Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Áurea

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Pour la première fois depuis bien longtemps, j’ai pensé à maman.[1]

Albert Camus

Autor: Camilo Rodríguez

El jueves en la tarde, recibí una llamada de Sebastián. Me dijo que debíamos dejar la casa antes del sábado. Para él era fácil decirlo; le bastaba chasquear los dedos para que sus padres se encargaran de encontrarle otro lugar. Yo no tenía a dónde ir. La única persona que podía ayudarme era la muchacha con la que me acostaba en esos días, pero ella misma sentenció que su compañero de casa era un artista contemporáneo neurótico y la invasión de su espacio sagrado podría alterar su cosmos. Por eso nos acostábamos en mi casa. De hecho, lo más probable era que esa noticia hubiera llevado nuestro contacto a un desenlace inevitable y precoz.

Lo peor de todo no era la expulsión de la casa, sino el poco tiempo para encontrar una solución. Yo tenía planes urgentes para mi vida en los próximos días: debía escribir una crítica sobre una película que no había visto (ni pensaba ver), al otro día iba a participar en una plenaria soporífera organizada por una universidad privada, y además daría tres clases de francés para salvar mi fin de semana de la inminente bancarrota. Una oleada de calor que azotaba las calles había llegado a límites no rebasados en los últimos diez años. En la radio hablaban de casi cien “personas de la tercera edad” fallecidas a causa de esa extraña canícula.

Este sofocante laberinto solo me dejaba un movimiento: el sábado debía tener un lugar para mudar mis plantas, a Pirujo y las pocas cosas que había ido juntando desde que llegué a México.

***

Recorrer una casa vacía es siempre una experiencia extraña y melancólica, como esas escenas de un sueño que se desvanecen pocos segundos antes de abrir los ojos: la imagen de largos corredores despejados, cuartos completamente desnudos y unos pocos muebles llenos de polvo. Todo concentra un desasosiego especial, más aún cuando uno ha habitado esos espacios en el pasado. Me he mudado tantas veces que ya perdí la cuenta, y esa repetición ha reducido el poder de la nostalgia. Sin embargo, esta vez me invadió una tristeza puntiaguda. Recordaba con claridad las mañanas: despertar tras la campana del camión de basura, regar las plantas del huerto (los tomates, la menta, la albahaca y la lechuga), cepillar a Pirujo (me regocijaba observarlo comer y ronronear al mismo tiempo), hacer el café para Sebastián y para mí. Lo raro es que de las noches solo me venía a la mente regresar a casa borracho y quedarme dormido dentro del carro, estacionado en el patio trasero.

Día 1

Alguien me dijo que en la Ciudad de México basta un día para encontrar dónde vivir. Nada más sabio. El sábado en la mañana, después de hacer las primeras cajas de mudanza, salí a tirar la basura. Me crucé con un vecino al que nunca le había dirigido la palabra; un hombre alto, regordete y barbado que hacía un ruido abominable con el motor de su Harley Davidson. Le pregunté de golpe si sabía de alguien que rentara habitaciones cerca de ahí y me habló de una viejita que pasaba su tiempo en la tienda y al parecer daba cuartos en alquiler. Cuando llegué, efectivamente vi una señora de unos sesenta años, con lentes de marco dorado y una blusa azul celeste:

– Buenas tardes joven, ¿Usted es el que anda buscando recámara?

–Sí señora. –respondí sorprendido–  ¿Le queda alguna disponible?

– La única que tengo es la que era de mi madre, en mi casa… que también era de mi madre. ¿Quiere verla?

Seguí a la señora por un callejón empedrado, semejante a esos andadores floridos y coloniales que se puede encontrar en los pueblitos aledaños de la ciudad. Antes de entrar a la casa, llamó mi atención un letrero raído ubicado sobre la puerta de metal:

sta es  u a  casa de  Dios y NO q er mos propag nda de otr s  culto .

¡V va Cristo Rey!

