Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Anticoagulante

Autora: Teresa Constanza Rodríguez Roca

Diciembre 2021

Imagen: Verónica Fernández

Martín debía morir como una rata, el maldito Martín. Imagínense ustedes, quién hubiera creído que ese mamarracho fuera un díler disfrazado de simple cuidante nocturno en el conventillo donde Silena terminó, mi niña bonita, de cabello castaño claro y ojos como la miel; era talentosa, buena en los estudios, sus maestros y compañeros la admiraban, tal vez por creída tomó el camino chueco; de a poco se volvió nerviosa, huidiza, se ocultaba sin motivo bajo la cama donde tenía un montón de botellas vacías de pisco. Es que la droga no se presenta sola, viene con el trago y la prostitución, como le tocó a mi adorada hija.    Una amiga íntima de Silena me contó que llamaban Mamagrande a la dueña de un inmundo putero cerca de la Plazuela San Sebastián, y esta reputa vieja, gorda asquerosa, era socia de un picapleitos, un tal Pablo de apellido raro, dizque alto, rubio, narigón, siempre vestido de camisa blanca y corbata roja; y que en una de esas jaranas con muchachos que no le llegaban ni a los talones a mi princesa, ese tal Pablo vio que Silena era hermosa y se la agarró de amante; ajá, me dije: otro maldito, peor que Martín. Qué sabía mi hija del amor, qué sabía de los negocios sucios de ese canalla, pilchero que esnifaba cocaína pura, como lo hacen muchos sabihondos profesionales.

Silena tenía amigos de toda clase; uno de ellos, de los que reparten paquetitos de marihuana, me contó que al principio los de la tropa fumaban hierba no más, “no tiene nada de malo, doña Elsa, incluso los médicos la recetan, te pone contento, ríes hasta de lo que vuela una mosca, te da tranquilidad, te olvidas de tus preocupaciones”. Cuando me puse a investigar cosas de este submundo, me enteré que a la salida de colegios, antros, burdeles y demás, los pilcheros ofrecen droga al raleo en sobrecitos de pasta base, mezclada con lo que llaman mota o con tabaco, a diez, veinte, treinta bolivianos; la cocaína pura es otro cantar, un esnif te vale cien quibos o mucho más. Por ahí andan diciendo que Silena se había refinado desde que se metió con el abogaducho Pablo, y al final se tiraba cada vez más y más toques del polvo blanco de la mejor calidad, que su nariz se inflamaba y de pronto su inteligencia crecía, lo entendía todo, sabía cómo funcionaba este mundo y lo que hay en el más allá. Qué cosa, vean ustedes, y yo, sin darme cuenta de nada. Siento que tengo mucho de culpa; de tanto trabajar y trabajar vendiendo cosméticos, de día o de noche, por aquí y por allá, abandonaba a mi hija, ella podía hacer lo que quisiera después de llegar del colegio. Cómo no, claro, su madre estaba ausente. Sin embargo, algunas veces la encontraba con los ojos rojos y perdidos, ya sea contenta o deprimida, no comía, no descansaba; “Mamá, que no me veo en el espejo, dónde está mi imagen; Mamá, aquí huele a podrido, parece que hay un gato muerto en algún rincón; Mamita, de dónde salieron esos orejudos de ojos blancos, quién los dejó entrar.” Y empezó a portarse mal, se volvió agresiva, destruía los muebles, me tiraba en la cara zapatos, tazas llenas de café caliente, incluso un día me dio con la plancha y no le importó ver la sangre por mi cara, “no puedo ni verte, ojalá te mueras vieja maldita, te odio.” Tuve que pedir ayuda, sin marido, sin familiares, no soy de aquí; mi vecina me recomendó una visitadora social que vino a ver cómo vivía yo.

Ella me aconsejó internar a Silena en un centro de rehabilitación, pues la niña estaba muy delgada, se quejaba de dolor al corazón, sentía su pulso demasiado rápido; se desmayaba donde sea. Cuando entré por primera vez al psiquiátrico San Juan de Dios, me impresioné hasta casi morir. Sentí rabia, dolor, odio; nunca había pensado llegar a esa situación tan grave, los internos deambulaban en los corredores, en el patio, parecían zombis, unos miraban al vacío, otros repetían gestos raros sin parar, o me pedían dinero.

