Caleidoscopio o fragmentos de una mirada amorosa
Mis manos son como palomas…
tejen… entre la oscuridad.
EK
Racimo de ojos
I. Ojo lector
No es la primera vez en la que la escritora Ethel Krauze me mete en
un laberinto de sentimientos encontrados. ¿Esto qué quiere decir?
Que no puedo tomar su libro, sentarme en un sillón tranquilamente,
tomarme tal vez un trago y leer hasta que mis ojos pidan sueño. No,
no puedo, porque sus obras me alteran los sentidos, sí, asimismo,
como los efectos que causan las drogas. Entonces no tengo más
remedio que, como lo hacía mi abuela Carmen cuando mi abuelo
Milán no la sacaba o no le ponía atención, ella empezaba a aventar
platos, a romper la vajilla. En este punto pongo pausa, es en esos
precisos fragmentos, en esos trozos de cerámica regados por el piso
de la cocina, del espacio doméstico del día a día, que yo
simbólicamente, quiebro mis platos, rompo mi vajilla y como
espejitos, cada pedazo me da una historia, me da un sentido de lo que
estoy leyendo como cualquier hija de vecina y trato de recuperar una
especie de personalidad múltiple, justo eso, la posibilidad de hacer
una lectura múltiple, porque este libro, “El fragmento impertinente”,
me ha fragmentado y de forma impertinente, me ha obligado a posar
sobre sí, también de manera dividida, la mirada no complaciente, de
un hermoso caleidoscopio, pero que en sus fractales de luz, hay filos
que calan, que duelen y me llevan hacia “La mujer herida”, uno de sus
personajes que precipita esa mi primera lectura, que se suponía iba a
ser una cascada de oleajes de prosa poética, un montón de metáforas
afiliadas a unos fragmentos de una mirada amorosa. Que ahora se
antoja recorrer, a través de muchos caminos, primero recuperarme a
mí misma, de la parte herida que a mi me toca, después ir
detenidamente siguiendo la pista de la autora y sus narradoras, son
todas ellas sus mujeres, personajes con y sin nombre, y luego yo
como mujer lectora, yo como escritora y otra vez una protagonista,
que en uno de los relatos se desdobla y habla con su “hacedora”,
como en una confesión frente a una divinidad. Este personaje dice
abiertamente que pretende deambular entre la realidad y la ficción y
no va ha hacer ningún tipo de concesión; es una mujer herida cuyo
nombre no sabemos, que habla con su creadora en un acto casi
místico: “No sé si estoy leyéndome o viviéndome…” (Krauze, p. 48). Y
es en esos momentos que la literatura revela toda su magia, su
poiésis, sobre todo cuando, los propios personajes se liberan de su
autor y cambian, modifican su destino y cambian y modifican el
destino de su lector.
II. Ojo de mujer
En este apartado, dudo: ¿Hablaré de mí, de cómo me impactó la
lectura desde mi condición de mujer? O hablo directamente desde la
perspectiva de género de lo que este libro aporta tanto. Mejor
empiezo por mí, por unirme en lo más profundo de este soliloquio,
que no es uno solo, son muchos, y que a la postre son todas las voces
de las mujeres que cantan a coro como las brujas de Hamlet. Pero
cómo logra esta escritora con atisbos de espía, describir las
emociones de cada una de sus criaturas, llega a los rincones más
ignotos del propio ser, logra precisar con tal exactitud los detalles de
lo que se siente y pone en boca de una de sus mujeres lo siguiente:
“La tristeza, como un soplo que expande hasta llenarme los
pulmones, cada tantos parpadeos, es igual en ambas partes”. (Krauze,
p. 48).
¿Cómo puede ser tan verídica, tan asertiva en sus descripciones?
Que si bien están facturadas con la enorme experiencia de la poesía,
aquí cobra vida narrativa-psicológica, que te llena de asombro, te
eriza los cabellos, te enchina la piel, lo erotiza todo a su paso, te lleva
a los sueños más profundos, te acorrala en lo más recóndito de la
intimidad y entonces, sientes que como el Ulises de Joyce, es tu
consciencia la que habla, con tus fantasmas, con los que interactúas y
también es aquí donde puedo evocar los Diarios de Anaïs Nin, quien
como Ethel, es capaz de imaginar esta “… necesidad de ademanes, de
pruebas de amistad, de amor y de devoción”.
Y agrega: “Tengo necesidad de ademanes. Soy expresiva, gráfica,
tengo que expresar cada una de mis emociones no palabras,
ademanes, signos, cartas, articulación o acción…” (Nin, Diario 1931-
1934, p. 223).
