Centros comerciales
Por Jonatan Frías
16 Noviembre 2019
Bueno, pero esto es de locos. Gritos, gritos y más gritos. Luces, luces enormes, puertas que se abren y se cierran en medio de la gente gritando. La vida dentro de los centros comerciales es lo más cercano que hay a los sanatorios mentales. No se diga si es noche de ofertas o se acerca la navidad, porque entonces sí nos carga el carajo.
Existe una especie de plan divino que confabula en tu contra por tantos años de descreimiento. Es cosa de que recuerdes que no llevas el suficiente efectivo para que el cajero automático, que hasta hace unos minutos estaba desocupado, se llene de diez o quince personas, de las cuales dos no tienen ni idea de lo que sucede dentro de esa cabina individual. Basta con ver las caras de los usuarios para darse cuenta de que los invade un pavor muy antiguo y sospechan que esa cosa en cualquier momento saldrá volando. Ahora, que si por puro golpe de suerte el cajero está vacío, sospecha: nada bueno es real. De seguro no tiene efectivo o no sirve la pantalla o lo más probable, eres tú el único que no sabe que ese cajero en particular se come las malditas tarjetas.
Todos los centros comerciales son una emulación moderna de la Casa de Asterión. Todas las tiendas son iguales y están dispuestas en el mismo orden, de tal suerte que ni te enteres en donde diablos estas parado. Las personas avanzan como en un estado de sonambulismo. Entran y salen de las tiendas, compran, comen y repiten la operación hasta la nausea.
Dentro de las tiendas la cosa no es muy distinta: pasillos y más pasillos: gente comprando, comiendo y la voz chillona de los anuncios en los altavoces a los que nunca se les entiende. Con las cajas sucede lo mismo que con los cajeros automáticos, además de que nunca son suficientes: filas con catorce, dieciséis, dieciocho cajas y sólo hay cuatro o seis funcionando y nunca falta que al cajero se le terminó el cambio o le van a hacer un retiro o necesita que le auxilie una supervisora con una cancelación. Dios obra de formas misteriosas y una de esas formas es poner delante de ti a una señora con 438 artículos y que necesita saber el precio de cien de ellos y que a la mitad de esos cien le verifiquen los precios porque ella asegura haberlos visto más baratos. Cuatro días después, cuando por fin logras llegar a la caja, todo es caos: la cajera te interroga con toda la docilidad de un judicial encabronado, eso si la cajera es de un supermercado, porque si es la cajera de una cadena cafetera, de entrada te trata como si durmieran en la misma cama: te sonríe apenas te ve, te llama por tu nombre y a veces ni le importa lo que quieres y te venden lo que se les da la gana con leche light, un jarabe impronunciable hecho a mano por un niño ciego y manco tailandés, crema batida en tamaño venti, gracias vuelve pronto. De regreso a la caja del supermercado, la cajera no ha terminado de darte las opciones de pago aunque tiene en la mano desde hace unos minutos el efectivo que con tanto esfuerzo lograste sacar del cajero automático la semana pasada y no señorita, no, por cuarta vez se lo digo, no ocupo tiempo aire.
Una vez fuera de ahí, te encuentras de regreso en los pasillos y te das cuenta de que en los catorce días que te llevó comprar tu comida, la población se duplicó y con ellos los gritos. Ahora el problema es salir lo más rápido posible. Todavía recuerdo cuando uno iba al centro comercial por la despensa de la casa acompañado de sus padres. En ese tiempo no había ni baños, limpios quiero decir, porque lo que les urgía es que te largaras de allí, pero ahora están dispuestos de tal manera que podrías vivir en ellos, casarte, tener hijos, total, dos locales adelante está la tienda de maternidad y hasta morir. Eso sí, todavía no sé de ninguno en donde se permitan los entierros.
Después de decirle que no, gracias, a 1,257 demostradoras de lácteos, celulares, pruebas de embarazo, etc. por fin encuentras a una persona de seguridad y le preguntas por la salida más cercana. Aproximadamente dos horas después sigues intentando descifrar las indicaciones del guardia, que estaban pensadas para realizarse en el tiempo y no en el espacio, quizá ese pobre hombre era el inventor de la máquina del tiempo y él ni enterado. Volteas y te miras envejecido en el reflejo de una tienda de mascotas en donde además de venderte propiamente al perro, te venden la culpa por contribuir con el tráfico de animales, un instructivo que incluye la lista de documentos que necesitas para otorgarle la ciudadanía con todos sus derechos constitucionales, incluyendo el pago de impuestos, sin olvidar el paquete funerario a donde podrán asistir los perros de la vecina pero tú no y entonces terminas por aceptar que no tienes la más remota idea de cómo salir de ahí, que no señorita, gracias, no me interesa hacerme un facial explorador, con una chingada.