Un jardín de plantas ornamentales, rejas blancas y tres puertas (con varios candados) resguardaban la entrada. Cuando me abrió la puerta, la señora me miró por encima de sus lentes y sonrió condescendiente. Me hizo pasar a la sala, un espacio amplio pero completamente ocupado por estatuillas de porcelana, accesorios baratos y un vetusto televisor de cuarenta pulgadas. La mesa del comedor estaba llena de manteles y portavasos de lana, facturas (pagadas) y cupones de descuento (vencidos) en Sanborns y Vips.

Se presentó como Áurea. Me dio la impresión de haber leído ese nombre antes, en uno de los folletines de Corín Tellado que vagaban en la casa de mis tías paternas. Me senté en la única silla disponible con mucho cuidado.

Recibí de su mano una hoja de “Contrato”, un papel redactado por ella en tinta verde. El texto estaba escrito en mayúscula sostenida y listaba lo que sigue:

  • NO FUMAR O HABER FUMADO AL INGRESAR
  • NO TOMAR NINGÚN TIPO DE ENERVANTE O BEBIDAS ALCOHÓLICAS DENTRO DE LA CASA
  • NO TRAER VISITAS
  • NO TENER MASCOTAS
  • NO TENER VICIOS MALIGNOS

Me llamó la atención la ambigüedad en el uso de palabras como “enervante” y “vicios malignos”. La extraña rigidez de las reglas no impidió a Áurea darme las llaves de su casa luego de una entrevista de quince minutos y un pago de doce mil pesos que incluía un depósito y dos meses de renta por adelantado. Me advirtió que dejara la tapa del inodoro abajo y la puerta de mi habitación abierta. Asentí. Me preguntó si profesaba la fe católica y cuál era mi oficio. Le dije que casi toda mi familia practicaba el catolicismo menos yo. También me preguntó si tenía mascota. Pensé en Pirujo y le respondí que sí pero me la iba a cuidar un buen amigo mientras encontraba otro espacio. Frunció el ceño. Cuando le comenté que me dedicaba a escribir, esbozó una sonrisa y me dijo que ella consagraba una hora diaria a la lectura, cosa que pude comprobar por las estanterías llenas con libros de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, Walter Riso y Paulo Coelho.

Día 5

Lo que se anunciaba como una experiencia incómoda no empezó mal. Me esforcé en cumplir todas y cada una de las normas talladas por Áurea sobre esa losa de piedra blanca que era el contrato. Abría las dos ventanas del baño al salir, desconectaba el módem de internet antes de acostarme, dejaba la puerta de mi habitación abierta y hacía todo lo posible para volverme invisible como un ninja.

En mis breves pasos matutinos y vespertinos por el lugar, casi siempre veía a Áurea enfrascada en categóricas conversaciones telefónicas:

–Graciela me contó que están ofreciendo 2000 pesos si votas por Alejandra Barrales… ¿Cómo? ¿Son solo 1500?

…Bueno, no importa. Yo igual ya pensaba votar por ella.

 

–Imagínate lo que anda diciendo Rafa.

Dizque Felipe le pide dinero para los peajes y la gasolina. ¡Pero qué chamaco tan mentiroso!

 

Si me veía pasar, me sonreía amablemente. Una vez incluso me detuvo para decirme algo.

 

  • Ay, Camilo, quiero que te quedes más de un mes. ¡Eres la compañía perfecta!

 

Aunque no respondí, le devolví la sonrisa y me fui contento.

 

Día 6

Esa mañana tuve la impresión de que había alguien más en la casa. Iba a dar una clase muy cerca de ahí pero ya estaba tarde. Atravesé la sala para salir por el vestíbulo cuando percibí algo con el rabillo del ojo. Una presencia, un ente que me devolvía la mirada. Giré la cabeza para observar mejor. Los dos sofás de algodón lucían intactos, como siempre, pero en el rincón había un sillón de mimbre sobre el cual reposaba un singular artificio. Un portarretratos con una fotografía bastante grande se apoyaba en la cabecera: era la imagen de una señora de setenta u ochenta años –esa edad umbral, ese momento de la vida después del cual la gente no sufre cambios importantes y se anuncia su último declive. La mujer de la foto, que fingía una horrible sonrisa, estaba vestida con un saco blanco, una blusa vino tinto y llevaba unos bellos pendientes de oro. Sus cabellos, peinados hacia atrás y teñidos de rojo, se habían blanqueado de tal manera que combinaban con la blusa. Lo que resultaba extraño en todo eso no era la fotografía en sí misma, sino el lugar donde estaba situada y sobre todo un sórdido detalle: en el apoyo del sillón, donde se pone la espalda, reposaba exactamente el mismo saco y la misma blusa de la fotografía, acompañados de una falda gris. Las tres prendas estaban minuciosamente extendidas sobre el asiento, simulando la presencia de la mujer, que no podía ser otra que la madre de Áurea y la dueña de esa casa.

