Revista Anestesia

𝙴𝚕 𝚍𝚘𝚕𝚘𝚛 𝚜𝚎 𝚚𝚞𝚒𝚝𝚊 𝚌𝚘𝚗 𝚕𝚎𝚝𝚛𝚊𝚜

Amigos nocturnos

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16 Octubre 2019

Autor: David Jiménez Ixta

-¡Joey, no seas metiche, deja de espiar a los vecinos por la ventana! Gritó su madre desde la cocina.

-Lo siento- dijo el pequeño e inmediatamente cerró la cortina –es extraño que se muden tan tarde, mamá…-

-Aun así, no es correcto espiar a las personas, hijo-

Realmente para Joey a su corta edad era algo nuevo que las personas decidieran mudarse por la noche y algo de sus nuevos vecinos lo inquietaba bastante.

A la mañana siguiente, Joey se levantó para ir temprano a la escuela, al pasar junto a la casa de al lado se percató de que todas las ventanas estaban tapadas con gruesas tablas de madera; esperó un poco a ver si salía alguien, pues pensó que si había niños de seguro tendrían que ir a la escuela, sin embargo, su espera fue en vano así que decidió seguir su camino.

La escuela no era el lugar más emocionante para Joey, si fuera por él nunca iría y no porque no le gustase estudiar, al contrario, si algo disfrutaba mucho era leer y aprender sobre otros países y lugares que sólo conocía a través de los libros. Lo que realmente le molestaba de ir a la escuela es que no tenía ni un solo amigo… era un pequeño muy solitario.

Esa misma tarde, al regresar a casa se quedó mirando el patio de la casa vecina, estuvo casi media hora esperando una pista de movimiento hasta que el cansancio lo venció y prefirió ponerse a ver televisión; sin embargo, algo lo inquietaba de los nuevos vecinos, sensación que no pudieron quitarle ni los Súper campeones… nunca se había sentido tan extraño como esa tarde.

Las sombras de la noche comenzaron a caer sobre el vecindario, aunque no había mucha diferencia pues la mayor parte de la tarde había estado algo nublada. Entonces ocurrió lo más extraordinario: apenas el sol se había puesto en el horizonte, cuando un ruido lo hizo saltar del sillón, se acercó cauteloso a la ventana y pudo distinguir, sin necesidad de abrir la cortina, a un niño que jugaba con un balón anaranjado en el césped del jardín.

Una enorme sonrisa se dibujó en el rostro de Joey, la emoción lo invadió, corrió hasta su habitación y movido por esa misma emoción que le causaba el haber encontrado un compañero de juegos cerca de su casa, se puso rápido los tenis y bajó corriendo para ir a conocerlo. No había llegado a la puerta del recibidor cuando escuchó la voz de su madre:

–No llegues muy noche, recuerda que ya oscureció–

Joey se detuvo… miró el reloj de la cocina y a su madre cortando vegetales –no, mamá, será aquí afuera, prometo no tardar– respondió mientras cerraba tras de sí la puerta.

–Hola– gritó Joey desde la cerca

– ¡Qué tal! – contestó el niño, sin dejar de juguetear con el balón entre sus pies.

De pronto detuvo el balón y levantó la mirada, en ese momento Joey sintió un pequeño escalofrío… nunca había visto un niño tan pálido y con esos ojos verdes tan grandes como aceitunas. En eso pensaba cuando el chico lo interrumpió:

– ¿Cómo te llamas, amigo? – le dijo el niño.

–Me llamo Joey y vivo en la casa de junto– respondió Joey – ¿Tú cómo te llamas? –

–Yo me llamo Henry ¿quieres jugar? – le preguntó mientras le mostraba el balón; Joey asintió y sin pensarlo entró al jardín.

El juego se extendió por casi dos horas hasta que la madre de Joey le gritó por la ventana de la cocina:

– ¡La  cena está lista, hijo!–

­            –Me tengo que ir Henry, me divertí mucho…– dijo Joey mientras le daba la mano a su nuevo vecino.

Henry sonrió: –A mí también me agradó, amigo, si quieres mañana a la misma hora nos vemos para otro partido–

Joey aceptó encantado el ofrecimiento de su nuevo amigo y regresó a casa doblemente feliz, no sólo por el partido sino porque por primera vez podía decir a su mamá que tenía un amigo.

Las siguientes tardes a la misma hora se encontraban los dos pequeños para jugar y con el tiempo la amistad entre ambos creció, hubo noches en las que no jugaban, sólo se tiraban sobre el pasto a mirar las estrellas y hablaban de muchas cosas.

Joey aprendió sobre Rumania, el país de Henry, le sorprendían muchas de sus costumbres como la de tirar granos a las entradas de las casas para que no entrasen los vampiros; con el tiempo también descubrió que Henry no asistía a la escuela porque su mamá era maestra y le enseñaba todo sobre el mundo. Sin embargo, lo que más entristecía a Henry era hablar sobre su papá, pues había muerto en situaciones muy misteriosas cuando Henry era más pequeño. Un año después de la muerte de su padre, su madre tuvo que ponerse a trabajar en los negocios de la familia y una vez que reunió una buena cantidad de dinero decidió emigrar a México para abrir una tienda de telas.

–Henry, por qué no sales de día– le preguntó Joey una noche mientras miraban la luna, echados en el pasto.

