APROXIMACIÓN AL ENTENDIMIENTO DE LA KINESIS DEL DEDO EN EL GATILLO
Ilustración por @_kiahuitl_
Porque no es bueno aquello que con su propia grandeza padece.
–Séneca
Los más perfectos se conforman con acercarse a la virtud sin poseerla.
–Montaigne
Toda pasión verdadera no piensa más que en sí misma.
–Stendhal
Filosofar es aprender a morir.
–Atribuido a Cicerón por Montaigne
y a Sócrates por Platón en el Fedón.
Quien haya tirado del gatillo de un revólver sabe que existen pocas sensaciones tan inexplicablemente placenteras e intensas. La última vez que lo hice contra una persona también fue la primera y última que vi a Pablo Rebaños, Cuatrotripas, también llamado Semental del Ayatate, Cara de Chancho y don Pablo de la Caña y Lezama. Lo vi poco, y más bien vi la escuadra que se sacaba del lomo. Él era feo, la escuadra era plateada y grande. Tiré y no vi más. Cayó. Levanté el brazo en que llevaba el revólver para que nadie se interpusiera en mi huida y ahora estoy aquí, lejos, sin el menor remordimiento, solo ya para siempre con la duda de si la sangre que aparece en mi memoria realmente fue tanta, si salió del cuerpo o, como, lo intenté, de su mierdero cráneo. Vaya, no sé si mierdero: no lo odiaba, ni lo conocía. Claro está que eso ya no importa, ni a él, ni a mí, ni a nadie. Aquel estridente “¡Está muerto, está muerto!”, cada vez se escucha más lejano, como disuelto en el tiempo.
La primera noticia que tuve de la existencia de alguien dispuesto a meterse con la fama que había acopiado en mi violenta juventud fue por una fanfarronada de cantina. Entre los que solíamos reunirnos había un lengualarga insoportable al que apodaban Prepucio, a veces Juanito Prepucio, otras veces Juanito Chancros o Juanito Chaquetas, aunque se llamaba José Manuel Vera Canales y acompañaba su presentación con un “servidor de usted” que sonaba como otro apellido más. ¡Tantas veces dije que era cosa del pasado! ¡Tantas repetí!:
–Mira, Prepucio, yo ya no soy así, mi sangre ya no hierve.
El somero Abdulio Buentalante, conocido como don Ubicuo, el Nenepil y doctor Carroña porque ejercía la ciencia médica en los refrigeradores de la comisaría, había dado a coincidir conmigo huyendo de unos parientes disgustados a los que les mató al muerto por error, porque parecía muerto y no se le percibían signos vitales, así que bisturí en mano entró al depósito para la autopsia obligada y aquello fue una sangría como se dan tantas en esos sitios, con la mala fortuna de que el otro muertero de turno era amigo de los parientes aquéllos y fue a decirles que don Abdulio, por entonces llamado El Pendejo, Matamuertos y Capaperros, había empezado a cercenar por el pene mientras decía que no se lo fuera a coger el difunto. Mucho y breve fue el enredo, y grande el que por casualidad termináramos en el mismo refugio temporal, donde llevó consigo la fama brava de mi juventud y le decía a Prepucio:
—Óyeme bien, Chaquetas, yo te tengo en buena estima y no quiero terminar despidiéndome de ti en mi chamba.
Pero Juanito necio con que todo era habladuría mía. Y yo aguantaba porque matar no es bueno; y aguantaba porque huir no es vida, hasta que me llegó por las paredes el rumor de que Juanito Chancros me había retado y yo había confesado que no era sino puro cobarde hocicón, así que me fui a la plaza y me paré donde desde hace décadas dijeron que iban a poner un quisco y todo lo que hicieron fue extirpar un tule, y ahí grité que llamaran a ese cabrón, que me disparara de donde quisiera, desde la espalda o de frente, de cerca o de lejos, como le diera la gana, que lo mismo me lo iba a cargar, pero no llegó, y entonces fui a buscarlo y me dijeron que se había largado nadie sabía adónde.
Con más orgullo y fuego en los tendones que rabia fui a casa de su amante, pero la encontré con mi viejo amigo don Abdulio el Carroña. Juraron que no sabían, pero algo sí sabían, así que me fui a buscarlo a casa de su amante:
–¡Dónde está tu mayate, hijo de la chingada!