Más que una excentricidad, el dispositivo, que inevitablemente me recordó las ofrendas de Día de Muertos, tenía algo de maniático y tribal. Antes de seguir con mi camino, me pregunté si eso siempre había estado ahí sin que yo me percatara en lo absoluto.

Día 9

Hay que decir que Áurea tiene un novio al que tuve la pintoresca fortuna de conocer durante la segunda semana de mi estancia. Gilberto es un camionero de unos sesenta años y un largo mostacho blanco —a la usanza de Porfirio Díaz — que adora los pepinillos. Las pocas veces que hemos cruzado palabra me ha hablado detenidamente acerca de los pormenores de su cultivo, la preparación de la salmuera y su exquisita fermentación. En vez de flores o chocolates, Áurea recibe de Gilberto frascos de pepinillos que él mismo envasa y transporta desde Michoacán. Afortunadamente, a ella también le gustan los encurtidos y juntos pasan los domingos comiendo pepinillos y mirando programas de concursos por televisión doblados al español del caribe.

Muchas tardes, Áurea se sentaba a tejer en un sofá, junto al sillón de mimbre, mientras veía, o más bien escuchaba en Televisa los clásicos del cine de oro mexicano: Si me han de matar mañana y Nosotros los pobres, que eran los más repetidos de la programación. En una ocasión, al oír los diálogos desde mi habitación, comprobé que no era necesario observar las imágenes para seguir el hilo de la trama, pues los guiones están hechos a medida para el divertimento de las señoras que planchan o hacen otros oficios domésticos.  A veces, escuchaba a Áurea emocionada comentando el salto de una escena con el retrato de su madre.

Día 14

Un domingo no salí de mi habitación hasta pasadas las tres de la tarde. Había pasado la noche anterior cantando baladas clásicas con mis amigos del club de lectura. Desperté, miré la hora, me sentí culpable. Me paré para ir al baño y buscar un poco de agua en la cocina. La cabeza me zumbaba, tenía la boca seca como el arena y estaba deshidratado hasta el tuétano de los huesos. Al pasar el umbral de la puerta, vi que Áurea estaba sentada en el sofá, esperando. Comprendí enseguida y me acerqué a la sala. No pude evadir la mirada del esperpéntico retrato, que hacía más punzantes los aguijones de la migraña.

–Necesito hablar contigo.

Ni siquiera alcancé a responderle cuando ya me estaba diciendo, palabras más palabras menos, que me quería fuera de su casa para ese mismo día. Ya no podía soportar que llegara en la noche, que olvidara cerrar la tapa del baño, que dejara un papelito de chicle en la cocina o las migajas de pan sobre el comedor. Para completar, me recriminó, ni siquiera le había dado los buenos días a su mamacita.

–Áurea, te pido paciencia. Me voy en dos semanas.

No logré explicarme ese extraño giro en su comportamiento, fue algo que en realidad no vi venir. Para consolarme, imaginé que se trataba de una crispación histérica o de un sobresalto por el estilo. Desorientado, tomé el Manual de los desórdenes mentales, también conocido como DSM-5, uno de mis libros de cabecera, y busqué en la sección de traumas de la personalidad. Después de leer buena parte de la noche, di con lo siguiente: En los ancianos, el trastorno bipolar se caracteriza por una menor carga familiar (partida o ausencia de hijos, pérdida de los padres) y presenta síntomas confusionales, trastornos cognitivos, episodios de agresividad o afección inexplicables, ideación delirante paranoide no congruente con el estado de ánimo, y cuadros mixtos con disforia, irritabilidad y hostilidad. En la habitación contigua, los murmullos de Áurea, que rezaba un rosario antes de acostarse, perturbaron mis sueños.

