Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Causas y azares II

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Por Jonatan Frías 

16 Sepetimbre 2020

Existen ciertos hábitos que nos acompañan como el olor a quemado. En mi caso es que me resulta indisoluble el acto de leer con el de escuchar música. Depende la lectura, es la música de fondo. Me encanta usar el transporte púbico porque puedo leer, claro que cuando tengo que llegar pronto a un lugar, pues nada, a manejar y ya. Mi gusto por la música es anterior a mi nacimiento, según me contó una vez mi madre.

Mi madre era una mujer de revelaciones. A veces incómodas, a veces fuera de lugar, pero la mayoría de veces insospechadas. La revelación de mi gusto por la música me la dio cuando me encontró una vez poniéndole música a través de unos audífonos a mi hijo aún en el vientre de su madre. Descubrí que su gusto por Metallica es prenatal, como entendí que era el mío por los Beatles. “Te movías igual que un gusano requemado cuando tu papá te ponía una de sus canciones”. Después mi padre perdió el gusto por la música, excepto por algunos de sus clásicos más, digamos, rupestres. Otra revelación, de las incómodas, fue cuando me dijo que el ginecólogo que llevaba el cuidado de mi hijo, fue el mismo que llevó el cuidado del suyo cuando me esperaba a mí. Nunca supe qué busca con cosas como esa.

El caso no son las revelaciones de mi madre, sino mi gusto prenatal por la música y el cómo no puedo dejar de escuchar música, literalmente, ni en medio de un parto. Cosa que no le gustó mucho a la madre de mi hijo cuando sonoricé el alumbramiento con Los Ramones y le echaba porras al ritmo de Hey, ho, let’s go! Me encanta la combinación. Es como fumar y tomar café o cerveza. Hay una proyección que sublima las dos acciones.

Hoy venía en ese colectivo que se asemeja tanto a un cinocéfalo griego escuchando a Led Zeppelin y leyendo El vértigo horizontal, de Villoro. Es un libro que leí ya un par de veces a destajo. Lo leí de un tirón recién salido y encontré muchas afinidades. Tiene la virtud además de que uno puede ir a alguna de sus páginas por el mero placer de hacerlo cuantas veces quiera, sin tener que leerlo entero de nuevo. Su fragmentación es su virtud. Lo mismo pasa con El arte de la fuga de Pitol o básicamente cualquiera de las recopilaciones de las columnas de Ibargüengoitia. El chiste es que en un momento dado la página que leía cobró un mayor sentido cuando el aleatorio del Spotify, por un azar indescifrable, puso When the Levee Breaks, y automáticamente recordé que hace un par de años  mi amigo Alán Santacruz me llamó para preguntarme si había visto Argo. El asunto es que él estaba viendo esa película en ese momento y cuando apareció la escena en donde se escucha la mentada canción, se acordó de mí y decidió llamar. Le agradecí, por supuesto. No podemos negar que si de por sí es lindo que los amigos se acuerden de uno, cuando además es por una canción como esta, joder, no hay palabras. No importa si en ese momento yo me estaba bañando, esas llamadas se contestan, carajo. Yo también estoy lleno de ese tipo de entusiasmos. Por ejemplo, fui yo quien le llamó para darle la pésima noticia de la muerte de Cohen. No puedo recordar el número de veces que habremos salido de la oficina en el IMAC, para fumar y tomar café mientras discutíamos sobre las virtudes de Bob Dylan  y Leonard Cohen. Jamás nos pusimos de acuerdo, pero no era la intención. La intención era compartir. También confieso que a más de un amigo he importunado llamándole a las tres o cuatro de la mañana sólo para preguntarle dónde madres podría encontrar un lugar abierto que vendiera cheese cake de zarzamora o en dónde se puede uno comer un huarache decente.

En ese momento en donde yo estaba pero no estaba en un camión, pero estaba y no estaba con mi amigo y tenía pero no tenía mayor sentido un texto de Juan Villoro, pensé que la vida era demasiado chida y que no siempre se ocupaba de un lugar preciso para, así de golpe, como ocurren estas cosas, pasársela de puta madre.