Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Asesinar a un suicida

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Por Mónica Soto Icaza

16 julio 2020

No comprendo la necedad de salvarle la vida a alguien que quiere morirse. Todo buen suicida sabe que la contundencia es lo principal, sobre todo cuando intentas no quedar tullido o internado en el hospital por tanto tiempo que te dan ganas de morirte al ver la cuenta resultante de tu chistecito.

Ella era mi compañera de casa, mi roomie. Llegó hace dos meses con la maleta de un tamaño atípico para una mujer bonita y con buen gusto para vestirse. Después de cinco segundos de platicar mirándola a los ojos y ella correspondiendo mi mirada, ya había yo decidido que era la elegida para compartir la casa conmigo. Sí, ya sé, yo y mi finísimo tino para juntarme con los desequilibrados mentales, las hormonales irredentas, los locos voluntarios o involuntarios.

De miércoles a domingo salía despampanante justo a la media noche, sobre unos tacones de 15 centímetros, siempre diferentes, que desaparecían del armario al día siguiente. Era muy celosa con su ropa, la lavaba todos los días a mano y la colgaba en un tendedero en su habitación, siempre ordenada de manera impecable.

Nunca la vi un viernes en la casa, hasta ayer. Yo iba a salir, pero escuché ruido en su habitación y decidí quedarme. Las tres noches anteriores la había oído sollozar a través de la puerta durante horas y no sé, algo me dijo que no la dejara sola.

Ya ve cómo es el departamento. Estas construcciones de los años 40 en la ciudad de México de techos altos, grandes columnas y baños con enormes tinas de hierro pintadas de blanco. Me lo heredó mi abuelo en vida, solo porque fui la única que no lo juzgó cuando después de haber estado casado cincuenta años con mi abuela decidió divorciarse para vivir con otro hombre en una casa en la playa.

Sí, perdón, ya voy al punto. Lo que pasa es que me interesa que usted se dé cuenta que ella era mi inquilina y yo no tenía más relación con ella que esa; cuando tienes 20 años y un departamento tan grande es mejor compartirlo, y tuvo que ser con una mujer porque mis papás no me dejaron ni de locos alojar a un hombre, y además ni siquiera llegamos a ser amigas.

Sí, estuve con ella los últimos momentos que estuvo viva. Sí. En la bañera. Sí. Entre sus piernas. Déjeme explicar. Yo no la induje al suicidio, yo nada más la acompañé mientras se moría. Dicen que al morir se experimenta un orgasmo, entonces yo lo que quise hacer fue provocarle uno antes de que se fuera, en caso de que eso del orgasmo sea una mentira.

Cuando escuché el ruido en su habitación y decidí quedarme, me metí en mi recámara a ver una serie en la televisión. Dejé la puerta abierta por si acaso salía y quería compañía. Yo creía que había sido unos minutos después, pero en realidad no sé cuánto tiempo habrá transcurrido, porque me quedé dormida. Desperté con muchas ganas de ir al baño, así que decidí levantarme, con toda la flojera del mundo, y deseé tener un baño en mi recámara.

La puerta estaba entreabierta. Se escuchaba caer agua. Cuando empujé la hoja de madera, tenía algo de prisa porque las ganas de hacer pipí se me habían acumulado en mi desidia para levantarme, la vi: estaba acostada en la tina. El agua le llegaba a la mitad del cuerpo, totalmente teñida de rojo. Subía y bajaba los brazos, tenía tres líneas delgadas en cada antebrazo, de la muñeca hasta el codo; cuando se le acumulaba la sangre volvía a meterlos en el agua. El bisturí en el vientre, subiendo y bajando al ritmo de su respiración.

Me quedé paralizada en la puerta. Tal vez le suene algo loco, pero la imagen era de lo más bonito que había visto en mi vida: su piel blanquísima en el agua carmesí, el cabello negro flotando a cada lado del cuerpo, los riachuelos de sangre escurriendo por su piel, como el contraste de la sangre del toro con la negrura del pelo del animal, con un brillo hermoso, tan terrible y tan magnético que hasta te sientes culpable por disfrutarlo. Y el gesto de su rostro con los labios abiertos en una sonrisa ligera.

Cuando me vio entrar acentuó la sonrisa y abrió un poco las piernas. Los bordes y las hendiduras de su sexo eran como una boca suculenta, con la lengua lista para ser besada. No puedo precisar cuánto tiempo llevaba ahí ni cuánta sangre había perdido. Me dijo un “ven” casi mudo, pero que yo obedecí como si se tratara de un conjuro.

Caminé hacia ella sin titubear, me paré junto a la bañera y me acerqué para besarla. No sé por qué lo hice. Siempre me ha llamado la atención la belleza de las mujeres, pero no con atracción sexual, sino como alguien adoradora de la hermosura, con empatía y reconocimiento a lo bello del sexo femenino, pletórico de figuras geométricas y texturas.

Ella me devolvió el beso con la mirada. Entonces decidí meterme en la bañera. Puse con cuidado sus tobillos en cada lado de los bordes de la tina y me senté entre sus piernas. Con el dedo índice acaricié sus labios, hice descender la caricia hacia el mentón. El cuello. La línea entre los pechos. Sus pezones estaban erectos. Seguí bajando hacia el plexo solar, al vientre, me detuve en el clítoris unos segundos, a velocidad constante, avanzando y de reversa, metí el dedo corazón a su vagina: muy apretada, con esa humedad viscosa del deseo.