Henry cerró sus enormes ojos verdes, suspiró y como en un susurro le dijo:

–Mmm… mi piel es muy sensible al sol y a mamá le da mucho miedo que me enferme… parece que papá tenía lo mismo…

– ¿Y no te gustaría salir más de tu casa? –

–Eso quisiera, Joey, pero mamá llora cada vez que se lo pido, dice que no quiere perderme como a papá–

Esa noche Joey no podía dormir, todo lo que había platicado con Henry le daba vueltas en la cabeza y pensaba en lo triste que debía ser la vida de su amigo encerrado todo el día en esa casota…

Hacía mucho tiempo que Joey no estaba tan inquieto…la última  vez que había pasado una noche parecida fue cuando su papá se fue de la casa…eran cosas que no le gustaba recordar; pero hoy era su amigo el que lo inquietaba.

Era más de la medianoche y para distraerse decidió bajar por un vaso de agua. Mientras se dirigía a la cocina escuchó a su mamá que lloraba en la sala, no quiso acercarse, así que se regresó lo más sigiloso que pudo a su habitación.

En la mañana no encontró a su mamá en la cocina como de costumbre; sobre la barra sólo estaba su lonchera.

Cuando iba de salida se detuvo en la sala y vio en la mesa del centro un sobre arrugado con el sello de un hospital, lo iba a tomar pero las campanadas del reloj le recordaron que ya iba retrasado, así que salió corriendo rumbo a la escuela.

Los días pasaron, llegó el otoño y Joey se dio cuenta de que su mamá ya no era la misma; dormía mucho y llevaba un par de semanas que no iba a trabajar; el pequeño no entendía mucho de lo que estaba pasando, o al menos así era hasta el día en que llegó su tía Charlotte que venía a cuidar a su mamá.

– ¿Qué pasa con tu mamá, amigo?– le preguntó Henry mirándolo con sus enormes ojos aceitunados

–No lo sé bien, llora todo el tiempo y casi no me dice nada, pero mi tía me abraza todo el tiempo y me repite que todo irá bien… que ella siempre estará conmigo– respondió Joey.

–Mi mamá así estuvo mucho tiempo después de la muerte de papá, lloraba todas las noches hasta que un día me dijo que dejaríamos Varna…–

Esa noche ambos pequeños se quedaron bastante tiempo mirando las estrellas tirados sobre el pasto y permanecieron en silencio por un buen rato hasta que Joey dijo:

–No quiero que mi mamá se vaya, Henry– a Joey se le llenaron sus ojos de lágrimas… Henry se quedó callado y cerró los ojos.

–Tampoco quería que papá se fuera– susurró Henry.

Llegó el invierno y las tardes se volvieron frías, aunque seguían reuniéndose para jugar… la verdad es que cada vez para Joey ya no era la misma diversión que al principio desde que su madre enfermó; Henry se desvivía por alegrar a su amigo pero le era cada vez más difícil.

Todo cambió cuando una tarde Joey no se presentó a la acostumbrada cita con Henry, que esperó hasta muy entrada la noche a que su compañero de juegos llegara. Al fin, cuando estaba a punto de darse por vencido, alcanzó a ver un taxi que se detuvo frente a la puerta de su vecino.

Se acercó hasta la valla y vio a Joey acompañado de su tía vestidos de negro… entonces lo supo, el desenlace había llegado para la mamá de su amigo; le hizo una seña con la mano pero Joey no lo miró.

Esa noche, mientras la tía Charlotte estaba profundamente dormida en la habitación de al lado… Joey no podía dormir, la tristeza que lo embargaba no le permitía conciliar el sueño. De pronto escuchó un golpeteo en su ventana; se apresuró a abrir la cortina y vio a Henry parado afuera en el techo sostenido apenas del marco de la ventana.

– ¿Qué haces ahí, amigo? –le dijo Joey mientras abría la ventana.

– Quería saber cómo estabas, Joey –respondió el pequeño mientras se aferraba con sus dedos al marco de la ventana.

– ¿Me dejas pasar, Joey? No creo resistir mucho aquí…

–Claro que sí amigo pasa –y le tendió el brazo para ayudarlo a entrar.

Ambos amigos se unieron en un fuerte abrazo que le permitió a Henry comprender todo lo que había pasado.

Joey se soltó a llorar mientras le contaba a Henry que su mamá ya no estaba en la tierra de los vivos y que ahora dormiría para siempre…

–Eso sucedió con mi papá también, yo sé lo que es perder a alguien… pero piensa que ahora ella no sentirá más dolor –le dijo Henry mientras lo miraba con sus enormes ojos verdes.

Permanecieron mucho tiempo recostados sobre la alfombra mirando hacia la ventana en silencio…de pronto Joey se levantó y se dirigió hasta la ventana:

–Mi tía me llevará con ella, Henry, creo que no nos volveremos a ver y tengo miedo mucho miedo pues antes de ti no había tenido a un amigo con el que pudiera jugar y platicar, me asusta irme lejos y que todo cambie… no quiero perder a otra persona como sucedió con mamá… te voy a extrañar mucho amigo… -sus ojos se llenaban de lágrimas mientras hablaba.

Henry se levantó, lo miró y le dijo:

– ¿Te gustaría que no tuviéramos que separarnos nunca y jugar fútbol todas las noches como lo hemos hecho hasta ahora y vivir juntos por siempre en mi vieja casa de al lado, Joey?

– ¿Es eso posible, Henry? Le preguntó asombrado.

–Lo es, amigo–. En ese preciso momento Henry sujetó a Joey por los hombros y le clavó sus pequeños colmillos en el cuello. Joey estaba paralizado, sintió que su corazón dejaba de latir y que su cuerpo se enfriaba… los ojos del pequeño se volvieron grises como la plata y todo se detuvo…

Ahora sólo escucho por las noches las risas de dos niños que juegan en el patio de la casa de enfrente, los veo a través de la ventana; dos pequeños que disfrutan de su eterna niñez y compañía.