–Yo no…
–¡Dónde está, culidifuso de mierda!
–Vendrá a buscarme.
–Te encontrará fácil.
–A mí no, por favor, que ni dije ni hice.
–¿Quién es el soplanuncas y quién el muerdealmohadas?
–Él –dijo nervioso– Yo, los dos.
Se me crispó la vida y con ella la mano y con ella el dedo índice y sentí ese delirio incontenible, esa especie de elevación espiritual más poderosa que la de mil orgasmos o la de toda la belleza de este mundo que no merece que la gente mate, que no merece tanto pinche muerto por pendejada y media. Pero ya era tarde. El mal había vuelto: tras esas décadas en que me brotaron canas cultivando la abstinencia y la serenidad, ahora necesitaba matar otra vez, no por matar sino porque sólo quien haya tirado del gatillo de un revólver sabe que existen pocas sensaciones tan extraordinarias. Tiré una vez, lo vi morir antes de disparar tres veces más en el mismo boquete del cráneo.
Entones fue que hui porque era necesario, pero también para matar. No, no para matar, para tirar del gatillo; lástima que eso implicara matar.
Busqué quien lo buscara. No fue fácil: la gente es más prudente de lo que piensan muchos. Sin embargo no faltan y, aunque falten, el mandato supremo de tirar del gatillo no necesita razones, así que pude evitar la abstinencia. Agradecí al Nenepil seguir conmigo y lo asistí cuando él quiso. Ya no huía, ya no tenía miedo de que me siguieran, porque yo no mataba, yo sólo seguía el llamado del revólver, porque matar es malo, yo lo sabia y ellos comprenderían que los muertos no eran mi objetivo. Anduve de andariego hasta que por fin me topé en Ayala con Pablo Rebaños, Cuatrotripas, también llamado Semental del Ayatate, Cara de Chancho y don Pablo de la Caña y Lezama, que me miró fijo como quien reconoce, pero no va a rajar sino a cobrar. No sé qué le podría deber yo a ese cabrón tan feo, ¡demasiados muertos para saber quiénes pueden ser tus enemigos! Así que lo miré y me siguió mirando y vi que se llevaba la mano al lomo y sacaba una escuadra y lo reventé de un tiro del revólver que usé para todos mis difuntos, el que perdió mi padre aquella mañana tan lejana en que le dije al Abdulio el Capaperros que mi padre tenía un revólver recortado 38 S&W. Mi padre lo negó ahí mismo, en mi jeta, ante mi amigo, hasta las tres veces de Pedro negó lo que yo afirmaba y era cierto:
–No me hagas quedar en ridículo, papá.
Lo negó otra vez. Fui al armario, saqué el revólver, vi que una recámara estaba vacía y entendí que lo negara, pero ya no estaba yo para razones, todo era rabia y el llamado de algo que sólo comprendí a lo largo de la vida, el llamado al que sólo grandes espíritus pueden resistirse al menos por breves periodos, y sólo lo comprendí cabalmente cuando logré encontrar nuevo refugio en este sitio en donde ya no mato y para no matar no hablo con nadie y para no hablar he de reventarme el cráneo si es lo que hace falta, así que despedacé la cabeza de mi padre y descubrí el paraíso, aunque lo amaba, juro que lo amaba; Abdulio dijo: “¡Pero si tú lo amabas!”, a lo que respondí:
–Mata a tu padre y ya me dirás de qué vale el amor ante el prodigio de tirar de un gatillo.
Pobre Abdulio, no sabía cuántos pacientes había de mandarle a partir de ese día. ¿Habrá callado por intuir que la bala era de mi revólver o porque en verdad fue mi único amigo? Eso no he de saberlo, porque ya murió. Sí, cuando dijo que estaba cansado de mis chingaderas y le dije que descansara y le otorgué el descanso. Y no lo sabré a fuerza de atar cabos porque no me siento sereno, algo se mueve entre mis nervios o mi sino, así que ya me llega el tiempo. Tengo el revólver, tengo el impulso y tengo una pregunta: ¿Acaso no será aún más delirante tirar del gatillo cuando el cañón está en tu propia boca pegado al paladar? Probablemente alcance a tener una respuesta, la única que en verdad vale la pena a la única pregunta que, para mí, ha valido la pena.