En ese momento quise adorarla, utilizar la superficie de hierro fundido como reclinatorio. Succioné uno de sus pezones, jugando con la lengua a mi antojo. Después hice lo mismo con el otro, y repetí el ritual de recorrerla en línea recta. Abrí con mis dedos sus otros labios y besé su sexo. Jugué hasta que me atrapó entre sus piernas y tembló de forma tan violenta que pude escuchar los latidos de su corazón, seis golpecitos potentes que concluyeron con el chapoteo de sus brazos al sumergirse.

Unos momentos después recuperé la conciencia, cayeron sobre mí los pensamientos de las mil consecuencias que lo que acababa de pasar, y el sabor a óxido se hizo profundamente intenso en mi lengua. La miré: tenía los ojos abiertos, la boca relajada en sonrisa. Me acosté sobre su pecho. Respiré profundo. Empezó a punzarme la cabeza, como si quisiera revivirla con los choques eléctricos de mis neuronas.

No me di cuenta en qué momento me quedé dormida. Desperté con las piernas entumidas. Tenía un brazo debajo de su cuerpo, el rigor mortis comenzaba a cautivar sus articulaciones. Primero logré mover las piernas, el ejército de hormigas punzantes me tenía vencida, pero, sobre todo, el peso de ella sobre mí, peso muerto, y para colmo, rígido. Tiré fuerte del brazo y logré liberarme.

Me metí en la regadera. Además de la sangre seca en mi pelo, percibía en mi piel un olor insoportable. Era el hedor de la muerte, un tufo a futuro extraviado. Me bañé con agua muy caliente, me dejé el cuerpo enrojecido de frotarme con tanta furia. Me acababa de coger a una moribunda, le provoqué el orgasmo que aceleró su partida.

Sí, ya sé qué me va a decir, que debí llamar a un abogado para que se hiciera cargo de todo, pero ya ve que soy tan estúpida que llamé a una ambulancia para que se llevaran a una muerta al hospital. Perdón, pero no es que sea experta en manejo de cadáveres.

No, no quiero vestirme, esta bata es suficiente, siento un calor tan insoportable que en cualquier momento podría quitármela. ¿Qué no puedo ir al ministerio púbico con el pelo escurriendo y una bata de baño? Por qué no me hace un favor y va a mi recámara por algo de ropa, no importa la que elija de todas formas voy a terminar tras las rejas porque sí, soy culpable de no intentar salvarla, por la simple razón de que estoy convencida que a un suicida no se le salva, de que la última voluntad de alguien es lo más valioso que posee, porque si no elegiste nacer, sí tienes el poder de decidir cuándo y en qué momento te vas.

No voy a ningún lado. Solo me levanté para salir a la terraza a tomar aire fresco, sé que es la última vez que sentiré el viento desde aquí… ¡me gusta tanto! Y más en una madrugada como ésta.

¿Sabe? Jamás me había dado tanto gusto vivir en el octavo piso; la caída será implacable con mi cráneo. Nada. No dije nada. Los calzones están en el primer cajón de la última puerta del clóset, por favor que no sea una tanga, sino unas bragas cómodas, de algodón y de un color no muy fuerte; hay varias ahí, y unos pantalones ligeros.

No se angustie, me asomo para ver quién llega, hay una patrulla con la torreta encendida en la calle, quiero alcanzar a ver la matrícula del vehículo que me llevará, pero no veo bien, y tal vez, solo tal vez, tenga ganas de sentir qué es volar sin paracaídas, contar los segundos que tardaría en estrellarme contra el pavimento para liberarme de todo esto, de la sensación de estar atrapada en la estupidez de mis impulsos. ¿Cuántos segundos? ¿Tres? ¿Cinco?

¿Usted salvaría a un suicida? Siento robarle esa elección, ya está lo suficientemente lejos para no lograrlo. No, no me espero, dígale a mi abuelo que gracias por el departamento. ¿Cuántos segundos?

Uno

Dos

Tres

Cu a h tro

Cinco

S.

 

 

 

Mónica Soto Icaza es escritora, editora y conferencista. Lo que más le gusta son los libros y el sexo, por escribe literatura erótica y defiende la libertad sexual de todos los individuos. Experta teórica y práctica en infidelidad, amor libre y erotismo. Periodista de profesión, es columnista #PorUnaVidaSexy de las revistas Vértigo Político y Playboy México. Recomienda libros todos los viernes en el programa Sergio y Lupita, de El Heraldo Radio. Ha publicado siete libros de poesía, dos de cuento, cuatro novelas, entre ellas el best seller Tacones en el armario, un diccionario erótico y una crónica de viaje para la Secretaría de Desarrollo Social de su país. Además, textos suyos aparecen en antologías y revistas en Cuba, Venezuela y Argentina. Publica cuento, poesía, cartas, recomendaciones de libros y otros textos en monicasotoicaza.com. Twitter, Instagram y Facebook: @monicasotoicaza