 

Día 18

Los miércoles en la tarde asistía a un club de lectura en el centro de la ciudad. Había faltado mucho últimamente pero ese día estaba libre. Como siempre terminábamos tarde, sabía que debía reportarlo a la benevolencia de Áurea. No la encontré en la sala, así que toqué en su habitación. Desde adentro, escuche que me llamaba a pasar. Empujé la puerta y la vi sentada en una poltrona, con una bata de tela alrededor del torso. Mientras tanto, la señora Helena, que por lo general venía a hacer la limpieza, le cortaba el cabello.

–Buenas tardes

–Hola, Camilo, ¿Cómo estás?

– ¿Bien, y usted?

Áurea adoptó un aire solemne y me miró con mucha seriedad. Tragué saliva.

–Pues, la verdad estoy muy triste.

–¿Por qué? –Esta vez supuse que me expulsaría definitivamente pero me preguntaba el motivo.

–Pero si es obvio, Camilo… la izquierda ganó las elecciones en México. Helenita, córtame bien detrás de la nuca por favor…Así es, Camilo. ¿Cómo ves el panorama tan terrible que se nos viene encima?

–Sí. Un panorama terrible…

–Me da miedo que la gente se vaya del país como está pasando en Venezuela… y luego Trump va construir un muro para impedirlo… Ahí Helenita, exactamente. Muy bien, sí.

Yo asentía, esperando el momento oportuno para avisarle que llegaría tarde.

–Sí… es que la gente quiere que le regalen todo, en vez de trabajar… Me parece muy mal…

 

Quizás lo hizo para deshacerse de la conversación, o tal vez fue por la presencia de un tercero, el caso es que Áurea no se opuso a mi voluntad. Entonces me sorprendí a mí mismo sintiendo una extraña felicidad, una reminiscencia de esas veces que, siendo adolescente, lograba que mis padres me dieran permiso de salir en la noche. La sombra de la vergüenza rondó en mi mente por un instante.

Día 23

Los recelos empezaron una semana antes de acabar el mes. Dejé de ver a Áurea por las mañanas cuando salía, y en las noches, al regresar a casa. Apenas la escuchaba hablando por teléfono desde la cocina, o la veía dando instrucciones a la señora Helena sobre cómo fregar los muebles o el piso de una forma más eficiente. Mi presencia le incomodaba tanto como a mí la suya, pero a ella le costaba más trabajo disimular, o por lo menos eso creía yo. Fue por esos días que empecé a escribir esto. Le puse un título diferente para no despertar sospechas porque me he dado cuenta de que suele aprovechar mi ausencia para entrar a la habitación. Me imagino que lo hace para limpiar y asegurarse de que todo está en orden.

Hace dos días vino Gilberto, como todos los domingos. Esta vez trajo una caja de pepinillos maduros. Me saludó con un fuerte apretón de manos, pero luego escuché cómo Áurea lo reprendía por su “exceso de confianza con el inquilino”, o sea yo. A juzgar por las risas culposas que salían de su cuarto, supongo que hicieron o trataron de hacer el amor. Yo me puse audífonos, con John Coltrane a la carga, para no enterarme de nada y leer el diario de Ana Frank. Sobra decir que apenas si pude avanzar un par de páginas.

Día 25

La otra noche regresaba a casa después de un día agotador y Áurea me detuvo en la sala. Me pidió el favor de acompañarla con un rosario por el alma de una amiga que tiene seis meses de difunta. No rezo ninguna oración y me considero agnóstico desde hace diez años, lo cual no impide que comprenda el poder retórico, musical y meditativo de la plegaria. Sin embargo, el cansancio del día y el malestar producido por la horrenda fotografía de la sala anulaban cualquier poder de persuasión en los ojos llorosos de Áurea. Me negué pretextando un trabajo de última hora para una revista: así es el periodismo, lo siento—le lancé a la cara.