 De nada servía que los dormitorios fueran bien amplios, para cuatro o seis personas, si no permitían a los enfermos entrar durante el día, y esto los enloquecía más. Los médicos daban permiso de salida a los que se encontraban mejor y podían confiar en ellos; en cambio, a los agresivos los metían a cuartos chicos y oscuros. Yo lloraba. No puede ser, Dios mío, me daba tanta pena ir a visitarla, ver cómo había cambiado; no, no era ella, nunca más volvería a ser la niña inocente, cariñosa. Ay, Dios, si el tiempo diera vuelta atrás; en cinco años pude sacarla dos veces de ese horrible lugar, pero ella, después de tres semanas caía de nuevo y, otra vez al putero, a los corredores del manicomio; a seguir con los baldazos de agua helada cuando se ponía violenta y maltrataba a las enfermeras o rompía los vidrios de los dormitorios. Oh, Dios santo, cuando escuché todo esto en boca de un loquero, imagínense ustedes cómo hervía mi sangre, me convertía en la odiadora más desesperada del mundo, y lo único que tenía en mente era la bolsita con la calavera roja que tenía en casa.

El cuidante, la vieja puta, el tal Pablo, y todos los que se dedican al narcotráfico en este país, deberían sangrar por dentro, retorcerse de dolor insoportable. Era cuestión de conocerlos; después de un mes ya me había ganado la confianza de ellos. Y, dicho sea de paso, tuve ganas también de matar a mi propia hija para que no sufriera; qué vida le esperaba, estaba ya con deterioro mental, el día que yo muriera, qué iba a ser de ella; le pregunté a Julián, mi primo enfermero, si él podría inyectarle una sobredosis. Se enojó conmigo, me dijo que no debía convertirme en una asesina. Tenía razón, en ese momento, nadie sabía que los tres malditos, empezando por orinar y cagar con sangre y terminando con derrames internos, a los tres días ya estaban en sus cuevas, más secos que el charque: un sándwich de chola con su coca cola. Al fin y al cabo, el raticida es también un polvo blanco, ¿no ve?

                             ***

Teresa Constanza Rodríguez Roca, nacida en Santa Cruz de la Sierra – Bolivia,  egresada como profesora de secundaria, español e inglés; diplomada en pintura y fotografía. Premio Nacional de Cuento Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela, Bolivia 2004. Finalista en el Concurso Nacional de Relato Adela Zamudio, Bolivia 2013. Figura entre los seis ganadores en el Concurso Nacional de guiones Cuéntanos un corto, cuentos llevados a la pantalla grande, Bolivia 2018. Libros de cuento corto publicados: Función privada. Editorial Fontamara, Ciudad de México, 2005. Noche de fragancias, relato breve y minificción. Editorial Correveidile, La Paz-Bolivia.

Tiene numerosas publicaciones de cuento corto y minificción tanto en suplementos literarios, revistas impresas y digitales como en importantes antologías, entre las que citamos: Tributo a Monterroso, comp. Javier Perucho, Rony Vásquez. México Perú: Quarks Ediciones, 2021. / Micronesia, Tributo a Homero Carvalho Oliva, comp. Sisinia Anze Terán. Lima – Perú: Quarks Ediciones, 2021. Vivir lo breve, comp. Ottmar Ette, Yvette Sánchez. Suiza – España: Editorial Iberoamericana, Madrid, 2020 / Caspa de ángel, antología de cuentos, crónicas y testimonios del narcotráfico, comp. Homero Carvalho, Marcia Batista. Cochabamba – Bolivia: Grupo Editorial Kipus, 2020. / Historias mínimas, Francisco Rommel Gutiérrez Falcón, Lima – Perú: Dendro Ediciones, Serie eBooks, 2020. / Antología de la Minificción Hispanoamerica, comp. Henry Gonzáles Martínez, Bogotá – Colombia: Editorial Fundación Norte Cultural, 2020. / Antología de cuentos del III encuentro de Microficción, XX FIL Santa Cruz, comp. Homero Carvalho. Santa Cruz: Editorial Comunicarte S.R.L., 2020. / Antología de Escritoras contemporáneas bolivianas, comp. Rossemarie Caballero, Amalia Decker, Marcia Batista. Cochabamba Bolivia: Grupo editorial Kipus, 2019. / Antología de cuentos extraordinarios de Bolivia, comp. Adolfo Cáceres, Homero Carvalho. La Paz: editorial 3600, 2017. / Erótica, antología de cuentos, comp. Ernesto Calizaya. La Paz: Plural editores, 2017. / Trece cuentos de misterio, comp. Rosalba Guzmán Soriano. Cochabamba: Editorial Don Bosco, 2017. / Antología Iberoamericana de microcuento, comp. Homero Carvalho. Santa Cruz: Editorial Torre de papel, 2017.  Antología del cuento boliviano, comp. Manuel Vargas. La Paz: Biblioteca del Bicentenario de Bolivia, 2016.