir y pensar. Fui maestro rural en el Consejo Nacional de Fomento educativo por cuatro años. Di clases a varias generaciones de brillantes muchachos de secundaria en la comunidad indígena de Nueva Jerusalén, en Tabasco esquina con Guatemala. Fui muy feliz con las personas que ahí viven y estudian, con los compañeros profesores de esos municipios y con los monos que despertaban a la comunidad con sus gritos a las seis de la mañana.

 

De regreso en la ciudad, trabajé de profesor en una escuela primaria, en el bachillerato en diversas escuelas privadas y, actualmente, en el Colegio de Bachilleres. No me quejo, pues me pagan por hablar de lo que me gusta.

 

He descubierto, eso sí, que no me gusta nada trabajar frente a una computadora.

 

Aunque ya había publicado algunos pocos versos en una antología cuando era estudiante, y después en algunas revistas, no fue sino hasta el 2018 que decidí recopilar varios textos que había escrito y darles forma para un libro. A fines de ese año la editorial Verso Destierro publicó Vuelo inverso de las aves sangre, recopilación de aquellos versos.

 

Ese mismo 2018 fui diagnosticado con epilepsia —enfermedad que explicó por fin algunas raras sensaciones que experimento desde la adolescencia— y el día en que mi primer libro salió de los talleres, tuve un accidente en las vías del metro debido a una crisis. Supongo es el equivalente de los dolores de parto.

 

Un año después, sigo aquí. Leo, escucho música, veo películas y me gusta hablar de literatura. También escribo cuando hay por qué hacerlo. Creo en el arte como una prolongación de la vida; de la mía, pero también de la de cualquier otro. La presencia del instante: la recurrencia del milagro de estar vivo, con el dolor y la alegría que lleva consigo. Sin negar nada.

 

También creo, sin embargo, que a los escritores les hace falta dejar de tomarse tan en serio. Lo que importa es la obra, no las transitorias máscaras que somos.

 

¡Viva el mole de guajolote!