Enojada, Áurea agarró su Biblia, el rosario y se dirigió rápidamente a su habitación, soltando tras de sí un estruendoso portazo. Exhausto pero contento por su reacción, entré a mi cuarto e inmediatamente me dejé caer sobre la cama. Lo lógico hubiera sido dormir diez horas seguidas, pero los murmullos de Áurea llegaban intactos a mis oídos. Conciliar un sueño plácido y tranquilo resultó imposible. En cambio, escuchaba cómo subía el tono de su voz cada vez que decía “Dios te salve María, llena eres de gracia…”. Así permanecí un buen rato hasta pude dormitar. De todas formas, la desconfianza me hacía despertar cada hora para verificar si su chillona voz había dejado de resonar. No sé si lo soñé o no, pero tengo la impresión de que la vieja estuvo orando sin parar hasta las cuatro de la mañana, hora en que los gatos comenzaban a copular en los tejados del vecindario.

Día 27

Hoy Áurea entró en mi habitación mientras estaba en el baño. Fue algo totalmente inesperado. Creí que mi presencia en la casa la detendría pero ni siquiera. Me imagino que después de buscar y no encontrar nada extraño se haya puesto a husmear en mi computador hasta dar con este relato. En cualquier caso, apenas salí me enfrentó directamente. Me preguntó por qué estaba escrito el nombre “Áurea” en la pantalla de mi computador. Yo no supe qué responder. Me preguntó si la estaba acusando con alguien. Le dije que no, que eso no tenía sentido. Se fue y luego todo cambió de una manera que me cuesta trabajo explicar.

Día 28

Anoche me costó mucho trabajo dormir. No lograba sacar de mi mente la tormentosa imagen de la madre de Áurea con su rostro bondadoso y sonriente sobre el papel fotográfico. En las mañanas, el canto de los pájaros torturaba mis tímpanos. Voy a comprar un somnífero en la farmacia cuando Áurea salga a su paseo matinal.

Día 29

Hoy pasé todo el día encerrado. Cancelé mis clases y la cita que tenía con una amiga para ir al cine. Estaba demasiado cansado para cualquier cosa. En la tarde aproveché un descuido de Áurea para ir a la cocina, traer pan, frutas y un vaso de agua. Media hora después, escuché el cerrojo definitivo de la puerta de la cocina. Ahora  no sé cómo voy a hacer para evitar el hambre.

Día 30

Esta tarde traté de salir de la casa, pero creo que ya no hay vuelta de hoja. Áurea cerró con llave la entrada frontal y la puerta trasera. Hubiera logrado salir de la habitación por la ventana, pero hay una reja blanca que lo impide. Llevo varias horas gritando pero nadie quiere oír. Probablemente todo el mundo sabe exactamente lo que está ocurriendo acá pero nadie puede hacer nada al respecto. Áurea quitó la electricidad. No logro encontrar mi celular y al computador le quedan solo seis horas de carga.

Comprendo que lo único que va a mantenerme con vida es seguir escribiendo este texto.

 

Día 31

Ayer estuve toda la noche en vela. La sensación de inminencia no me dejó en paz ni un minuto. Me parece que llevo cinco días y medio encerrado en esta casa. Tengo miedo. Y hambre. Mucha hambre. La otra noche soñé que Pirujo cazaba un petirrojo y lo dejaba debajo de mi almohada. Cuando iba a buscar el ave, solo encontraba ese maldito portarretrato. Trato de aferrarme al recuerdo de Pirujo como a un mantra ridículo. Espero terminar estas líneas. Espero que alguien pueda leerlas.

Día 32

Acabo de oír el camión de Gilberto. No estaba solo. Escuché otras dos voces masculinas con él. Los oí susurrar mi nombre a la entrada de la puerta, y también habló de Michoacán. Me encantaría visitar los sembradíos de pepinillos y comerlos hasta hartarme, pero lo más probable es que me hagan daño o traten de venderme. Intenté averiguar cualquier cosa pero desde acá no alcanzo a ver nada. Las plantas del jardín me obstruyen la vista.

Los hombres llevan más de media hora en la sala sin musitar palabra. No puedo describir mi angustia. Están llamando a la puerta. Debo abrir pero no tengo con qué defenderme.