Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

¡Bang!

 Autor:Mario Panyagua

Mayo 2023

 

La noche manifestaba un calor violento. Abrió todas las ventanas desde la cocina hasta la sala; en la última se detuvo, contemplando aquella parte de la ciudad: debajo, los peatones, la luz y el olor que despedía la panadería, el puesto cerrado de periódicos, los árboles, autos estacionados; enfrente, otros edificios, otros departamentos, una iglesia, el periférico con su desfile de faros y rugidos; más allá, el mar de titilantes luces sobre los cerros. Suspiró con afectación, pero el olor a gasolina proveniente de un par de garrafones situados debajo de la mesa le hizo respingar.

De un frasco sacó un par de percodanes que engulló con vino. Vio el reloj, pasaban de las nueve. Veía con insistencia el teléfono, negro y mudo en la mesilla, junto a los expedientes médicos de sus últimos pacientes. Se sentó en el sofá con placidez, aletargado, aunque por su cabeza transcurría con violencia un flujo incesante de ideas e imágenes atroces, las mismas que nacieron al momento de soplar las velas de su pastel de cumpleaños y aspirar el humo encerado de cuarenta y ocho vacilantes llamitas; en ese momento olió el humo de un carburador, pólvora, diésel, ¡fue tan vivo!, como ahora lo hacía respirando el hilillo a gasolina que despedían los garrafones de abajo de la mesa, y pensó las mismas tres preguntas que aquel día: ¿Cuántas cosas existen para morir? ¿Cuántas para matar? ¿Cuántas para matarse?

Fue en su cuadragésimo octavo aniversario cuando se desató, una perfecta bola de nieve descendiendo por una loma. Le pareció tan fácil, tan gratis. Eran ideas que pasaban por atrás de sus ojos como cortometrajes. Veía mujeres caminado por las cornisas de los edificios bajo la luna llena, y como bailarinas, impulsarse en el aire para descender poéticamente al vacío; hombres en traje sastre envueltos en llamas en plena calle; dulces y bellas niñas envenenando con arsénico o mercurio o matarratas a sus abuelitas; policías repartiendo tiros de gracia a presuntos sospechosos; burócratas degollándose al espejo; adictos inyectándose una speedball sin reversa; artistas abriéndose las venas; políticos colocándose balas en la cabeza.

Los minutos transcurrían y él pensaba en navajas, machetes, cuchillos, sables, armas de fuego, vidrios, varillas, ramas, bates, piedras, botellas, sillas… Todo resultaba un arma; y el arsenal crecía. Con qué se puede ahorcar a alguien: sogas, corbatas, cinturones, agujetas, mantas, camisas, calcetines, collares, cables… La obsesión aumentaba. Ni en su trabajo estuvo exento, como médico cirujano, las pinzas, las sierras, los escalpelos, los taladros y demás, le susurraban asuntos siniestros.

Lo que al principio parecían imágenes borrosas e inconexas habían pasado a ser una especie de cortos de cine mudo, y de allí, a intrincados largometrajes llenos de crimen, suspenso y horror magro. Algunos guiones eran muy inteligentes, le provocaba placer reproducirlos una y otra vez, corrigiendo esta o aquella escena, cambiando tal por cual; y los proyectaba con tal realismo, y resolvía de tal manera los finales (sin cabos sueltos) que los crímenes se hacían tan irrastreables como sus protagonistas, comenzó a creerse más grande que Hitchcock en lugar de un médico cirujano con una obsesión rayana en la demencia. Había llegado a sentirse todo un asesino a sangre fría, un instrumento de la muerte.

Vio que el reloj estaba por dar las nueve con veinte. Ella llegará a las diez, se dijo. Se incorporó dirigiéndose al baño. Estoy aletargado. Para que su plan funcionara, creía que tenía que estar pulcramente bañado y rasurado. Encendió el interruptor y una luz blanca iluminó el cuarto; vio la tina, la regadera, el inodoro, la lámpara y el techo lleno de pecas sepias; finalmente se colocó frente al espejo. Puesta sobre el lavabo, la plateada navaja destelló con la luz del foco; la sola presencia de aquel objeto le aportó nuevas instantáneas.

Un escalofrío le recorrió la espalda. No era lo que estaba próximo a acontecer, sino aquella luz la que lo ponía nervioso. Debí cambiar ese foco de luz blanca hace mucho; me inquieta, la tengo en la cabeza cuando me acuesto, no me deja dormir, me… me recuerda al quirófano, eso es, pensaba a la par que se rasuraba el rostro. Pero hoy, sí que dormiré. Comenzó a carcajearse. Un incidental corte hizo brotar un hilillo de sangre de su mejilla izquierda, sus ojos fulguraron y, estirando la lengua inútilmente, trató de probarla. Aún no, todavía no es la hora, se dijo como para tranquilizarse; guardó la lengua.

Se descubrió feliz frente al espejo, con los ojos desorbitados y una sonrisa retorcida. Sí, ríe… hay que aprovechar… parece increíble, me encontraba tan roto… Descompuso el rostro, parecía no saber dónde posar la vista. Se bañó utilizando un estricto método de limpieza que ejecutó con la pulcritud del cirujano que era. Cerró la regadera, se secó y untó crema y loción; secó la bañera, la taponó y abrió de par en par la ventana contigua. Salió desnudo hasta la sala, frotándose el abultado vientre, y volvió al baño cargando los garrafones de dísel; vació los veinte litros de uno en la bañera, el otro lo dejó, destapado pero intacto, entre la tina y el lavabo. Se calzó una bata, sandalias y apagó la luz.

