Breve pasarela de escritores suicidas
Por Miguelángel Díaz Monges
16 Septiembre 2020
La resignación es un suicidio cotidiano.
— Honoré De Balzac
La vida es soportable tan sólo con la idea de que podemos abandonarla cuando queramos. (…) En el fondo nos vemos arrojados a este universo sin saber por qué. No hay razón alguna para que estemos aquí. Pero la idea de que podemos triunfar sobre la vida, de que la tenemos en nuestras manos, de que podemos abandonar el espectáculo cuando queramos, es una idea exaltante.
— Emil Cioran
Cualquiera en su sano juicio mataría a su madre por lo menos una o dos veces. El problema está en que la moralidad, la Ley y el qué dirán nos han vuelto locos a tal grado que ya ni siquiera volteamos a ver nalgas. La diferencia con el sensato Nero Claudius Cæsar Augustus Germanicus, sexto César según la enumeración de Suetonio, es que él sí le dio cráneo a doña Agripina, su mimosa y consentidora mami. Muchas son las hazañas de Nerón, entre ellas la de perseguir ferozmente a los cristianos y echarlos a los leones como croquetas, quemar la Ciudad Eterna y suicidarse él mismo, pero la principal es que al matar a su jefecita provocó que el gran filósofo estoico Séneca no sólo se viera sin su principal protectora sino que tuviera que escribir la apología de tan excepcional asesinato, cosa que disgustó a muchos melindrosos. Entre malos modos y caras de pocos amigos de unos y otros escribió sus Cartas a Lucilio, que habían de ser la obra en que basara Montaigne el ensayo moderno. Como era estoico, sobrevivió a un intento de envenenamiento y puede decirse que a la condena a muerte, todo según se vea, pues tras la Conjura de Pisón fue señalado como uno de los sediciosos, Júpiter sabe a cuento de qué. Libró la muerte, con lujo de crueldad, que le abría dado el Emperador, cortándose las venas, pero tampoco logró morirse antes de que lo rescataran. Es lo que tiene ser estoico. Finalmente tuvo una idea propia de su descomunal intelecto: se fue al vapor y el asma que padecía lo mató. Según testimonios sin confirmar, aunque bastante aceptados, sus últimas palabras, proferidas en latín culto, fueron: “¿No que no tronabas, ejotito?”
Así, el deceso de Agripina trajo la muerte de uno de los más grandes filósofos. No se puede decir que sea culpa de la progenitora del César, pero marca una pauta que puede consignarse como “detrás de todo gran suicidio hay una gran mujer”.
No me detendré en casos tan choteados como el de Cesare (coño, qué coincidencia) Pavese, que en realidad se llamaba Santo Stefano Belbo, lo que considero razón más que suficiente para no seguir en este mundo. Él se limitó a ponerle por nombre tal apellido a su perro. Ya se sabe que escribió “Verrà la morte e avrà i tuoi occhi“, único poema suyo conocido en las redes sociales. En su diario El oficio de vivir anotó “Esto da demasiado asco. / Palabras no, un gesto. No escribiré más” y “Basta un poco de coraje.” Dijo “no hagan demasiado chismerío” y, recién laureado, se suicidó por una gringa que no lo pelaba desde quién sabe cuándo.
Por supuesto, nada de esto es divertido y sólo alguien muy maleducado se reiría.
Otro suicidio notable para los enterados del cotilleo literario es el del Manuel Acuña, poeta mexicano romántico, que nació en 1849 y nunca alcanzó la madurez porque se suicidó a los 24 años por culpa de Rosario de la Peña y Llerena, intelectual ella misma y hermana de Margarita. Según sus compañeros estudiantes de medicina y los demás médicos que morbosearon el asunto, se echó al gañote un caballito de cianuro de potasio. A mi entender el suicidio no se limitó a ese lúcido grito de “la última y nos vamos” Todo empezó con un poema que radicalizó el desdén de la señorita Chayo, a quien también pretendían José Martí y otros garañones, aunque –la verdad– no estaba tan acá. Renunciemos por un momento a nuestro subjetivo embeleso por la wertherada del joven poeta y pensemos en la maestría de su suicidio: En “Nocturno a Rosario”, poema inexplicablemente famoso a menos que lo sea por sus letales consecuencias, escribió “Y, en medio de nosotros, / mi madre como un Dios”. Acuña no era tonto. Sabía que al leer eso, la codiciada intelectual de la Peña le mandaría el recado que se conserva en la Casa del Poeta Ferroviario de Saltillo, Coah., en la que se lee en voluptuosos caracteres de dama cultivada: “¡Ay, no mames!”. Así, el miope culparía a Rosario, el pragmático al cianuro, pero nosotros sabemos que Acuña se suicidó con un verso, el preciso y estremecedor verso que justificaría su muerte a la luz de Dios y los mortales.
Bastante más hombrecito nos salió Alfonsina Storni, quien luchó por vivir hasta que el cáncer le destrozó la salud y la autoestima; la encerró en un sufrimiento constante e insoportable que resistió de más por amor a su hijo y, sí, a la vida y la literatura. Sin embargo se mató sin dramatismo y preparó ese momento con la perfección de su poemas, menos conocidos que su muerte y la bella zamba argentina popularizada sobre todo en la versión de Mercedes Sosa y escrita por Ariel Ramírez y Félix Luna, quien nunca dijo, y nadie lo ha querido averiguar, que se basó en el soneto con el que la gran Alfonsina Storni se despidió de la vida en 1934 adentrándose al mar, al que Jorge Manrique asignó el indeleble símbolo metafórico de la muerte. Esos versos de Storni hacen referencia a un hombre: su hijo, no fue un cursi suicidio por desamor. El soneto que hemos cantado en la reformulación de Luna, dice:
Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme puestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera,
una constelación, la que te guste,
todas son buenas; bájala un poquito.
