Anatolia
Autora: Adriana E. Gaona
Julio 2022
Sintió sus manos acariciarle las piernas. Una lúbrica respiración le erizó los vellos de los muslos y creyó que su boca se abalanzaba para chuparle el pito. La punta, su Vesubio. Una erupción lechosa fluyó conquistando aquella alfombra turca que tanto cuidaba su madre. Ahí tirado en el piso, al centro de la sala, Alfredo se dejó envolver en la mágica sensación de ser el príncipe Hussein.
Abrió los ojos con la mente aún diluida en dopamina y sin lograr enfocar nada concreto pero, en su mente rezumbó el grito de su madre diciendo, no dejes que Santo (el ovejero de 10 meses que come casi un kilo de pollo al día) esté chingando en la sala, si ensucia mi alfombra turca, los mando al jardín a los dos.
Intentó incorporarse, cuando su mano derecha se hundió en el semen aún fresco que por descuido cayó sobre los pelillos teñidos de café. Se estiró la playera que ya de por sí le quedaba grande para ensayar una suerte de limpieza superficial. Inútil, embarró aún más el accidente del gozo.
Con el short a media nalga cruzó la estancia pisando con los pies descalzos el azulejo recién pulido hasta llegar al medio baño que, como en esas casas grandes, está debajo de la escalera que lleva al segundo piso.
De la gaveta empotrada detrás del espejo del lavamanos buscó algún antídoto que aturdiera a sus espermatozoides alborotados buscando fecundar aquella alfombra, o de menos, que los paralizara para después aspirarlos con el aparato que recién había comprado en Amazon para limpiar su Sentra gris 2002, regalo de su padre antes de marcharse a Turquía.
Ante la decepción de no encontrar más que una caja de bicarbonato de sodio, un cepillo de dientes viejo y una bolsita con toallitas húmedas, cerró la gaveta y en el reflejo del espejo creyó ver su rostro acercándosele a la oreja. Una lengua le lamió el lóbulo para luego trazar una húmeda ruta detrás de su cabeza hasta alcanzar sus labios, los de ella rojos. Abrió los ojos descubriendo que el cosquilleo que quiso sentir en su nariz en contacto con los cabellos de ella era una ensoñación, sin embargo, estornudó.
Santo corrió a buscarlo después de distraerse del juego que tenía con su carnaza, pero se detuvo en la macha de la alfombra. Luego de acercarse con curiosidad, sintió la confianza de lamer toda la turquedad inseminada con Alfredo.
Después de la epifanía de imaginarla besándolo en el baño, se encontró con que Santo había transformado la inocente mancha de yogurth en medio litro de atole: babas del ovejero, esperma de cuarentón, polvo y partículas inidentificables, sobre lana teñida traída de Turquía. El tesoro de su madre había sido violado.
Sudaba frío y no por creer que su madre lo mandaría a dormir al jardín, ni siquiera que le dedicara algún improperio para reprender su conducta adolescente, era el hecho de haber elegido a Turquía para cometer su travesura. Se sentó frente al monitor buscando alguna receta secreta para eliminar la evidencia de la alfombra. Su búsqueda: “cómo quitar semen de una alfombra turca”. Veinticinco respuestas alojadas en Yahoo preguntas de las cuales tres entradas eran sitios porno, dos películas soft porn, un recetario, un relato erótico y un video de Youtube en donde la vio.
Anatolia, decía. Tal y como la había imaginado: ojos ligeramente rasgados, cabello lacio y negro, piel tersa blanqueada, tetas pequeñas de látex hipoalergénico. Anatolia abría las piernas para él, ofreciéndole la mayor satisfacción al menor costo: Sin citas ni regalos, sin reclamos, sin divorcios ni demandas de pensión alimenticia. Con ella encontraría compañía justo cuando la necesitara y le daría, además la posibilidad de tener tres aplicaciones conectadas por Bluetooth. Podría reproducir sus audios personales, música e incluso video en la pequeña pantalla escondida debajo del flequillo.
Escuchar la voz de Shirley Manson cantarle durante el modo fellatio de Anatolia, imaginó. Me comerá la verga, ver-ga porque decir pito es de putos y ni pensar en decir pene como la tía Licha que es doctora y tiene que usar esa terminología médica hasta al coger. Anatolia le mamará la verga y la escucharé cantar al mismo tiempo.
El amor existe, pensó, es egoísta, unilateral, propio y cuesta tan solo seis mil dólares. Si quiero le puedo cambiar el estilo de peinado o configurar el idioma y descargar actualizaciones. Además, mi mamá no se quejará de que no alcanza para los tres porque Anatolia no come.
Siguió navegando en esa página www.sextech.com y descubrió que habría una convención en Dinamarca el año siguiente. El botón de inscribirse parpadeaba, dio clic.