Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

¿Amor?

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Permíteme, lector, caer en el lugar común, en las convenciones; es febrero, Cupido y sus afiches están hasta en la sopa (más lugares comunes, sí). ¿No te dan ternura sus regordetes bracitos estirando el arco, amenazando con su dulce saeta atravesarte ese amargo y duro corazón? No es tu culpa, este Cupido putto (aguanta: así se llama esta representación del niño-ángel- alado en el arte) ya nos lo habían zampado desde el siglo XVI Rafael y Tiziano, después Schedoni, Bronzino y Bouguerau (este último apenas en el siglo XIX) no siempre como Cupido, entendido como aquella deidad mitológica, pero sí, sobre todo como putto-ornamento en la pintura del renacimiento. Caravaggio tiene a sus putti, como el que le está pasando una palma a San Mateo en su “Martirio”, y también a ese Cupido Victorioso (y sexoso) que pintó en 1601 y que aseguran es un retrato de su amante, nada que ver uno con el otro.

Curioso, hablando de mitología, que el enamorador y enamoradizo Cupido tenga una historia muy alejada del “amor verdadero”, idealizado, ese amor único, pleno, fiel y leal que moriría por nosotros a la menor provocación, ese de las películas de Disney que tanto mal han causado. Recordemos que Cupido (el Eros griego) es más bien el arquetipo del amante que llega sigiloso cada noche, oculto siempre en la oscuridad y las sombras, que esconde en su palacio a la hermosa Psique (a quién si no), pero que esconde también a esta su rostro y nombre, y que una vez que ella, desobedeciéndolo, enciende la luz para verle la cara por primera vez, no le queda más remedio que abandonarla. Psique tendrá que rogar a su suegra, Afrodita, por ayuda para recuperar a su amante, cosa que la suegra le complica, obvio. ¿Es entonces ese amor verdadero más bien erótico y lo demás son, no en el mejor sentido, mamadas? Bueno, es una opción.

Otra es, y al extremo contrario, esa que tenían los stilonovistas. ¿Quiénes? Pues unos poetitas del siglo XIII que tenían, ni más ni menos, a Dante Alighieri como integrante y fundador; y no solo al gran Dante, estaban también por ahí los dos Guidos: Cavalcanti y Guinizelli, descifrando “qué es eso a lo que llaman amor” y llegando a la conclusión más obvia: el amor es el amor divino (¡?), al que se podía acceder a través de la mujer, pero en una forma muy cristiana; es decir, a diferencia de Eros, con mucho menos sexo y mucha, mucha más, idealización; ese amor sufrido y purificador que nos conecta con el dios hebreo al que no le gusta que vivamos según los sucios instintos con los que nos dotó, al que le mostramos el amor más puro haciéndole ver que nos reprimimos ante las tentaciones que nos pone enfrente. Ya dijo, por otros motivos, en un poema Santa Teresa de Jesús: “Dichoso el corazón enamorado / que en sólo Dios ha puesto el pensamiento…”.  Este amor idealizado, sublimado en la figura divina a través del lenguaje de los trovadores y poniendo de intermediaria a la mujer, convertía a los stilonovistas en seres bastante densitos, por decir lo menos. Hay una versión que dice que la Beatriz de la Divina Comedia fue una mujer a la que Dante vio pasar por la calle una sola vez, a la que nunca conoció en persona, pero que despertó en el poeta la inspiración suficiente para escribir el que quizá sea el poema que más influencia ha tenido en el mundo occidental (quitémosle el “quizá”). ¿Es el amor un ideal que sirve, a través del sufrimiento, para conectarnos con algo más grande? Ojalá que no.

Pero es febrero, y entre lo erótico y lo platónico hay una gama de posibilidades qué concebir eso que nos dice coca cola y los grandes almacenes que debemos festejar: un amor cursi que llena de palabras las cursis cartas de amor (sí, Pessoa); o el amor que llena los hoteles, el posmoderno “sextin”, o el que atiborra a los fados de ese dulcísimo dolor del amor que no será, el que se fue, o el que no ha llegado.

El amor es una excusa que justifica las obras más nobles, y también las más perversas; febrero… febrero es una excusa más.