Déjame sola: oyes romper los brotes,
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
para que olvides. Gracias… Ah, un encargo,
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido…
Todo parece indicar que también el suicidio de Hemingway fue una respuesta al grave deterioro de su salud, pero yo tengo para mí que en algún momento de sobriedad recordó lo que había dicho de Faulkner y decidió que después de eso no merecía seguir en este mundo. Otro caso vinculado a la salud es el de Malcolm Lowry, que nunca consiguió derrotar al alcoholismo y terminó por inocularse vía oral un bonito coctel de diazepaminas, alcoholes de lo más variados, perfumes y cuanto encontró que no oliera a café o té. Al menos en el caso de Horacio Quiroga hay certeza de que suicidó porque el cáncer ya le era insoportable.
Hay suicidios magníficamente irónicos. Uno es el de John Kennedy Toole, que escribió una de las más notables novelas jamás escritas, nadie quiso publicarla, era depresivo y vulnerable y se suicidó dejando abierta la ventanilla y el escape de su coche. Quizá es mejor así: ¿cómo habría podido escribir algo que superara o igualara siquiera La conjura de los necios?
Otro suicidio con su encantadora dosis de ironía es el de Sándor Márai. Su gran dolor en la vida fue el exilio de Hungría y la indexación de sus libros tras haber acariciado la fama. Vivió como si no fuera un ser superior, anhelando el regreso, hasta que sus circunstancias personales le hicieron la vida lo bastante infernal para volarse los sesos de un plomazo… Pocos meses antes de la caída del muro de Berlín y la redención del genio a quien debemos El último encuentro entre otras maravillas.
Muy diferente es el caso de su semipaisano, también realista, Stefan Zweig, suicidio que –con perdón de los solemnes– tiene su toque divertido. Tras su productiva y tortuosa vida. Tras escribir Novela de ajedrez, la cabeza se le empezó a llenar de pájaros. Puesto que de algún modo indirecto sus padres resultaban ser judíos “por accidente” temía a los nazis y a la vez escribió una novela desde la óptica de un narrador judío. Por si esa confusión fuera poca, en Alemania prohibieron sus libros. Pese a su prodigiosa inteligencia se convenció de que Hitler conquistaría el mundo (no está claro si sólo para dar con él) así que se suicidó en 1942 junto a su esposa, que tenía poco de serlo, pero por lo visto ya venía cucú de fábrica. Lo que tiene su toque de pimienta es que les endilgaron el perro a unos amigos. Ahí es donde surgen preguntas tan trascendentes como aquella como la que hace Camus al inicio de El mito de Sísifo: ¿Los amigos no preguntaron nada? ¿Eran arios o judíos con suerte? ¿No era previsible que los nazis, al enterarse de que el perro había sido de un judío le infringiera una muerte escalofriante y de paso a los amigos por dar protección a un perro circunciso? En fin, ¿cómo es que Zweig no pensó en
eso ni escribió una carta o unas líneas como los suicidas decentes? La lección que nos dejan estos ejemplos austrohúngaros es que nunca debes confiar en un suicida balcánico, al menos si es escritor.
Ahora bien. Yo, como todos, tengo mis suicidas favoritos. Y aunque lamento no cubrir en este repaso de unos cuantos casos la cuota de género, mis dos preferidos son hombres.
Uno es el gran suicida filosófico Gilles Deleuze, prolífico pensador que hizo revivir la filosofía francesa tras los resbalones hacia lo literario que significaron Camus y Sartre. Fue anarquista con un saludable olor a Marx, y omnisapiente filosófico a la manera de Sir Bertrand Russell, aunque muy distante en su pensamiento tanto filosófico como social. A diferencia del genio británico que vivió pensando y fumando casi cien años, a Deleuze le dio la pálida. El hombre que había escrito Capitalismo y esquizofrenia, aquél por el que Foucault llegó a esperar o prever el “siglo deleuziano”, se lanzó al vacío desde un edificio en su natal París tras sufrir una grave insuficiencia respiratoria.
Puesto que no puedo seguir escribiendo sobre suicidios sin sentir cierta envidia y un poco de antojo, me apresuro a referir mi favorito, que es el de Emilio Salgari. Este autor que marcó la infancia de quienes no tenemos el amaneramiento espiritual propio de la bonhomía de Verne, siempre estuvo medio loco y era un mentiroso que se hacía llamar Capitán cuando con trabajos había llegado a polizón en el Real Instituto Técnico Naval “Paolo Sarpi” de Venecia, muy cerca de Verona, donde habían nacido él y muchas de las obras de Shakespeare. Fue un escritor exitoso que nunca logró cobrar lo suficiente para no vivir de prestado. Eso lo fue neurotizando y lo llevó a pelear con todos sus editores. Su psique, de mal en peor, sufrió la puntilla con el internamiento de su esposa en un psiquiátrico de Turín. Así las cosas, el hombre que nos llevó a desear encontrarnos con piratas entre arrecifes o al pie de acantilados ferozmente devorados por el inconmensurable poder del océano, se hizo el seppuku o harakiri por honor, como es debido, dejando estas líneas a sus editores:
A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo os pido que, en compensación por las ganancias que os he proporcionado, os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma.
–Emilio Salgari.
Este del suicidio, ¡qué duda cabe!, es un tema verdaderamente divertido, ¿o no se lo parece a usted, amable lector? ¿O es usted otro escritor más? ¿Un editor, acaso?