Faltan diecinueve minutos para que llegue, meditó. Pasó la vista por los muebles, todo estaba en orden, a excepción de la cuerda desmayada sobre el brazo de uno de los sillones. Conforme transcurrían los segundos se mostraba más excitado, repasaba las posibles situaciones, las variantes, las coincidencias; comprobaba el tiempo de sus reacciones, la probabilidad de fallo. No debe existir fallo. Nada puede malograr esto, se repetía una y otra vez.

Llevó la cuerda al baño y con uno de sus extremos realizó un nudo alrededor del cuello de la taza; al otro extremo, dieciséis metros y cuarenta centímetros después, realizó otro nudo, éste corredizo. Volvió a ver la navaja, ahora sobre la caja del inodoro, y una idea iluminó su panorama: No utilizaré la navaja, usaré el escalpelo. Le montó un bisturí. Sí, dos cortes limpios, hondos, la femoral y la carótida.  

Guardó la navaja en un cajón de su recámara, del mismo que sacó un revólver. Vio los números parpadeantes en rojo 21:47. Su ritmo cardiaco aceleró. Un temblor sutil arribó a sus extremidades. Sentía el revólver frío entre sus manos… lo miraba, imaginaba su ojo humeante. Ya casi; ¡está por llegar!, se repetía.

Llevó el arma al baño y la dejó sobre la tapa del inodoro, al igual que el escalpelo y un encendedor; de la zotehuela transportó un bote repleto de piedras que empotró en la boca de la taza. Regresó a la mesa, agarró el vino y un frasco con veinticuatro percodanes; miró las manecillas, marcaban menos nueve para la hora acordada. Regresó apresurado y depositó la botella en el suelo, junto a la cuerda, y el frasco sobre el lavabo.

Era el momento, su gran momento; apenas ocho minutos para alistarlo todo antes de que llegara ella. Su obsesión había llegado al sumun. Pariendo la locura, justo en el último tramo del proceso de alumbramiento, todas las estrategias y planes de muerte se cristalizaron; el delirio terminó de emerger, brotó como una cría que ha reventado la placenta y chilla y se retuerce luchando por aferrarse al mundo respirable.

Faltan cinco minutos. Entonces se despojó de las sandalias y la bata, se colocó el nudo corredizo de la soga alrededor del cuello y se metió, en toda su desnudez, a la bañera, revolcándose en ella y quedando completamente empapado en gasolina, siempre cuidando de dejar secas sus manos. Tomó dos tandas de doce comprimidos y las empujó con vino. Se sentó, miró las luces parpadeantes de los cerros a través de la ventana abierta, pensaba en que estaban por dar la diez. El reloj de la sala lo confirmó, emitiendo diez campanadas electroacústicas.

Es la hora, balbuceó. ¿Tocará el timbre? ¿Se escuchará la cerradura? Volteó a mirar hacia el retrete, vio sobre la tapa de la caja el revólver, el encendedor y el escalpelo, se estiró para coger los dos primeros, mismos que depositó sobre el vano de la ventana. Estoy mareado, estoy desvaneciéndome… y ella no ha llegado, no ha llegado y no hay tiempo, pensaba. Volvió a estirarse y cogió el escalpelo, la punta del bisturí le pareció elegante. El tufo a gasolina era insoportable. El percodan comenzaba a estrujarle los latidos, la náusea le invadía. Se puso en pie con dificultad y, mientras esperaba que ella llegara, apretó con rabia el escalpelo y se propinó dos estocadas letales, una sobre el muslo para alcanzar la femoral y otra bajo la garganta para perforarse la carótida. Mientras se pinchaba, pensó en que era un buen collar de bestia aquella soga, también asumió que la sangría era bella: dos cascadas purpúreas que habían teñido con velocidad la gasolina de la bañera. Él veía como le escurría la vida hasta sus pies, como el combustible se iba purpurando.

El cuadro era hermoso: un hombre de edad madura, fofo, impasible, desnudo, con una sobredosis desencadenándose dentro de su organismo, con una soga al cuello, empapado en gasolina y desangrándose por una arteria perforada en la garganta y otra en la entrepierna, asido al marco de la ventana, pronto al desmayo, mas a punto de volar.

No llega. Casi resbaló pero se sobrepuso y, determinado a mantener dominio sobre su cuerpo, se paró en el filo de la ventana, sujetando fuerte el revólver en una mano y el encendedor en la otra. Su vista estaba borrosa, miró hacia abajo y vio difusamente los ocho pisos que le separaban del concreto, experimentó vértigo. Ella no llega, se lamentó. Encendió la flama del encendedor sobre sus cabellos, por una fracción de segundo pareció un cerillo enorme chisporroteando; entonces se impulsó hacia el vacío, con el arma pegada a la sien; el fuego lo arropaba ya de pies a cabeza. ¿Y si no existe? Una detonación se escuchó mientras descendía como un capullo en llamas, hasta que la cuerda que había atado al inodoro le detuvo siete pisos y una cuarta más abajo, rompiendo su espina dorsal. Se escuchó otro disparo, ocasionado al impactarse el arma contra el suelo.

Llegaron los curiosos, los vecinos, los policías; todos miraban asombrados, ya fuera desde sus ventanas, sus autos o la acera, a aquel bulto encendido con los pies casi rasguñando el suelo; la sangre caía encima de una plasta humeante de piel derretida y pequeñas porciones de masa encefálica. Unos metros más allá estaba el revólver.

Un minuto después, quizá dos, aquel fardo de ámpulas, plasma, carbón y sangre, se sentó por fin sobre el concreto; la soga había sido desgarrada por el fuego. La mecha ardió, ascendió la chispa por donde el humo, un resplandor ámbar secuestró el cielo nocturno seguido de una débil detonación (el otro garrafón de combustible), una lengua de fuego salió por la ventana, se retorció en el aire y volvió a introducirse al cuarto de baño. Llovieron cristales.