Y es esta forma de escribir seductora que a quienes escriben,
escribimos o pretendemos hacerlo, nos contagia, nos inspira, nos
reta, nos provoca y nos lleva a ese terreno en el que también, como lo
dice perfectamente Anais: “… es un monstruo creado por nosotros
mismos, por nuestros temores, y por lo tanto, fácil de disolver y
transformar “… es la literatura como una enfermedad, porque al ser
una forma de vida, la padecemos y a pesar de que nos da felicidad, no
deja de ser como la propia vida, sin ensayo, nos diría Milán Kundera.
Pero Ethel y Anais no dejan de respirar ni un instante, manejan todas
las formas posibles de seducción y cuando hay algo, un asomo de
agotamiento, te dejan, como lo hace Krauze: “La página que falta”
para que en ese binomio, autor-lector, cada quien escriba su Obra
abierta, al estilo Umberto Eco. Pero, sin lugar a dudas: “El arte tiene
poderes mágicos: crear y transformar “Volviendo a las palabras de
Anaïs. (Nin, Diario 1944-1947, p. 169).
Por eso el asombro que la literatura, Ethel, nos deja, cae sobre la
mirada, en racimo de ojos, equivalente a esta imagen del libro que
nos ocupa: “… a que en cualquier momento, de sus ojos largos
brotarían brazos de agua oscura que nos jalarían hacia un lugar
desconocido”. (Krauze, p. 96).
III. Ojo avisor
En esta serie de relatos, pequeñas historias entrañables, engarzadas
por el hilo conductor del amor, caben todas. Sí, aquí, caben todas las
mujeres, sino están todas representadas, de lo que sí estamos
seguras es de que “No hay mujer sin metáfora”. (Krauze, p. 92).
Todas ellas, antes que nada, habitan su ser mujer, se regodean en sus
perfumes, en sus sentidos abiertos, en sus deseos, nadie pide
permiso, se expresan y expanden su corazón abierto. Quizás no todas
son libres, pero en ese mundo interior, en ese profundo estado de
consciencia, en su sí mismas plenas, se recuperan de cualquier dolor
porque han sido creadas por una feminista, que ejerce su
inconformidad como lo expresó alguna vez Carlos Fuentes, quien
decía que toda buena literatura es una obra de protesta, porque se
inconforma con la realidad y propone otras distintas y no de manera
panfletaria, sino estética, desde un compromiso con la vida, desde el
lenguaje, con esa posibilidad real de visibilizar, en este caso, la
problemática femenina: “Para expresar la madeja de sus
sentimientos” (Krauze, p. 81). Desfilan por esta “pasarela” o más bien
por este mítin, plantón, por esta rebelión interna: Brenda, Eva, Clara
Luz, Ada, Gardenia, Isabel, La mujer herida, Antonieta, La mujer
querida, Amelia, Marina, Imelda, Ilma Rtiner, La mujer M, Lily, otra
vez Isabel, Silveria, Alina, Nereidas, Clementina, Marta Elena… y
nosotras, quienes nos identificamos y las Alicias detrás, frente, y
dentro de los reflejos infinitos del espejo literario.
Suena fácil entonces, decir que es una obra espejo o un
rompecabezas que sólo la lectura acomoda en una lógica, pero es eso
y más. Desde el punto de vista de la forma, del género, del tema, se
nos resbala, no se deja etiquetar. Y su feminismo, también es difícil
etiquetar, lo que sí podemos decir que es profundo, comprometido,
no de consignas, no de doctrinas, más bien la respuesta reflexiva y
filosófica, en donde el monólogo interior es la auténtica llama
urgente, en donde todas ellas, incluyendo a sus narradoras y alguno
que otro hombre, porque también los hay buenos, al decir de la
escritora, forman parte de esta protesta contra una tradición
ancestral, histórica, cíclica y recurrente de marginar, violentar y
desoír todo lo que implica la condición de ser de las mujeres. Y es así
como podemos solidarizarnos con la voz de aquella que dijo en este
texto: “le digo todos los “no” que no le dije nunca” (Krauze, p. 87).
Denuncio también en mi lectura solidaria de género: la
desigualdad, la injusticia, el abuso, el abandono, nuestro propio
abandono, para no llegar al extremo conmovedor y tan elocuente de
aquella otra que dice: “Me ahorcaré el entendimiento con mi propia
lengua” (Krauze, p. 57). Trascender ese sufrimiento que nos deja
rumiando, sobrevivir a la locura cotidiana, a las despedidas,
rupturas, delirios; sobrevivir en este ejercicio creativo que propone
el arte, como lo dice María Zambrano, hacer de la confesión un
género literario y tener la esperanza de conocernos a nosotras
mismas y comenzar a aprender a identificar nuestras emociones con
las palabras y luego gritar, cantar y ser…
Los personajes que Ethel describe, crea y transforma, cambian —
no el mundo— sino su mundo interior en un marco de perspectiva
de género, en donde su autora, sutilmente va poniendo “los puntos
sobre las íes” . Personajes que en primera instancia no se rebelan a
su situación, sino que se van revelando, descubriendo poco a poco, se
ven en el proceso de una fotografía, como en los laboratorios que van
dejando ver sus rostros, que aparecen y luego detrás de ellos, su
profundidad psicológica; una fotografía que las desnuda en su
revelado, en lo más íntimo, pocas veces visto, porque además, los
personajes se dejan oír, oler, sentir, se percibe su respiración agitada,
sus intensos latidos, excitados y al mismo tiempo, con la pericia del
pensamiento creativo, del pensamiento crítico, que frente a los
espectadores se van transformando en un pulso filosófico, que al
igual que Anais, Ethel, doblega y hace del fuego íntimo, propio de
cada mujer, de cada protagonista, una creación mágica y dice Nin: “Y
no son los lugares en sí lo que deseo explorar, sino las alegrías, las
sorpresas, las reacciones de uno mismo ante este mundo tan rico”
(Nin, Diario 1931-1934, p. 226).
IV. Ojo crítico
En la ruta final de nuestras lecturas y posibles interpretaciones
encontramos que nuestra autora, además de lo que ya sabemos, que
posee una gran sensibilidad, que su conocimiento pleno y dominio
del lenguaje, le permite establecer esta “técnica” de poder alcanzar
con su gran ojo crítico, con su gran facultad de poder observar el
mundo, puede precisar íntima, científica y poéticamente, como se
dice en términos, ahora ya lugar común, de Heidegger, nuestra
escritora “habita poéticamente el mundo”. Escucha a la naturaleza,
escucha el alma de los seres humanos, incluyendo a los hombres, que
los hay buenos, ya lo mencionamos, como el extraordinario
personaje, creo que se llamaba Juan Marino: “El hombre que habló
con los pájaros”, escenario conmovedor, en donde hay como un
suspenso final, una rebelión de los pájaros al estilo Orwel…
En este libro “El fragmento impertinente” me hace pensar que
forma parte de una literatura escrita por mujeres, que sin temor a
equivocarme, reivindica su causa —la causa de las mujeres— con
esta manera tal sutil y penetrante, valga la expresión, de darle una
voz aguda, auténtica, contradictoria, humana y ya poco romántica,
más no por ello menos poética; dejando atrás, con todo respeto, la
visión masculina de una historia de la literatura, en donde si bien es
cierto se hicieron heroinas que abrieron brecha para esa voz
femenina, pero siempre desde el discurso masculino, me refiero a
todas aquellas obras, hoy clásicas tales como: Madame Bovary, Ana
Karenina, Casa de muñecas, La cantante calva, Naná, Santa, etcétera.
Dejar atrás estas heroinas de todavía una psicología estrecha y
limitada, producto de un sometimiento histórico, patriarcal, que
incluso, sus grandes detractores las confinaban a los estereotipos
femeninos desde una mirada idealizada. Ahora, después de tantas
escritoras buscando satisfacer su fuerza interior y su independencia,
seguimos en el mismo punto, luchando contra esos estándares
heredados, porque aunque hay mucho recorrido y avance, la historia
no es lineal y su progreso no es parejo, por eso seguir sobre la línea
emancipadora de todos los universos, aunque fragmentados, de la
vida de la mujer, es estar en las vanguardias del arte de escribir. Nos
quedamos, por ahora, con un párrafo de Alejandra Kolontay, como si
lo hubiera escrito ayer:
La mujer contemporánea se hace exigente. Desea y exige el respeto a
su personalidad, a su alma: pretende que se tenga en consideración su
´yo´. No consciente el despotismo. Cuando el amante de Maia le prohíbe
que cante en conciertos y ella no le obedece, él decide, ´para castigarla´, no
escribirla durante dos semanas. Este acto mató en Maia todo sentimiento
hacia su amante. ¿Cómo puede castigarla a ella, que le ha entregado
libremente su corazón? (Kolontay, p. 40).
Frida Varinia